Con la certeza de que va a fallar

Escribir

Hay que amasar el pan. Hay que amasar el pan con brío, con indiferencia, con ira, con ambición, pensando en otra cosa. Hay que amasar el pan en días fríos y en días de verano, con sol, con humedad, con lluvia helada. Hay que amasar el pan sin ganas de amasar el pan. Hay que amasar el pan con las manos, con la punta de los dedos, con los antebrazos, con los hombros, con fuerza y con debilidad y con resfrío. Hay que amasar el pan con rencor, con tristeza, con recuerdos, con el corazón hecho pedazos, con los muertos. Hay que amasar el pan pensando en lo que se va a hacer después. Hay que amasar el pan como si no fuera a hacerse nada, nunca más, después. Hay que amasar el pan con harina, con agua, con sal, con levadura, con manteca, con sésamo, con amapola. Hay que amasar el pan con valor, con receta, con improvisación, con dudas. Con la certeza de que va a fallar. Con la certeza de que saldrá bien. Hay que amasar el pan con pánico a no poder hacerlo nunca más, a que se queme, a que salga crudo, a que no le guste a nadie. Hay que amasar el pan todas las semanas, de todos los meses, de todos los años, sin pensar que habrá que amasar el pan todas las semanas de todos los meses de todos los años: hay que amasar el pan como si fuera la primera vez. Habrá que amasar el pan cuando ella se muera, hubo que amasar el pan cuando ella se murió, hay que amasar el pan antes de partir de viaje, y al regreso, y durante el viaje hay que pensar en amasar el pan: en amasar el pan cuando se vuelva a casa. Hay que amasar el pan con cansancio, por cansancio, contra el cansancio. Hay que amasar el pan sin humildad, con empeño, con odio, con desprecio, con ferocidad, con saña. Como si todo estuviera al fin por acabarse. Como si todo estuviera al fin por empezar. Hay que amasar el pan para vivir, porque se vive, para seguir viviendo. Escribir. Amasar el pan. No hay diferencia.

Leila Guerriero, en «Teoría de la gravedad», Barcelona, Libros del Asteroide, 2019.

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Esta lucidez de estreno

¿Saben?

¿Cómo se llama? Esto que me pasa ahora. Es sábado. Acomodo en las alacenas cosas que acabo de comprar: jengibre, osobuco, agua, flores. ¿Cómo se llama? Esto. La cocina está desordenada y linda, como una mujer bella y despeinada, con laxitud resacosa y ausente de melancolía. La luz entra por las ventanas con un borboteo lento. Las gatas duermen junto a la estufa sobre un hermoso nido de lana cruda que les traje de Canadá. ¿Cómo se llama? Esta vibración en el pecho, este ahogo transparente, este brío. Como si al final del día me esperara una fiesta fantástica. Este vibrato de alegría no química que podría ser también su reverso: una congoja crocante y hermosa. ¿Cómo se llama? Esto. Esta lucidez de estreno. Los cantos de los pájaros cuelgan como carámbanos de las copas de los árboles que parecen un incendio manso. Nada extravagante está por suceder pero siento el cerebro enfocado como una máquina dulce, indolora. ¿Cómo se llama? Esto. Que no es amor ni placidez, pero que es amor y es placidez. Esta cosa viva, viva, viva, que se me resbala del corazón como un agua. Este optimismo tranquilo. Esta ausencia de desazón. Imágenes de mi pueblo y de Venecia. El recuerdo de la risa de mi madre, ganas de verla. Todo ese pasado volviendo a mí con otro rostro, más limpio: la pampa, la pampa, la pampa. ¿Cómo se llama esto? La añoranza del olor de los caballos. El recuerdo del ruido de la puerta de cancel de la casa de mi abuela. Este tiempo que no transcurre hoy. Esta pequeña nuez dorada hecha de fragmentos magníficos. ¿Cómo se llama? Apenas me atrevo a moverme. Grabo el sonido del crepitar de las estufas y, en la suave tarde viajando hacia la noche, se lo envío al hombre lejano. ¿Cómo se llama? Esto. ¿Alguien puede decirme?

Leila Guerriero, en «Teoría de la gravedad», Barcelona, Libros del Asteroide, 2019.

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