Pasaje suprimido en El largo adiós, del libro A mis mejores amigos no los he visto nunca, cartas y ensayos selectos, de Raymond Chandler.
Algo más de El largo adiós, cuando lo injusto se hace cotidiano.
Cuaderno de notas, textos, reseñas; de Horacio Beascochea.
«La literatura no es más que amor y trabajo. Concibo otras formas, pero sólo estoy tratando de ver la mía. Antes creía que sin saber nada, sin comprender los secretos de la palabra y la forma, de una manera puramente instintiva (genial) se podía llegar a dominar el idioma. La literatura, me decía, no es sólo sintaxis o adverbios o cópulas o gerundios, es, sobre todo, ideas. Y es cierto. Pero no comprendía que al pensar “no sólo es” admitía de algún modo que también era eso. Porque al fin me he dado cuenta —al cabo de cuántos versos, de cuántas páginas estúpidas— de que se debe trabajar la forma, no para hacerla “bella” —aunque esto solo podría justificar algo— sino para poder decir aquello que se quiere decir, y no exactamente lo contrario o apenas una triste parte. Trabajo: eso. Nunca tengo grandes ideas, acaso nunca las tendré, pero al menos puedo decir tan claramente como es necesario las pobres ideas que tengo.
Continuar leyendo “La literatura no es más que amor y trabajo”Miraba un viejo cuaderno y recupero algunos apuntes sobre el taller literario que dictó Alejandro Finzi en la Universidad Nacional del Comahue. Transcribo algunas anotaciones:
Continuar leyendo “El libro para un escritor es el pan”Engañar el tiempo con lecturas. A la espera de una definición y con la esperanza ingenua de que tengamos los anticuerpos necesarios para frenar los discursos de odio y la reivindicación de la dictadura.
Continuar leyendo “Una música barrida por la brisa”«La mitad del camino que recorremos no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez deberíamos salir, tomar con espíritu de aventura por el camino más corto, y nunca regresar, preparados para enviar de regreso a nuestros desolados reinos, solo nuestro corazón embalsamado, como una reliquia. Si estás listo para dejar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa e hijo y amigos, y nunca volverlos a ver, —si has pagado tus deudas, has cumplido tu voluntad, has resuelto tus compromisos y eres un hombre libre— entonces estás listo para una caminata».
(p.17).
«Cada atardecer del que puedo ser testigo me inspira el deseo de partir hacia un oeste tan lejano y hermoso como la puesta del sol. Él parece migrar hacia el oeste diariamente e intenta que lo sigamos».
(p.33).
(Thoreau, “Caminar”, Buenos Aires, Interzona Editora, 2109.
Llueve. Las palabras se demoran. Abro la puerta balcón y dejo que el olor a lluvia pasee por la casa. Petricor, se ha difundido por ahí. Para la RAE, no existe. Igual no concilio con ella. Y busco otras.
Aparece un artículo. Elijo reiu (lluvia fría) y kanu (lluvia fría de invierno), del japonés.
Continuar leyendo “Los nombres de la lluvia”… Era riojano, tal vez. O jujeño. O a lo mejor, ninguna de las dos cosas, pero a mí, no sé por qué, me gustó que fuese jujeño, del mismo modo que elegí tu risa: un matiz sombrío de tu risa, que si no existió debiera haber existido. Literatura, supongo. Las palabras que hacen tan fácil una lluvia, que se meten en la vida (mi vida) y la desplazan, desalojan tu cuerpo real y tus ojos -pardos, raros, parecidos a los de otra mujer y tal vez por eso te dije que te quería, o te quise- ojos que en algún momento de esa primera noche me hicieron decir una idiotez, salpicados como eran de puntitos negros, de gata, eso fue lo que dije. Y vos te burlaste. «Es fatal», dijiste sonriendo: «Los gatos, las brujas». Tenías la voz oscura, alargada en un canturreo. Cierto, dije molesto, la originalidad. Me mirabas. Que la originalidad se la regalo a los que no tienen otra cosa. Dijiste que no era para tanto y dejaste de sonreír. Después no sé.
Una de esas conversaciones caóticas y disparatadas que son como tanteos o como señales luminosas emitidas en la oscuridad por dos que se buscan, cuando uno ya siente que se orienta hacia el otro, que se aproxima al centro de otra incógnita. Una especie de juego en la que la carta mágica puede aparecer en cualquier momento
Castillo, Abelardo, «Crónica de un iniciado», edición digital.
Mientras el sol del mediodía pinta de blanco el cemento de las veredas y construcciones, otros colores caen desde la ventana abierta de un edificios de oficinas, a treinta y cinco pisos de altura. Ahora, sobre la vereda impactada, un cuerpo envuelto en un traje oscuro barato exhibe el interior de sus órganos, manando sangre que repta con la lentitud propia de un líquido semiespeso.
Alrededor se forma un círculo de gente. Charlas, comentarios, celulares tomando fotos. La muerte se transforma en centro de atención. Observar un cadáver conforma la última línea de defensa contra la nada: ver la muerte en otro, verla y no experimentarla, estar en presencia de un cuerpo vaciado de vida que -por ahora, sólo por ahora- no es el propio. Esa incompatibilidad entre observar y morir es la razón por la que no hay espejos en las salas velatorias.
Continuar leyendo “El papelito rosado”Los golpes de remo se funden con la respiración.
Las distintas voces de Oskar conforman un todo que, en realidad, no existe.
El propio Oskar deforma su historia. Habla de fallos de memoria, de insignificancias, de desgana. Deslinda fragmentos de la historia y habla escuetamente tamborileando con el índice en el hule. Rara vez responde a las preguntas. No es que las evite, pero sus respuestas siempre son ambiguas y abiertas.
Continuar leyendo “Los golpes de remo”Y a veces, uno piensa que es una persona que escribe. No escritor, que conlleva algo de pose. Sí una persona que escribe.
A propósito de la escritura, Piglia en sus diarios:
Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, su vida era absolutamente trivial. «Me gustan mucho los primeros años de mi diario justamente porque allí lucho con el vacío. No pasaba nada, nunca pasa nada en realidad, pero en aquel tiempo me preocupaba. Era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias», había dicho una tarde en el bar de Arenales y Riobamba.
Entonces empezó a robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con él. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora. Tenía una convicción absoluta y el estilo no es otra cosa que la convicción absoluta de tener un estilo».
Ricardo Piglia, en “Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación”, edición digital.
(La foto es de Pexels).