Caminar al abismo como vacas ciegas

Apareció entre las hojas de un libro. Era un barco de papel aplastado. Tiré de las puntas con delicadeza y se abrió listo a flotar, no sin evocar recuerdos de origamis por la casa; encallados en la mesa, bajo la almohada, en bolsillos sin un peso, pero sostenidos «por el corazón sobre todo», canta Estelares.

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La diaria

Cuando llueve, el bidón queda escondido en un árbol o bajo los ligustros. De nada valdría dejar la casilla de cartón, donde la barda marca el fin del mundo y el calor del cuerpo de la China es el mejor plan. Pero el abrazo no alcanza para arrimar algo a la olla y hay que salir igual a hacerse la diaria.

Se encapucha y cierra la campera ligera, de buzo, descosida en los puños, El abrigo es una humorada y camina las cuadras que lo separan de la parada del ómnibus.

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Los nombres de la lluvia

Llueve. Las palabras se demoran. Abro la puerta balcón y dejo que el olor a lluvia pasee por la casa. Petricor, se ha difundido por ahí. Para la RAE, no existe. Igual no concilio con ella. Y busco otras.

Aparece un artículo. Elijo reiu (lluvia fría) y kanu (lluvia fría de invierno), del japonés.

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Semillas y pastores (textos recobrados)

La helada y su crudeza. Puedo verla desde el ventanal empañado. Quien lo diría, la que no conocía la luz del sol hasta pasado el mediodía, ahora se despierta temprano. Escribo mi nombre en el vidrio y entreveo la maleza blanquecina. Y el cielo de un celeste pálido que invita a levantarse.

Consulto el celular: ofertas, horóscopo y un cliente que pide un presupuesto. ¿Qué estará haciendo Seba? Prometimos vernos a la tarde.

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Entrever (o anotaciones de invierno)

El campo es una herida absurda, agazapada, una inmensidad que no tiene fin, que de alguna manera siempre retorna.

«Después de cruzar el campo ondulado -al frente y por ambos lados- la tierra tan lejos como alcanzaba la vista, mostrábase absolutamente plana, en todas partes verde por los pastos invernales, pero sin flores en esa época del año y con resplandores de agua en toda su extensión.

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Azami

«Azami. Esa flor me parece única, con su forma peculiar y su color violeta. No se suele regalar a causa de las espinas puntiagudas que cubren sus hojas. Una flor bastante inabordable».(*), válida para el deseo, la aventura de los cuerpos.

También para la mano, su trazo en el papel, la correría de un texto.

Cubrirse el rostro con las manos. Abrir los ojos. Hurgar entre las sombras.

Sostener(se).

A diario.

(*) Azami, El club de Mitzuko, de Aki Shimazaki, traducción de Íñigo Jáuregui, edición digital).

Foto: Pixabay.

Al borde de la cornisa

Y uno bucea en textos que alivien el día, arrastren las penas, las escurran por las alcantarillas.

A veces, las lecturas dan una mano.

«… y la chatura de la pampa le pareció una forma de silencio, o mejor dicho, la otra cara del silencio que él nunca había visto. Hasta los pájaros hablaban en otro idioma y entre ellos.»*

Silencio ante tanto bullicio.

Un viejo poema proclamaba defender la alegría como una trinchera. Alguien se planta y pide recuperar palabras. Ternura es una de ellas.

Una protagonista y el asilo en un barrio de librerías para refugiarse del dolor.

—Y cuéntame, ¿qué has aprendido viajando y leyendo?

—Muchas cosas. A fuerza de viajar y de leer siempre me convencía de que no sabía nada. Así es la vida. Una duda continua. ¿No había una poesía de Taneda Santōka que hablaba de ello? «Te haces camino entre los montes y solo encuentras otros montes».**

En otras ocasiones no hay lecturas que alcancen y la vida muestra toda su ferocidad. Solo basta mirar alrededor para darse cuenta.

Y uno transita por el borde de esa cornisa diaria.

(*) Kamiya, Alejandra, en el cuento La garza, en La paciencia del agua sobre cada piedra, 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2023. Libro digital, EPUB.

(**) Yagisawa Satoshi, Mis días en la librería Morisaki, edición digital.