El peón

Imagen: Needpix.

Negra y verde. Guardaba las piezas ahí. Papá, su voz. Sentado bajo la parra miraba más allá de la enredadera que trepaba por la pared del patio. Catalán era. Bueno, eso decía tu abuelo.

El llamador de ángeles cuelga del farol. Oxidado y cubierto de telarañas emite un tintineo de bienvenida. Los tubos se entrechocan, preludian el aguacero oscuro que se parece a la casa a la que demoro mi ingreso. Jugueteo con el manojo de llaves enlazadas al motivo de Molina Campos que le compré de apuro en la terminal, en esa visita en que la Pauli me dijo que le quedaba poco y él comenzaba a desvariar, enmarañado entre la realidad y los sueños, como su enredadera.

¿Te conté que huimos de la guerra? Franco perseguía a todos los que pensaban distinto y mi padre —tu abuelo— se cansó de las humillaciones del patrón y le partió la azada en la cabeza. Se subió a un barco y llegó acá. Se escondió en Mendoza. Trabajamos en una finca. No sabíamos leer ni escribir. Pero estaba ese otro, no me acuerdo como se llamaba. Un tipo fornido, joven pero con la cara llena de arrugas. Tenía una cajita. Verde y negra. O negra y verde, no sé. Y el tablero de ajedrez. El cuaderno, un lápiz.

Luego de un forcejeo con la cerradura, la madera cede con un quejido seco y altera la calma del barrio. La luz entra en el comedor. Mi casa de la infancia. El hogar de siempre de los viejos. El espacio es más chico, falta la mesa redonda en el centro, las sillas de madera y los almohadones a cuadros. Sobran los recuerdos. Sin cerrar la puerta, abro uno de los ventanales y la luz espanta las penumbras.

En una de las paredes hay un almanaque del Almacén. El año del mundial de fútbol, círculos marcados en el mes de junio, la fecha de mi cumpleaños. También la de Pauli y mamá.

Giro a la izquierda para toparme con la cocina. Abro la puerta que da a la pequeña galería, con sus cerámicos blancos y negros. Apoyada contra la pared está la bocina gris, el armatoste que el viejo colocaba arriba de la coupé Renault, para recorrer las calles del barrio y anunciar las novedades del almacén.

¿Sabés lo que hacía ese catalán porfiado? Nos enseñaba a leer en las barracas. A la luz de las velas. De noche. Y a jugar al ajedrez. No sé si porque yo era más avispado o porque le prestaba atención, pero aprendí rápido, me tenía cierta simpatía. Pero lo bueno no dura. Nunca. Alguien lo delató. Y una noche, cuando llegamos agotados de trabajar la caja verde y negra estaba destrozada en el piso, las piezas de madera rotas, el lápiz quebrado. Levantó un peón negro del piso y me lo regaló. «Para que no te olvides», dijo. Luego recogió las piezas que encontró y se tiró en el camastro.

Miro la bocina muda, a la espera de alguna revelación. Me veo al lado del viejo, en el asiento delantero mientras él manejaba con la mano derecha y con la izquierda impostaba la voz. «Batata, papa, remolachas, señora. Aproveche las ofertas señora, también tenemos los últimos números de Para Ti y Gente». Yo le ayudaba con el cambio y no había nada más importante que pasar por la casa de Malena, tener la suerte de encontrarla afuera con su pelo negro y largo hasta los hombros.

Imagen: de este sitio.

Al fondo la enredadera. «¿Me vas a ayudar a ordenar sus cosas? No puedo entrar», Pauli y el temblor en su voz. Nos abrazamos. No quiero mirar de reojo, temo encontrarme al viejo en su mecedora.

Al otro día lo echaron. Por lo menos eso fue lo que nos dijeron. Y nadie salió a defenderlo. El trabajo en la finca no duró. Papá cambió de pago y se deslomó para que termináramos esta casita en la barriada. Y bastante tuvo que ver esta pieza de ajedrez. Sí, no te rías. Fijate si no, a vos se te dio por eso de la lectura, y por enseñar. Como el catalán. Verde y negra era. O Negra y verde, no me acuerdo tanto.

Regreso a la habitación. Todavía está el tubo de oxígeno, las sábanas revueltas. La cara sonriente de mamá que lo mira desde la mesa de luz. ¿Él comenzó a apagarse cuando se fue? Un libro de cuentos y una foto de la familia como marcador. El placard abierto, su ropa. Quizás esto sea más difícil de lo que pensé.

El maullido me sorprende. No sé si de bienvenida o reproche, pero se pasea entre mis piernas. Vení, vamos a ver qué encontramos. Dejo la leche sobre la mesada y lo veo. Descascarado y valioso, entre la cafetera y la radio, está el peón negro.

Un comentario en “El peón”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *