Zona de colaboraciones: “Luz” y “El paño rojo”, de Marcelo Rubio

Hacía mucho que no llovía en el pueblo de Salina Seca; tanto tiempo había pasado que los mayores no recordaban la existencia de la palabra “lluvia”, y los más chicos ni siquiera podían imaginar lo que era ver el agua caer desde las alturas. A veces, muy de vez en vez, el cielo dejaba escapar algún rezongo y el horizonte se fisuraba en un relámpago imperfecto. Pero cierta noche de febrero sopló una brisa húmeda, deliciosa, las nubes se arremolinaron en el este para hacerse espesas y con una decisión propia de los cielos encapotados, avanzaron en silencio para dejarse llover. Quizá porque hacía tanto que no llovía en Salina Seca y hasta los cielos estaban confundidos, o porque no siempre las cosas tienen que ser idénticas hasta lo indecible, esa noche llovió luz. Gotas de luces de todos los colores que fueron iluminando las calles. Gotas gruesas, finas, hirientes como agujas, bamboleándose en las copas de los árboles, haciendo equilibrio en los cables, dando pinceladas iluminadas en los jardines. Los mayores creían recordar que las lluvias habitualmente no eran así, pero no estaban muy seguros.

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Uno no puede hacer nada con la fe de los otros

En un pueblo donde los trenes eran un recuerdo que ni las vías se permitían nombrar, todos esperan un milagro para sentirse vivos.
Hasta allí llega Carlos Andrada, restaurador de imágenes sagradas, con el fin de reparar una estatuilla del siglo XIII. Lo esperan los pobladores que todavía resisten gracias a la fe, personajes con sus miserias y secretos que ven en la llegada del forastero la esperanza de un renacimiento.

Un rengo ex combatiente, un peluquero por necesidad, una bella mujer y un intendente que sueña con ser gobernador si se concede un milagro de dudosa reputación, son algunos de los personajes de esta novela de Rubio que cuestiona los poderes constituidos y retrata la agonía de quienes todavía no se resignan, que tejen rutinas para no saberse olvidados.
El micro me había dejado sobre la ruta y tuve que andar entre pastos procurando localizar un sendero angosto, hasta desembocar en el andén donde me recibió el escándalo de unos pájaros acostumbrados a las ausencias, manifiesta el narrador que, poco a poco vislumbra para qué ha sido convocado por el cura del pueblo.
Negocios abiertos a los que no entra nadie, diálogos en un cementerio y el andén abandonado como testigo de sueños truncos, forman parte de un paisaje entrañable y melancólico. Resoplé, dejé los ojos fijos en los durmientes. Esas vías no volverían a ser útiles; sin embargo, seguían mostrando una bravura que solo podía emocionar a los sensibles. En medio de la pampa húmeda recordé a mi viejo y el último tren del sur, medita el narrador para dar paso —quizás— a la escena más conmovedora de la novela, la del cierre de ramales ferroviarios que asesta un golpe lapidario a pueblos y personas.
Yo tenía veinticinco años cuando hice rodar el hierro sobre los rieles. El servicio ya había sido clausurado hacía unos años, un fin de verano. Ninguno en el pueblo quería que llegara un nuevo invierno, traer uno viejo era imposible. El día de la clausura, mi tío Eufragio vino a casa, yo me preparaba para irme a la Capital y empezar la universidad. Se lo veía cansado, tenía la espalda encorvada. Solo dijo “Es hoy, ya viene”. Mi padre fumaba, lo miró con una tristeza pálida que le había nublado la esperanza hacía años. “Lo sé, no tengo ganas de ir”, respondió. Mi padre peinaba una vejez insulsa, mi tío había sido feliz hasta ese día en que llegaría a la estación el último tren del sur. Ellos debían guardar la máquina en el galpón, dejarla bajo llave hasta nueva orden. Los vagones quedarían a la intemperie para que el tiempo hiciera lo suyo, para que todo el pueblo los viera agonizar. “Nos condenaron”, habían sido las palabras de mi padre al recibir el telegrama del gobierno ordenando terminar el servicio. “¿Cómo vamos a pasar los inviernos?”, había preguntado mi tío y como respuesta obtuvo un silencio opaco. Pregunté si había algo que pudiéramos hacer, mandarle una carta al presidente, tratar de hablar con algún ministro. “Ya está todo jugado”, respondió mi padre. Aquel día del verano se calzó por última vez su traje de jefe de estación, besó el retrato de mi madre y salió con mi tío a recibir al último de los trenes. Pedí acompañarlos y me dejaron. No solo eso, cuando el motorman entregó la máquina en medio de abrazos y lágrimas, mi viejo me hizo subir y me enseñó a manejar con la única promesa de que jamás olvidaría cómo hacerlo… A veces, en tardes como esta, sentado solo en algún pueblo, me juraba que un día iba a escribir la historia, esa historia, la del último tren del sur.
Y en este pueblo, los sueños no son con trenes. O sí y en forma de milagros. La fe es lo más peligroso que tiene el mundo. Se mata por la fe, se tortura, se condena. Uno es capaz de manejar la fe propia, pero no puede hacer nada con la de los otros. Y la de los otros produce lo improbable, atesora y revela secretos.
En El Cristo Roto la escritura de Rubio es un relato que recupera historias entre durmientes, andenes y veredas vacías, un acto de fe contra el olvido, un bálsamo contra el escepticismo para que alguna vez se sepa que hubo días mejores, en que los hombres soñaban junto a los trenes.

(Foto: Adrián Pascual Estación de Ferrocarril de Utracán – Facebook Patrimonio La Pampa)
Publicado en Plan B Noticias

Inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños

En Laguna Profunda, los escasos pobladores que todavía permanecen tejen una rutina contra el olvido. Esperan un barco en una laguna seca, beben en un bar, almuerzan y cenan conejos como único menú.
El pueblo tuvo su momento de gloria con Ruiz, boxeador que hizo besar la lona a Muhamad Alí y cuando parecía que alcanzaba la gloria, decidió no continuar la pelea dos asaltos después y refugiarse en su tierra. Allí, cuarenta años más tarde, viaja el periodista Oscar Raimondi en busca de declaraciones exclusivas, bajo la amenaza de perder su trabajo.

Laguna Profunda tiene un comisario que hace changas de remisero, cazadores furtivos que mantienen a raya a los conejos, un hotel sin huéspedes y una curandera, entre otros personajes. El realismo mágico se filtra entre la neblina ya que «nunca se sabe que es lo que trae la niebla». Casi nada es lo que parece desde que la laguna se secó de un momento a otro, llevándose la vida pero dejando a los pobladores.
Lo que trae la niebla es una novela de búsqueda, con situaciones delirantes y personajes que construyen un sentido contra el abandono.Un pueblo de ausencias, como sostiene el conserje del hotel. También el nombre de Ruiz como gloria y misterio, mientras todos esperan la llegada de un barco sobre un lecho seco.
Haikus en cajas de fósforos y bonsái de sauces, forman parte de lo cotidiano, como si el arte fuera el anclaje para mantener la cordura: «—Yo creo que el arte debe ser así, breve, efímero. Las estatuas deberían ser de hielo, ser contempladas una sola vez. El artista podría volver a hacerlas, pero no serían iguales. Los libros, escritos en barras de jabón o en tabletas de barro, para leerse solo una vez. El arte siempre es mejor cuando uno lo recuerda, porque la mente selecciona lo que la conmovió. Releer es descubrir desencantos», plantea el comisario.
La misteriosa sequía de la laguna es uno de los temas de la obra y por la cual se tejen innumerables historias. Es que, como en El Decamerón , de Giovanni Boccaccio, se cuenta para no morir.
«Mire, yo no soy médico, pero fue como una autopsia, fue ver lo que uno no quiere, lo que uno se niega a sospechar. Sentir un nudo en la garganta y sembrar en los otros, en todos los otros, una esperanza. Uno advierte, a media que pasan los días, cómo la esperanza se marchita, que el agua no vuelve, y nunca más conjuga en futuro el verbo “volver”. Por más lluvias que caigan, nada será lo que fue. Y entonces nos inventamos historias. ¿Sabe para qué? —No —dije dando un bocado al conejo. —Porque es la única forma de forjar nuevos sueños. A un tipo se le puede prohibir todo, le aseguro, todo. Desde no ser feliz, no ser libre; le pueden desordenar la mente, pero no le pueden quitar los sueños».
Lo que trae la niebla es una novela de supervivientes cuando nada queda. Y para eso, es necesaria afirmar ciertas rutinas, como pescar en el lecho de una laguna seca. «Me quedé mirando unos minutos más a esos hombres agazapados. A veces basta con observar para comprender. Cuando perdemos el rumbo, lo único que nos ata a la tierra es lo cotidiano, esa abulia de la que tratamos de huir hasta que se nos vuelve indispensable. Los hombres no hacían más que tratar de no perder aquello que los mantenía vivos. Es necesario atarse a una esperanza, para sobrevivir, para apostar por otro mañana».
Y contar es pasar por la memoria, seguir en pie  porque no hay otra alternativa más allá de las palabras, porque inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños.
Lo que trae la niebla
La novela fue editada por Indómita Luz en el año 2018. Marcelo Rubio nació en Argentina en 1966, es licenciado en Comunicación Social y conductor del programa “Kriminal Mambo” en AM530. Es autor de los libros de cuentos Fútbol sin tiempo, Nueve relatos atravesados en la garganta, Bajo el signo de Eva, Cuentos de la Strada, Lo que trae la niebla y recientemente El Cristo roto.
(Foto libre de Pexels) 

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