La verdad para cualquiera es algo muy complejo. Para un escritor, lo que se deja fuera dice tanto como las cosas que se incluyen. ¿Qué hay más allá de los márgenes del texto? El fotógrafo encuadra la foto; los escritores encuadran su mundo.
La señora Winterson protestó por lo que había incluido en mi libro, pero me parecía que el verdadero motivo de su enfado era lo que se había dejado fuera. Hay muchas cosas que no podemos decir porque son dolorosas. Confiamos en que las cosas que podemos decir suavicen el resto, o lo mitiguen en cierto sentido. Las historias son compensatorias. El mundo es injusto, inicuo, inescrutable, incontrolable.
Cuando contamos una historia ejercemos el control, pero de tal modo que dejamos un hueco, una apertura. Es una versión, pero nunca la definitiva. Y quizá confiamos en que alguien sea capaz de escuchar los silencios y la historia pueda continuar, ser contada una y otra vez.
Cuando escribimos ofrecemos el silencio tanto como la historia. Las palabras son esa parte de silencio que se puede expresar.
(De «La cuna equivocada», en ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal, de Jeanette Winterson, edición digital).
Foto de Suzy Hazelwood: https://www.pexels.com/es-es/foto/maquina-de-escribir-negra-y-roja-1995842/
Escribir.
No puedo.
Nadie puede.
Hay que decirlo: no se puede.
Y se escribe.
Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.
Se puede hablar de un mal del escribir.
No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.
Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.
La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez.
Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y avanza, invisible, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida.
Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena.
Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos —sólo lo sabemos después— antes, es la cuestión más peligrosa que podernos plantearnos. Pero también es la más habitual.
La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.
A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.
Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.
(Morábito Fabio, “El idioma materno”, Buenos Aires, Ediciones Gog y Magog, 2014, pp. 9-10)
La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.
Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gélido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impresión de que, si alargara la mano, podría ubicarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay nadie. No está Naoko, ni estoy yo.«¿Adónde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo— ¿adónde ha ido a parar?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes.
(Murakami, Haruki, Tokio blues (Norwegian Wood), Buenos Aires, Tusquets Editores, 2009).
La mayor diferencia entre la prosa y la poesía no radica en una cuestión de ritmo, de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos rubros, en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se reafirma a cada paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa un arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas.
Cuando todo se vuelve demasiado complicado y difícil de abarcar, suelo contemplar una fotografía en blanco y negro que tengo en la pared. Es una foto de cuando yo tenía nueve años. Estoy sentado en un pupitre, en el colegio de Sveg. Cuando veo esa cara llena de curiosidad y la certeza de que todo es posible en la vida, siento que vuelve la fuerza de querer comprender.
“Lo que conoce el pensamiento poético no lo puede conocer ningún otro pensamiento porque la poesía es una conjetura acerca de lo inexplicable. Un modo, quizás el único, de acercarse a las quimeras.
¿Qué es, entonces, la palabra poética y para qué sirve el pensamiento poético?
Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos. Tenía cuidado de lograr una profundidad pareja en todos los trazos, ya que el juego consistía en agarrar el lápiz y, casi sin ejercer presión alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia carretera me guiara por su laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no ahondar en ningún trazo y dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Cuando lo conseguía, el lápiz parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano. Debe de haber sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba descubriendo en cada “viaje” la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero no tan secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto particularmente blando o en alguna desviación de hondura menos pronunciada.
Así, cada trayecto era distinto del anterior; siempre y cuando el pulso se mantuviera estable, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola verdad sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo contribuyó a mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un método para, varios años después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente en algo contribuyó a que entendiera que también la escritura es una cuestión de pulso, de no forzar la red de caminos, de ponerse en la condición de ser guiado por una huella sinuosa y comprobar que escribir es descubrir esa huella y que basta ejercer un poco más de presión de lo debido e intervenir un poco más de lo necesario, para quedar preso en un solo surco y repetir lo ya dicho.
(Morábito Fabio, “El idioma materno”, Buenos Aires, Ediciones Gog y Magog, 2014. pp-83-84)
«Desorientarse en la ciudad […] puede ser muy poco interesante, lo necesario es tener tan solo desconocimiento y nada más —dice el filósofo y ensayista del siglo XX Walter Benjamin—. Mas de verdad perderse en la ciudad —como te puedes perder dentro de un bosque— requiere bien distinto aprendizaje». Perderse: una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja. Según la concepción de Benjamin, perderse es estar plenamente presente, y estar plenamente presente es ser capaz de encontrarse sumergido en la incertidumbre y el misterio. Y no es acabar perdido, sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria, un estado psíquico al que se accede a través de la geografía.