Caminar al abismo como vacas ciegas

Apareció entre las hojas de un libro. Era un barco de papel aplastado. Tiré de las puntas con delicadeza y se abrió listo a flotar, no sin evocar recuerdos de origamis por la casa; encallados en la mesa, bajo la almohada, en bolsillos sin un peso, pero sostenidos «por el corazón sobre todo», canta Estelares.

El barco señalaba una página y una frase subrayada. «Me dije que estábamos rotos y lo estaríamos por mucho tiempo. Me daba pena que camináramos al abismo como vacas ciegas y tampoco quería escapar solo a ese destino que era el nuestro». (1)

Casi escrito para la tempestad que se avecina.

Hojeo el libro. Hay un capítulo, el quince, con una hermosa escena de una banda de músicos tocando a rabiar, en el medio del barro y la nada, como si les fuera la vida en esa melodía.

«Pensé que si Dios existe estaba allí, mezclado con los músicos, dictando el último salmo o abriendo el juicio final. Los del colectivo 152 tocaban un Requiem solemne pero sin tristeza mientras en la línea de la llanura asomaba una brizna de luz rojiza. Parecían espectros que de vez en cuando tendían el brazo para dar vuelta una página de la partitura. El viento les inflaba las camisas y las polleras y a veces les arrancaba las hojas de los atriles. La chica del piano tenía rizos colorados o tal vez eran los reflejos del amanecer. A uno de los violoncelistas le faltaba un vidrio de los anteojos y el tipo del contrabajo tenía que agacharse para acompañar el instrumento que se hundía poco a poco en el barro. Los ladrones llegaron hasta donde estaba yo y se sentaron sobre las parvas de cobre a escuchar con la boca abierta. Cuando el sol se levantó todos estábamos como desnudos. El piano se hizo más negro y la tapa abierta le daba el aspecto de un pajarraco abatido por la tormenta. Los músicos eran doce o quince y se despedían sin rencor de algo que habían querido mucho y por demasiado tiempo. No había otros colores que los del cielo espléndido y los grises del campo me parecieron de una melancolía abrumadora. Mozart debía estar dándoles su aprobación y ellos lo sentían porque en sus caras había sonrisas jubilosas. Hasta que todo terminó. El apoteosis de las últimas notas se desvaneció en un cortejo de hombres y mujeres pequeños que se perdían como hormigas preparándose para un largo invierno. Entre todos subieron el piano con una cuerda y lo ataron al paragolpes. Al arrancar, el 152 dejó una polvareda que tardó en disiparse».(2).

Afuera, dos de mis gatos se lavan sin culpas en una mesa redonda. Me pregunto por qué no nos desprendemos de algunos trastos. También cómo sobrevivir a la violencia y la intolerancia que se avecina. Ahora que lo pienso, la novela es un esbozo de los días, con personajes que deambulan anhelando una salida. Tantas veces empecé de nuevo que por momentos sentía la tentación de abandonarme. ¿Por qué si una vez conseguí salir del pozo volví a caer como un estúpido? «Porque es tu pozo», me respondí, «porque lo cavaste con tus propias manos» (3).

La voz de un locutor en el taxi, la chanza soez de ver o conocer un pajarito, un flashback de los noventa. Pasamos por esto.

Los saqueadores festejan.

Miro tu barco. Aventuro que lo dejaste para que sigamos navegando entre fragmentos y despojos, sin dejar a nadie en el camino, a contracorriente de este circo individualista que camina al abismo como vacas ciegas.

Levanto el origami y lo dejo con mis compañías diarias, las que rodean el teclado y exorcizan fantasmas, una suerte de bitácora para lo que viene. Por más barcos de papel, siempre.

(1, 2 y 3). Fragmentos de Una sombra ya pronto serás, de Osvaldo Soriano.

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