No puedo escribir. A modo de amparo, diría que nadie puede, que juntar palabras es una decisión que puede salir bien, aunque esté condenada a tropezar desde su gestación.
Quizás la premisa sea derribar las primeras líneas que decepcionan, mantener a raya el desánimo, no dejarse merodear por la angustia.
Bueno, llega el rodaje para Lo que queda, mi último trabajo, editado por Colisión Libros.
Como siempre, el agradecimiento inmenso a Cristina Witt por la confianza y apostar a la edición de esta nueva novela, de pérdidas colectivas y personales, como adelanté alguna vez. «¿Se le puede dar forma al horror y la muerte? Porque al fin y al cabo, se trata de una pelea desigual entre el bien y el mal, de continuar, a pesar de. Eso nos diferencia de las fieras. Estoy segura. O trato de creérmelo. ¿Podré moldear una esperanza de baja intensidad, un piso firme en donde apoyarme y apoyarnos?», se pregunta una de las protagonistas.
Mariano se despertó cuando el ómnibus entró en la rotonda. Miró por la ventanilla y no reconoció la entrada. Pero era su ciudad con el Polideportivo abandonado, el casino y sus luces doradas enfrente.
La terminal estaba vacía. Se ajustó la mochila en los hombros y decidió caminar hasta el centro. Recorrió la plaza con el infaltable monumento y la municipalidad enfrente. Unos adolescentes estaban sentados en las escalinatas del colegio secundario, igual a como lo recordaba solo que pintado de un verde manzana.
Amanecí con la sensación de que habías pasado por casa. El espejo devolvió mi cara somnolienta y el rimel corrido cuando vi la grieta. Estaba sobre el botiquín del baño y puedo asegurar que esa pared se encontraba intacta la noche anterior.
Recuerdo que me quedé mirándola unos instantes y llamé al portero. El tipo miró la rajadura y escudriñó con gesto sabiondo. “No entiendo cómo se produjo, señora”, comentó. Levanté los hombros y convenimos día y hora de la refacción.
Soñé con ese abrazo. Era Navidad y habíamos cumplido con la fiesta de rigor. No cualquiera, la primera, sin mamá. Un encuentro ruidoso en silencios, en ausencias presentes, en interrogantes sin respuesta, como si la muerte los tuviera.
El viejo está sentado en la vereda. Con las manos apoyadas en su bastón mira hacia la calle. Tiene la camisa desprendida que se abulta a la altura de la panza, a punto de explotar. Se rasca la mandíbula y bosteza, colorado por el calor.
Alguien me empuja. Disculpas, balbucea. Muevo la cabeza hacia abajo como respuesta. ¿Qué voy a cocinar? No importa. Me aferro a la frescura del hogar, el repliegue necesario para sobrevivir.