Los nombres de la lluvia

Llueve. Las palabras se demoran. Abro la puerta balcón y dejo que el olor a lluvia pasee por la casa. Petricor, se ha difundido por ahí. Para la RAE, no existe. Igual no concilio con ella. Y busco otras.

Aparece un artículo. Elijo reiu (lluvia fría) y kanu (lluvia fría de invierno), del japonés.

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Cuesta existir cuando no te reflejas en la mirada del otro

Grata sorpresa, mientras avanzo en la lectura, sutil, sin golpes bajos, por lo menos hasta ahora. Historia cómplice y confidente, aovillada. Seres disímiles que se cruzan, un relato que sostiene, resignifica, da cuenta de una falta. Cuando no. Lecturas que remiten a otras.

De alguna manera me transportó a casa. Las revistas de la Editorial Columba. Helena, en Intervalo, algún que otro libro de Danielle Steel, en la biblioteca y otros bestsellers de los ochenta. Textos que dialogan con otros. Y también con los recuerdos.

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El papelito rosado

Mientras el sol del mediodía pinta de blanco el cemento de las veredas y construcciones, otros colores caen desde la ventana abierta de un edificios de oficinas, a treinta y cinco pisos de altura. Ahora, sobre la vereda impactada, un cuerpo envuelto en un traje oscuro barato exhibe el interior de sus órganos, manando sangre que repta con la lentitud propia de un líquido semiespeso.

Alrededor se forma un círculo de gente. Charlas, comentarios, celulares tomando fotos. La muerte se transforma en centro de atención. Observar un cadáver conforma la última línea de defensa contra la nada: ver la muerte en otro, verla y no experimentarla, estar en presencia de un cuerpo vaciado de vida que -por ahora, sólo por ahora- no es el propio. Esa incompatibilidad entre observar y morir es la razón por la que no hay espejos en las salas velatorias.

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Una brisa en la mañana

Leo por la mañana. Esta vez, en el universo caótico de libros, a Alejandra Kamiya en El sol mueve la sombra de las cosas quietas, editado por Bajo La Luna e inevitablemente pienso en el tiempo, que a veces no tenemos, que malgastamos o también que exprimimos hasta el último segundo.

Personajes que se toman las pausas necesarias, se apean al lado del camino y observan los cambios a su alrededor. O fuman en una plaza y “esa brasita que se apaga y se enciende, marca un ritmo de tregua, de paz”.

En los gestos de la sal, el amor y las flores. “Parados uno frente al otro, primero se miran, después ya no se atreven. Tampoco se hablan. Pero Anastasio sonríe. Y a ella la sonrisa se le rebela y se hace risa plena”.

“Por fin él dice “Vayamos a los árboles”. Y ahí se encuentran, cinco veces. Se dicen las mismas palabras que todos los enamorados de todos los tiempos”.

También rosas que “parecen la envoltura de un corazón. Una envoltura paciente y delicada, como las capas de ropa de una reina”.

Una escritura contemplativa y de pausas -la misma que me tomo para escribir estas líneas y acomodar pensamientos- a tono con la mañana de domingo.