El juego de camisetas

¡Dale, dale! —vociferaba el desconocido con el pucho apagado entre los labios. Su hijo eludía a un defensor, pateaba otro centro que el nueve cabeceaba afuera y originaba lamentos y aplausos cerrados de la parcialidad local.

Desde la tabla que hacía de banco de suplentes visitantes, Raúl sonreía. Arengaba a los sabandijas que corrían detrás de la pelota y resistían un partido adverso desde el comienzo.

El clarear brillante lo distrajo. El griterío de los padres se confundió con los pelotazos y el siseo de los álamos se desvaneció en el recuerdo. Vio por la ventana las nubes anaranjadas que parecían colarse detrás de las ramas a merced de la brisa.

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La grieta

Amanecí con la sensación de que habías pasado por casa. El espejo devolvió mi cara somnolienta y el rimel corrido cuando vi la grieta. Estaba sobre el botiquín del baño y puedo asegurar que esa pared se encontraba intacta la noche anterior.

Recuerdo que me quedé mirándola unos instantes y llamé al portero. El tipo miró la rajadura y escudriñó con gesto sabiondo. “No entiendo cómo se produjo, señora”, comentó. Levanté los hombros y convenimos día y hora de la refacción.

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El olor a tortas fritas

Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vino adulterado. Una vieja gorra de su padre, un familiar, o regalo de un transeúnte incómodo al toparse con él y su cucha de cartón, en el hueco de un medidor de gas.

Me lo cruzaba siempre que te iba a buscar. Vos tenías seminarios y cursos en la escuela y yo dejaba mi empleo de chapista, de mazazos frenéticos y sordera anunciada. Él tenía la voz ronca y si estaba cuerdo se paraba en medio de la calle y dirigía el tránsito con gestos exagerados, poniendo énfasis en que los autos no pisaran la senda peatonal o que algún desprevenido no cruzara la calle si no debía.

Estaba ahí, un detalle más de la pintura urbana.

La última vez que lo vi había conseguido un silbato y penalizaba con furia a los desobedientes. Algunos seguían sus indicaciones, otros dejaban caer unas monedas en el asfalto y cerraban las ventanillas, en un derroche de caridad y conciencia que ¿asegura? una plaza en el paraíso.

No me di cuenta de su falta hasta que atropellaron al pequeño. Un siniestro menor por suerte, luego de la ineptitud de un conductor que vociferaba por su celular. Vos terminabas tu curso y yo miré en el hueco de la casilla vacía: restos de cartón, el silbato y una extraña sensación dentro de mí.

Pensé lo peor, no voy a negártelo.

No he vuelto a verlo y no puedo evitar que cierta tristeza me carcoma el alma, pero encuentro a varios vagando por la ciudad. ¿Maestro, me da fuego? “¿Maestro Por qué? ¿Por qué sobrevivo en la jungla?”, pienso y le regalo mi atado de cigarrillos. Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vida robada.

Le sonrío, una suerte de mueca culpable que lava las culpas y no soluciona nada. Hasta que te lo cuento y el remordimiento pierde terreno, transformándose en un plato de comida caliente que repartimos en esta ciudad egoísta. Sí, puede ser un gesto burgués e inútil y es probable que no sirva de nada, pero del plato de comida pasamos a la ración cotidiana y abrimos el comedor en la cochera del auto que nunca tuvimos.

Un día me invitaron a una reunión partidaria. Iba a decir que no, “que la política no sirve de nada” harto de personeros atornillados a los cargos, engaños y chanzas. Pero asistí. Con desconfianza. Y el milagro sucedió: lo individual se hizo comunitario. Las manos volvieron a juntarse, sin tanta politiquería pero con política de por medio. Aunque algunos todavía descrean, aventuro que siempre es más cómodo ser un criticón constante.

Hoy hay reunión en casa, resta organizar las actividades de mañana y el Oso que no llega a ensayar la rutina. Cebo un mate y miro la nariz de payaso. Quién me viera. Todavía falta inflar los globos, colgar las guirnaldas, terminar de hacer las tortas fritas y tantas cosas para que pibes y pibas tengan una sonrisa en su día.

¿Si es suficiente? Por supuesto que no. Nada lo es en un modo de vida que por definición es excluyente. Pero hay que caminar, aunque el horizonte se siga alejando.

—Che, este mate está frío, dejate de joder —apunta Clara, envuelta en olor a tortas fritas que la hace más linda todavía.

Sonrío. Miro esa panza que crece mes a mes y me pregunto si no estaremos locos. —Dame un minuto que lo caliento —respondo y le robo un beso, mientras el atardecer se posa sobre el salón comunitario.

Anoche, en televisión, un periodista (Julián Guarino, C5N) contó que antes de ingresar al canal se encontró con una pareja que repartía comida caliente a personas de situaciones de calle en Buenos Aires y me acordé de este relato, que integra el libro “Series y Grietas”, publicado por Colisión Libros, allá por el 2015.

Camisa Rosa (o mis libros en la Feria)

Caminaba por la vereda y lo vi. No se diferenciaba del resto de los mortales hasta que empezó a oscilar hacia los costados y con movimientos muy lentos, fue deteniéndose, cual títere sin movimiento. Pensé que caería sobre la vereda desmayado. Pero no. Recuperó el equilibrio y se sentó en un cantero, a recuperar fuerzas.

Camisa rosa, jeans, rondaba los cincuenta años. El pelo ralo dejaba entrever una amplia frente y párpados entornados. Lo observaba calle de por medio, entre los autos que cruzaban frenéticos al mediodía. Me pareció que gesticulaba. De pronto se inclinó hacia la derecha y apoyó la mejilla en el césped. Varias personas pasaban a su lado y desviaban su atención. La indiferencia incondicional de algunos argentinos.
Preocupado, crucé la calle a ofrecerle mi ayuda. Entonces se sentó, me miró y se desvaneció en el aire. Sentí el impacto, mi cara contra el asfalto, la sangre sobre el pavimento, la oscuridad.
Cuando desperté estaba de pie y los paramédicos hacían lo posible por revivir un cuerpo que se parecía al mío. No necesité mirar al costado para saberlo a mi lado. Camisa rosa, jean gastados. Rondaba los cincuenta años.
Relato que integra “Series y grietas”, publicado por Colisión Libros y que podés encontrar en el Pabellón 322 Azul, de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, hasta el 13 de mayo.
También hay ejemplares de la novela  “El porvenir es una ilusión, que inicia así:

I
La noticia no me sorprendió, como si sólo fuera cuestión de tiempo para que la certeza tomara cuerpo y no naufragara en las traiciones de la esperanza. Salí al patio y me refugié unos instantes bajo el parral. Algunos rayos de sol se colaban entre las hojas y anunciaban la dureza de un verano diferente.
Una de mis hijas –la que no conoció Martín– luchaba por atarle el pelo a una de sus muñecas mientras la embadurnaba con barro. “Es crema para la cara, papá”, se atajó ante mi vistazo indisimulado.
El Negro odiaba el calor. Aseguraba que era para burgueses venidos a menos y oficinistas pálidos, ansiosos por hacinarse en playas atiborradas de turistas. Su recuerdo es como esas huellas de nuestro cuerpo que coinciden con los secretos de la memoria. Están ahí y tienen su historia, sus confidencias, sus humores. Están ahí para demostrarnos que estamos vivos.
En los días leves tenía la esperanza de que mi amigo viviera en algún país europeo (siempre pensé que podía ser escandinavo) y que se negaba a volver a casa por resentimiento, amargura o demasiada melancolía.
En los días espesos, su ausencia hería el alma.
Como hoy.
Todavía conservo sus cartas. Una de las últimas, fechada en diciembre de 1978, lamentaba el triunfo de Argentina en el Mundial. Sin embargo yo podía leer entre líneas —porque para eso son los amigos— que todavía tenía la confianza suficiente para iniciar el camino de regreso.
En cada sobre de remitentes falsos como Calle de la Buena Vida o el Libertador de América, había un párrafo para nosotros, Flores, y aquel breve paso por La Colonia. Todo camuflado con frases como “no puedo olvidar el aroma del perfume que tenías aquella tarde” o “no descuides a mi jardín rechoncho, espero que no se haya llenado de cardos rusos”.
Más de una vez estuve tentado de contarle que mi versión de consignatario de hacienda se había ido al diablo, pero me contuve. O que pasé varios meses en la cárcel “por las dudas”. Mi tiempo a la sombra acabó con mi negocio y confirmó la intuición de que las botas de cuero, ponchos caros y cuchillos de plata no congenian con los que cuestionan el orden impuesto. Y darle una mano al Negro fue una afrenta que no me perdonaron.
Fueron tiempos duros. Subsistimos gracias a la resistencia sublime de Claudia, que siempre se las ingenió para traer un pedazo de pan a la mesa. Algunos ahorros, bisutería, venta de cosméticos y otras baratijas lograron capear el temporal. Transcurría el año 1983 cuando  Alfonsín aseguraba que con la democracia se come, se educa, se vive y la tormenta pareció alejarse del horizonte.
Creo que esos años sirvieron para despedirme de los mandamientos familiares. No porque fueran una carga sino porque cada uno debe transitar su propia senda y la mía parece surcada por libros, citas y alumnos a los que trato de contagiar mi entusiasmo por las palabras, con su miríada de versos y relatos.
Acaso como éste, que subyace mientras la vida pasa y reclama por saldar una deuda pendiente, deuda que no tiene que ver con el dinero sino con nuestra piel, habitada por sueños, miserias o lealtades. Como la vida misma.
Y si fuera posible reducir nuestra historia a varios relatos, uno de ellos estaría atravesado por llamadas telefónicas: una que recibí de Flores preguntándome por el Negro y otra que le devolví al mes siguiente pese al miedo y la incertidumbre.
Cuando colgué el teléfono, aquel 29 de junio de 1976, supe que había cruzado una línea. Pero no había vuelta atrás. Ignoro si el interventor de La Colonia me confesó el operativo porque sospechaba de mí o porque simplemente tenía que contárselo a alguien. Era una rata, un servil con el poder que disfrutaba muy bien de su rol social.
Lo cierto es que su soberbia me permitió saber que iban de nuevo tras mi amigo y mi advertencia no sorprendió a Flores. “¿Por qué lo hace?”, preguntó. “Por la misma razón que usted”, creo que contesté. Después los días se tornaron cenicientos y fueron cubiertos con un velo tenue y solidario, acorde con un invierno que parecía interminable.
Me encontraba en prisión cuando el comisario me contó que los grupos de tareas habían arrasado mi casa e incendiado mi biblioteca. Los pormenores de la huida del Negro los tuve cuando recibí su primera carta desde Brasil. Simulaba ser un primo de Claudia que llevaba tiempo sin escribirnos y recordaba una lejana visita a La Colonia.
Yo había recuperado la libertad hacía poco tiempo y la noticia fue un alivio para nosotros. Intuí que Flores me debía una explicación y fui a verlo. El hombre ya vivía en la ciudad y soportaba el desprecio de sus camaradas, quienes lo consideraban un inútil, un perdedor derrotado por el whisky, confinado a pudrirse en oficinas sofocantes.
El comisario me citó un día en su casa; la del barrio policial, la que continuaba sin Leonor pero recibía las visitas domingueras de su hijo. Su jardín abandonado contrastaba con las rejas nuevas y el césped reluciente de las casas vecinas. Era un paria entre sus pares, el diferente de la manada, el disconforme que disfrutaba de su rol dentro de una institución rígida.
Allí me contó que la idea había sido suya. Que no lo habían planeado pero Ramírez había facilitado las cosas. También que Martín estuvo escondido en el caldenal, hasta que llegó la ayuda. No me lo confesó, pero creo que se alegró cuando le mostré la carta recibida. “Manténgame al tanto”, deslizó.
Es curioso el vínculo que puede formarse entre dos hombres. Nunca nos frecuentamos pero siempre nos tuvimos presentes, como aquella vez que apareció en casa, me dejó mi ejemplar de “La Ilíada” y un cuaderno con anotaciones de Martín, de su exilio interior. “Lo encontré cuando hacía el bolso”, agregó luego de confirmarme que La Colonia había sido abandonada tras el cierre del destacamento policial.
Quizás por eso, porque no puedo explicarlo o porque simplemente debo mantenerlo al tanto, es que vine a verlo y estamos frente a frente, en su oficina de detective privado que huele a misterio rancio y rincones húmedos, a perfume barato y maridos engañados.
—Página 3, nacionales, arriba a la derecha —dije.
Releyó la nota un par de veces y tiró el diario sobre la mesa ratona. —¿Ahora qué hacemos?—preguntó.
Le mostré mi bolso de viaje.
—Me voy a La Colonia, ¿quiere venir?
—¿Por cuánto tiempo?
—El necesario. Necesito contar esta historia y los detalles están allá.
Flores me miró.
—Está loco Leandro. Déme unos minutos que junto unas cosas.
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES
25 de abril al 13 de mayo. Stand 322  – Pabellón Azul
Cámara Argentina del Libro

Santitos

No suelo promocionar mis libros. No me sale, no está en mí. Creo más en el trabajo silencioso, si es posible constante, premisa que cumplo a medias. Podría enumerar elogios en privado (tu libro ahora ya está en poder de un amigo, porque libros como estos no se quedan en las estanterías. Van en las mochilas, en las carteras, bien apretaditos contra el cuerpo, contra el pecho), me escribió (a propósito de “El porvenir es una ilusión”) un lector  y creo que es un gran destino para lo que uno escribe, la circulación de mano en mano, del boca a boca.

También le temo a las poses o figuras de las y los escritores. A veces me gusta definirme como laburante de la palabra que —de paso— incluye a mi oficio diario de trabajador de prensa.

He perdido la urgencia de publicar, una etapa más en este oficio de escribir y lo único concreto es que leo y leo, comparto algunos textos y de tanto en tanto escribo, mientras demoro el cierre de una nueva novela, acaso con demasiadas voces dispersas.

Hoy me desperté y leí unas generosas palabras sobre “Series y Grietas”, obra editada por Colisión Libros y presentada en la Feria Internacional en Buenos Aires, allá por el 2015. De más está decir que agradezco profundamente el comentario.

Fui al libro y quizás porque la publicación se iniciaba con el calor, me acordé de “Santitos”.
Les dejo el cuento a continuación.
Santitos
El calor era agobiante y acentuaba mi desánimo. Crucé la calle polvorienta y toqué la puerta señalada. Cuatro golpes. Una, dos, tres veces, según la seña sugerida.
 “A mí me ayudó”, había dicho el Roque y se empinaba la botella. —Queda la baba, ¿la querés?, —señaló mostrándome el resto de cerveza. Rechacé el convite, guardé la dirección en mi bolsillo y apoyé la cabeza en el paredón. La vecina de enfrente nos espiaba desde la ventana. Casi todo estaba en su lugar.
 “La extraño”, le confesé y mi amigo me palmeó la espalda. “Andá a ver a la vieja, haceme caso. Te puede dar una mano; yo recuperé a la Negra gracias a ella. Y mirá que es brava la petisa, ¿eh?”. Lo cierto que ahí estaba. Parado frente a una puerta de chapa salpicada con estampitas de santos que no había visto nunca.
—¿Quién es? —dijo la voz apagada.
—Me envía el Roque —musité.
—¿Quién?
—El Roque. Dijo que usted me podía ayudar.
—¿A qué?
—Necesito recuperar a una mujer…
—¿Y qué hiciste? —escuché del otro lado de la puerta.
Miré la chapa oxidada. Parecida a la carta que me jugaba. —¿Me puede abrir, por favor?
—Ella no es de por aquí, ¿No?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sino el Roque no te hubiera mandado —oí que quitaba el pasador de la puerta y la chapa dio lugar a una vieja arrugadísima con el pelo hasta la cintura.
—Pasá, Ramiro.
—¿Cómo supo mi nombre?
No me contestó. Sólo se corrió a un costado, cediéndome el paso.
La habitación estaba en penumbras y me costó unos segundos habituarme a los sahumerios encendidos. Velas y una música coral decoraban el ambiente.
—Sentate —dijo y señaló una pequeña banqueta. Nos quedamos frente a frente. —¿Qué hiciste? No me contestaste la pregunta.
—No preguntarle su nombre, ni cómo ubicarla. No la puedo olvidar.
—¿Dónde la conociste?
—En lo del Kevin. Alta fiesta con el primer sueldo en la fábrica. ¿Lo conoce? Vive contra las bardas, ahí donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—¿Dónde están las cruces?
—Sí. Esas. Las que crecen con el tiempo y nadie ve o quiere ver.
—Todos le huimos a la muerte.
—Pero esas muertes están hechas de balas y puñaladas, de enfrentamientos que nadie se cree y cuentas sin saldar, siempre perdemos los mismos, ¿sabe?
La vieja me miró. Creí percibir un brillo en sus ojos claros.
—Lo sé. Contame de la chica.
Miré el piso de cemento, cubierto de una pátina blanquecina.
—La verdad, estaba bastante aburrido hasta que la vi. Apareció en la puerta: musculosa blanca, piel morena. Si la lindura era posible, se encontraba ahí. ¿Los ojos? De un negro profundo y un andar que levantaba hasta los muertos. Se acercó y me saludó. Le pregunté quién era. No contestó. Solo sonrió y me tomó la mano. Nos fuimos afuera… el resto se lo imaginará.
—¿Qué pasó después?
—Volvimos por unos tragos. Entonces se inició la batahola y oímos las sirenas. Nos desbandamos y ella desapareció. La busco desde hace días, ya no sé qué hacer.
—¿Has pensado en la posibilidad de que no fuera de por acá?
—Eso ya lo sé. Recorrí toda la barriada y nunca la encontré.
—Justamente —dijo la vieja. —De más allá —agregó señalando hacia las cruces, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—No se burle. Además lo que dice no puede ser posible.
—¿Por qué no?
—Porque la sentí, estuvo conmigo.
—¿Y quién te dijo que no pueden sentir?
—Usted me está cargando, déjese de joder.
La vieja se levantó y desapareció por unos instantes. Volvió con un diario amarillento y una estampita.
—Mirá.
Vi la foto y palidecí. La noticia tenía varios meses, un siniestro de tránsito.
—No entiendo.
—No todo se entiende ni puede explicarse.
—¿Cómo sabía que era ella?
—Porque no sos el primero que viene.
—¿Atraparon al tipo? Acá no lo cuentan.
—No lo sé—Se puso de pie y dio por terminada la conversación.
—¿Sabe? No sé si creerle.
La vieja se dirigió a la puerta, me dio la estampita y me miró a los ojos. —Por el pasillo central, cuarta fila, a la derecha. La tercera cruz, por si te animás, tiene esta foto —dijo parada en el marco.
—¿Le debo algo por esto?
—Nada. Le gustan las calas, poné una en tu casa y rezá la oración que está aquí detrás —agregó señalando el papel.
—Yo no creo mucho…
—Pero necesitás seguir adelante —respondió y cerró la puerta.
Salí de allí. El cementerio se veía en la lejanía, contra la barda, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué. Recorrí las pocas cuadras que me separaban de él y compré las flores. Pero no me animé a entrar. Necesitaba llegar a casa y ponerlas en agua.