En mi barrio hay días en que las vacas pastan en las veredas y los caballos se pasean impunemente por las calles, como salidos de otro tiempo y espacio. A nadie le sorprende, a pesar de que estemos en el siglo veintiuno.
No faltan expulsados que baten palmas. «Le barro la vereda, le corto el pasto, ¿Me presta una sierra para podarle ese árbol?». Crecen en número, junto a la exaltación de la individualidad y el desprecio a lo diverso, entre otras crueldades.
También hay un supermercado chino y sus ofertas. Allí se congregan vehículos último modelo y quienes ven en cartones, vidrios o cualquier cosa para reciclar, la oportunidad de arrimar algo a la olla.
Y que decir de la panadería que regala pan caliente a los que baten las palmas casa por casa. Bocanada de solidaridad.
De la lejanía, música del altiplano. Quenas y sikus son interrumpidos por la voz pastosa: «la papa, la batata, la cebolla, la zanahoria, señooora… aproveche la oferta señoora», se escucha desde un camioncito destartalado que avanza de milagro. Otra pausa. Más quenas y sikus, en un atisbo de poema barrial que irrumpe en la indolencia de la mañana.
Y la mañana languidece entre lecturas y un texto que avanza, a tientas, como debe ser. Un mar encrespado como puerto. El tiempo de las ballenas como espacio en donde estar.
Negra y verde. Guardaba las piezas ahí. Papá, su voz. Sentado bajo la parra miraba más allá de la enredadera que trepaba por la pared del patio. Catalán era. Bueno, eso decía tu abuelo.
El llamador de ángeles cuelga del farol. Oxidado y cubierto de telarañas emite un tintineo de bienvenida. Los tubos se entrechocan, preludian el aguacero oscuro que se parece a la casa a la que demoro mi ingreso. Jugueteo con el manojo de llaves enlazadas al motivo de Molina Campos que le compré de apuro en la terminal, en esa visita en que la Pauli me dijo que le quedaba poco y él comenzaba a desvariar, enmarañado entre la realidad y los sueños, como su enredadera.
Camino por una ciudad abandonada (tentado de escribir arrasada). Es lunes, pero no lo parece. Solo veo desamparados, desposeídos de toda fe como limpiavidrios, motos de mensajería, algún que otro adolescente.
Un centro como grotesca película de terror. El banco parece un buen lugar para leer.
La voz rezuma angustia, acorde a los tiempos que corren.
Les quitaron las pensiones a un matrimonio de personas con hipoacusia. Vinieron acá, junto al empleado del banco que no pudo pagarles, a preguntar por qué. Y no tenemos respuestas, porque ni siquiera hay un delegado nacional que dé la cara por estas decisiones, cuenta una voz en Anses, la que se salvó de los despidos.
Respirabas con tranquilidad, sabiendo que velaba por tu sueño, que alguien rumiaba insomnio por vos y que el mundo podía ser un lugar para vivir si nos lo proponíamos.
Moría por contarte sobre nosotros y ese futuro que estaba al alcance de la mano. Soñaba con que todo fuera de otro modo, bajo un cielo que nos envolviera con una sonrisa. No sé si aquello era amor. Pero se le parecía.
No estaba seguro, pero era probable que te haya soñado otra vez. Lo sé por la somnolencia, ese duermevela donde no terminás de irte o no te dejo. Y no tiene que ver con el calendario —arbitrariedad humana para asociar fechas y acontecimientos— sino con tu falta, con la convivencia con tu falta, para ser más preciso.
Es una nana que se aloja en el esternón o en el estómago, depende de su humor.
A veces, esa nana duele más. En otras, se la ignora con el trajín diario, hasta que la trompada es tan fuerte que no podeś levantarte de la cama.
Escribo en penumbras. Casi como el país, veo al futuro repetir el pasado/veo un museo de grandes novedades. Algo así.
Hoy me desperté con esa opresión. Colabora un día gris. Parece que va a llover.
Quizás debiera escribir sobre la imposibilidad de escribir, la cerrazón de las palabras, el cacheteo diario de la realidad. O debiera cambiar de lecturas, apostar a Corin Tellado.
Sí debiera asistir a eventos y no quedar como un ingrato. Menos mal que queda el arte contra un afuera tan noventa y de espanto. Desconfiar de la palabra resistencia. Contragolpe. O contraataque, quizás.
Mi gata oye el tamborilear en el teclado y se sienta a mi lado, casi montando guardia. Ya hizo su recorrida, espantó gatos ajenos (y propios). Ahora descansa.
Afuera una claridad llana toma forma de día.
Son treinta mil. Las políticas de Memoria Verdad y Justicia encarcelaron a miserables que torturaron y asesinaron personas, robaron bebés, picanearon y violaron mujeres. Ocupar la calle el 24 de marzo contra el Terrorismo de Estado. No discutir con negacionistas, ni dejarse avasallar por ignorantes.
Manifestarse para no olvidar una realidad podrida que te hacía saber y sentir que estabas a la intemperie, en descampado y rodeado de animales feroces (*). También para construir hacia adelante, desde el llano. Y para eso hay que caminar, empecinados en no aceptar esa realidad egoísta, asfixiante, cruel.
Empecinarse. Escribir es empecinarse también.
«… lo que se incluye en todo relato son miradas, evocaciones de lecturas, sueños, informes fragmentarios de acontecimientos que pudieron suceder y que en verdad no importa si sucedieron a no, porque en la literatura lo interesante no está en lo verídico sino en lo posible. Que es más estimulante. Somos en este sentido Barteblys, sujetos que son más enigma y empecinamiento que obra.».(*). Hermosa novela a la que le demoro el final, quizás para no sentirme desamparado, como sucede con las buenas obras.
Las penumbras se alejan, al menos las del día.
(*) Citas y fragmentos de Esto nunca existió, de Mempo Giardinelli, Edhasa, 2022.