Una puntada en la costura

Lo despertó la angustia de un sueño. No pudo recordarlo, pero quedaba el sabor del desamparo, la nada, la atmósfera aciaga de la oscuridad.

Entonces recordó la pulsera. De hilo, con un tono más claro a su piel marrón. ¿La mano era de mujer?

El agua para el té señalaba la cita ineludible. No supo que hacer con el silencio, quizás por eso apuró la búsqueda de la taza, hasta que dio con una de frases motivacionales que aplastan a un muerto.

«Escucha al silencio, tiene mucho que decir», leyó en la caja del té. Descartó ojear la fecha de vencimiento y anheló que las hierbas todavía mantuvieran sus propiedades aromáticas. El agua castigó el saquito y lo dejó reposar. Reconoció el cedrón, algún aroma a cítrico. Afuera todavía era de noche y el amanecer parecía una meta difícil de alcanzar.

Sobre la mesa, el plato sucio, la huella ineludible de un lengüetazo y un par de garras. Menudo aliado elegiste, pensó y se dejó caer en la silla.

Entonces descubrió los ojos amarillos bajo el futón. Lo miraban fijo y en alerta. ¿De dónde saliste? De lomo blanco y negro, a más no poder de flaco.

El sorbo de té le dio una tregua. Los ojos amarillos seguían ahí, fijos, atentos a sus movimientos. Se incorporó y fue hasta la heladera. Abrió el queso blanco para untar y dejó un dedo en la tapa. Volvió a sentarse y lo posó en los cerámicos, a prudente distancia del futón.

Los ojos amarillos se desviaron a la tapa redonda y luego volvieron a él. Es lo único que tengo, se excusó.

Dos o tres sorbos de té. El gato estiró el cuello y avanzó hacia la tapa plástica.

«Quizás llegaste por algo».

Entonces oyó el movimiento en la tapita y miró por el rabillo del ojo como el gato comenzaba a recorrer el departamento a lengüetazos. Tendió un brazo para detenerla y el gato volvió a su refugio. Te pensaba ayudar, replicó.

Un leve pestañeo. Le acercó la tapita a centímetros de su lomo. No se movió.

– Mañana vamos por alimento, ¿querés?

«Tejer sentido». Reforzó la costura y le dio una puntada más.

Silencio. Apuró el té que ya estaba frío. Sí, la pulsera era de una mano de mujer.

La hora aciaga quedaba atrás. Todavía faltaba para el amanecer.

Foto de Dagmara Dombrovska en Unsplash

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