Por alguna razón la gata me despertó temprano. Ignoro dónde está ahora, pero desde hace días, ronda intranquila por la casa, como si se solidarizara con nosotros.
Afuera, desorientación. Tejido social hecho pedazos, apología de la crueldad, violencia de género. Podría seguir enumerando. De nada sirve. O sí. Lecturas a las que aferrarse:
La poesía era ver nieve en verano, escribe Cecilia Pavón (*).
Un televisor encendido con el documental de Wim Wenders, Buena Vista Social Club.
Está en Mubi.
Me dejo llevar por la música cubana, tonada de liberación y sufrimiento, si las hay.
Los preparativos de la cena. Como trabajador de prensa —vaya paradoja— ignorancia adrede de una realidad atroz. ¿Ningún diputado o diputada va a presentar un proyecto de ley para echar a sus pares que visitaron a Astiz?
Mientras tanto, borradores que avanzan, textos que todavía no conforman un libro. O sí. Sin esperanza y sin desesperación.
Otra vez Cecilia Pavón: En realidad somos todos aprendices de los textos que leemos. Y unos versos más abajo: Escribir desde los sentimientos te enseña que no hay problemas en realidad, los problemas son siempre no poder sentir.
Me lo guardo. Para contrarrestar esta época patética.
(*) Del poema Corona de novia.
(**) En Querido Diario, en Poesía reunida, Blatt & Ríos, edición digital. (Foto libre de Unsplash).
En mi barrio hay días en que las vacas pastan en las veredas y los caballos se pasean impunemente por las calles, como salidos de otro tiempo y espacio. A nadie le sorprende, a pesar de que estemos en el siglo veintiuno.
No faltan expulsados que baten palmas. «Le barro la vereda, le corto el pasto, ¿Me presta una sierra para podarle ese árbol?». Crecen en número, junto a la exaltación de la individualidad y el desprecio a lo diverso, entre otras crueldades.
También hay un supermercado chino y sus ofertas. Allí se congregan vehículos último modelo y quienes ven en cartones, vidrios o cualquier cosa para reciclar, la oportunidad de arrimar algo a la olla.
Y que decir de la panadería que regala pan caliente a los que baten las palmas casa por casa. Bocanada de solidaridad.
De la lejanía, música del altiplano. Quenas y sikus son interrumpidos por la voz pastosa: «la papa, la batata, la cebolla, la zanahoria, señooora… aproveche la oferta señoora», se escucha desde un camioncito destartalado que avanza de milagro. Otra pausa. Más quenas y sikus, en un atisbo de poema barrial que irrumpe en la indolencia de la mañana.
Y la mañana languidece entre lecturas y un texto que avanza, a tientas, como debe ser. Un mar encrespado como puerto. El tiempo de las ballenas como espacio en donde estar.
Recibimos visitas. Recién se fueron. Mejor andá a dar una vuelta. Tres oraciones que confirman una cotidianidad violenta. Cuándo el cerco es inminente, ¿Se puede pedir ayuda a quien convive con el poder? Lo mismo se pregunta Francisco Amaro Villafuerte, delegado gremial, periodista e intelectual de eizquierda, en el gélido invierno de 1976 en Argentina, meses después del golpe de Estado.
Borradores de un intento, (creo que la frase es de Giardinelli en Esto nunca existió). A veces, no hay caso y se la impone imposibilidad de escribir. Sin esperanza y sin desesperación, refería Carver de Dinesen. Consigna que puede ser estimulante a la hora de sentarse frente a una hoja y juntar palabras. O demoledora.
Negra y verde. Guardaba las piezas ahí. Papá, su voz. Sentado bajo la parra miraba más allá de la enredadera que trepaba por la pared del patio. Catalán era. Bueno, eso decía tu abuelo.
El llamador de ángeles cuelga del farol. Oxidado y cubierto de telarañas emite un tintineo de bienvenida. Los tubos se entrechocan, preludian el aguacero oscuro que se parece a la casa a la que demoro mi ingreso. Jugueteo con el manojo de llaves enlazadas al motivo de Molina Campos que le compré de apuro en la terminal, en esa visita en que la Pauli me dijo que le quedaba poco y él comenzaba a desvariar, enmarañado entre la realidad y los sueños, como su enredadera.