Malabares en silencio

Pero hay un tipo de silencio que es casi tan fuerte como un grito. Eso fue lo que conseguí. Un silencio a todo mi alrededor, denso y total, oí correr el agua en la cocina. En el exterior, oí el ruido sordo de un periódico doblado al golpear la avenida, y luego el silbar suave, desafinado, del chico que se alejaba otra vez en su bicicleta*

Rumiaba pensamientos cuando lo vi. No más de diez años y con un talento inalcanzable lanzaba bastones al aire. Tres. Con uno en cada mano hacía girar a su antojo el tercero, que oscilaba arriba y abajo sin caerse, rodaba hacia los extremos, para volar y reiniciar la danza en plena calle. No más de diez años. Malabares para sobrevivir, el gesto serio y concentrado. Casi nada de juego, toda necesidad. Ni siquiera mi aplauso le robó una sonrisa.
Bocinazos, la furia por el espejo retrovisor ante mi demora. El enojo contra el par y la complacencia con bandoleros que reclaman esfuerzos mientras se empeñan en pisotearte los derechos. No ve el que no quiere. O no le conviene. O calla y lo aprueba.
Siguen los bocinazos. “Gracias”, dice el pibe. Retomo la marcha, desoigo los insultos del automovilista que venía detrás. Malabares para sobrevivir, pero no juega. Llego a casa, lo escribo, no lo publico, el lujo del flâneur  y el estómago lleno.
Quizás lo mejor es un blog sin entradas nuevas.
Hasta que el silencio grita.
(*) Chandler, Raymond, “El largo adiós”, 1953, Traducción: José Luis López Muñoz, edición digital.