El eco de tu ronquera

Respirabas con tranquilidad, sabiendo que velaba por tu sueño, que alguien rumiaba insomnio por vos y que el mundo podía ser un lugar para vivir si nos lo proponíamos.

Moría por contarte sobre nosotros y ese futuro que estaba al alcance de la mano. Soñaba con que todo fuera de otro modo, bajo un cielo que nos envolviera con una sonrisa. No sé si aquello era amor. Pero se le parecía.

Solía despertarte con versos ajenos. Te dabas vuelta y sonreías, esa sonrisa tan tuya, acompañada por el brillo de unos ojos que no eran míos y ni de nadie, en un tiempo tan enrarecido como nuestro desánimo.

Afuera el mundo se desangraba y había perdido la gracia de vivir. Nos vestíamos despacio, sin decirnos nada y volvíamos a nuestras vidas: a vos te esperaba el trabajo en los barrios y tu militancia en la organización. A mí los bares anónimos y una bohemia marchita enfundada en un sobretodo, junto a mis advertencias vanas de que te cuidaras.

Uno de los últimos recuerdos que tengo es la afonía de tu desesperanza, cuando los espacios para querernos comenzaban a ser mezquinos y acompañados de clandestinidad. Ya sabía que no podría convencerte para que retrocedieras. Te lo había insinuado en la pensión mientras besaba todos los lunares posibles y el reproche de tu mirada había sido lapidario.

Al final llegó la masacre, como si todo estuviese predestinado y no hubiera forma de torcer un destino trágico. El eco de tu ronquera apareció de improviso, después de oír a esa chica –quizás una nieta– flanqueada por los pañuelos blancos. Supongo que si la vieras esbozarías una sonrisa y yo intentaría robarte un beso furtivo, los que todavía extraño en los días sin cuerda.

(A propósito del mes de la Memoria y el negacionismo de La Libertad Avanza).

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