Jubilado de la mínima

Camino por una ciudad abandonada (tentado de escribir arrasada). Es lunes, pero no lo parece. Solo veo desamparados, desposeídos de toda fe como limpiavidrios, motos de mensajería, algún que otro adolescente.

Un centro como grotesca película de terror. El banco parece un buen lugar para leer.

«Fueron los años en que, siendo muy jóvenes, nos topamos con esa revolución que cambió nuestras vidas. Trabajaba en el Alto Bío Bío, donde me transformé en dirigente de la Confederación Campesina e Indígena Ranquil, para concientizar y movilizar a mis congéneres en otra revolución, esta vez en Chile. Pensábamos que el sueño se haría realidad. Los bienes de la burguesía iban a ser del pueblo, la tierra de los campesinos, todos los niños aprendería a leer y escribir y los cuarteles se convertirían en hospitales. Ni más ni menos».

Levanto la vista y aparece. Lleva una gorra plana, encorvado, cruza la calle a paso lento. Con voz apenas audible me pide dinero. Se define como «jubilado de la mínima, de 73 años». Me parte el alma. Me disculpo por no tener nada en los bolsillos, pero prometo volver.

La Avenida Argentina está habitada por policías, taxistas y vendedores ambulantes. Cajeros automáticos vacíos.

Me lo encuentro en la misma calle. No sabe cómo agradecerme. «Dios te bendiga». Me abraza. No sé qué decirle. Le pido disculpas, atino un «cuídese».

Lo veo alejarse y desvanecerse en la oscuridad.

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