El colectivo abandonado

Por fin llovió. Las nubes plomizas están a punto de aplastarme. Alicia se echa a mi lado agitada. A pesar de los años, insiste en acompañarme y disfruta del paseo.

Llego hasta el colectivo abandonado, en ese punto de la ciudad donde comienza el campo y la frontera desdibuja límites, da pie a los interrogantes, profundiza los secretos.

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Aproximaciones al mar VI

De aquel viaje quedaron lecturas, canciones a las que no regresé, una pintura que me obsequiaste, el murmullo del agua.

También la arena bajo los pies, mi desconfianza en las mareas, noches o mañanas incendiarias que la edad nos permitía.

No faltaba el té blanco en el desayuno y la única condición era desconectar los teléfonos. «El Yin Zhen se recolecta cuando nacen los primeros brotes, por eso es tan preciado, dejate llevar por el aroma».

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Felicidad clandestina

Abrir la ventana. Invitar al olor a lluvia a desparramarse por el interior, que recorra espacios, renueve el aire mientas el agua golpea el techo en la galería.

Inusitada humedad y aguacero, como un desmesurado año que recordaremos.

El lujo de mi zozobra emocional, bajo techo y sin necesidades.

«Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante». (*)

Lectura como felicidad clandestina.

Mascotas que ya hicieron su recorrida y se aprestan a dormir bajo el sonido de mis teclas.

Escribir con las gotas golpeando el techo de chapa, banda de sonido que presume temporal.

Los primeros mates. Rituales para apuntalar la vida. La lluvia que cesa y mi acierto de buen pronosticador.

Pandemia, un día más.

(*) Fragmento de Felicidad clandestina, en Felicidade clandestina y Onde estivestes de noite, Clarice Lispector, 1971, Traducción: Marcelo Cohen y Cristina Peri Rossi – Edición digital.

El sonido de las teclas

Caro teclea rápido. Hosca en las mañanas, está enojada con su padre por no haber resistido a la muerte y dejarse vencer por una sensibilidad vana en un mundo de fieras y cazadores.

Un café recargado y varios minutos en silencio parecen ser la medida justa para entablar algún diálogo que no sea respondido con gruñidos o monosílabos. A pesar de sus tatuajes y el negro en la vestimenta, abraza y protege. O atenaza y destruye, como si tuviera dos personalidades.

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La lectura como hospitalidad

Un fantasma recorre Europa, Latinoamérica, el mundo. La lectura como un territorio de hospitalidad, el espacio donde anclarse ante el vértigo.

Leer como esperando algo, leer para develar y desvelarse. Leer para escribir, que iluso.

Anochece. El oficio de la escritura. Ginzbur, en «Las pequeñas virtudes», un destello que comparto:

…Por lo demás, no podría ni siquiera imaginar mi vida sin este oficio. Ha estado siempre ahí, ni por un momento me ha dejado jamás, y cuando lo creía dormido, su mirada vigilante y brillante seguía puesta en mí.

Así es mi oficio. Dinero, ya veis que no produce mucho; más aún, siempre hace falta trabajar al mismo tiempo en otro oficio para vivir. A veces también produce un poco, y obtener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, es como recibir dinero y regalos de manos del ser amado. Así es mi oficio. Ya he dicho que no sé mucho sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o, mejor, de los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto, desde luego. Cuando escribo algo, en general pienso que es muy importante y que yo soy un gran escritor. Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi espíritu en el que sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño, pequeño escritor. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. Sólo que no quiero pensar en nombres: he comprobado que si me pregunto: «Un pequeño escritor, ¿como quién?», me entristece pensar en nombres de otros pequeños escritores. Prefiero creer que ninguno ha sido jamás como yo, por muy pequeño escritor que yo sea, aunque sea una pulga o un mosquito entre los escritores. Lo que es importante, sin embargo, es tener la convicción de que es precisamente un oficio, una profesión, algo que se hará por toda la vida. Pero, como oficio, no es una broma. Hay en él innumerables peligros además de los que he dicho. Estamos continuamente amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de redactar nuestra página. Hay el peligro de ponerse de pronto a coquetear y a cantar. Yo tengo siempre unas ganas locas de ponerme a cantar, y debo mantenerme muy atenta para no hacerlo. Y hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar. Es un oficio bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que existe en el mundo. Los días y las cosas de nuestra vida, los días y las cosas de la vida de los demás a que nosotros asistimos, lecturas, imágenes, pensamientos y conversaciones: se alimenta de todo esto y crece en nuestro interior. Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su sangre afluyen lo mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de nosotros y crece en nosotros.

Foto: Pinterest

COVID-19: Fragmentos de un diario

Amanecí con una molestia en la garganta. Descarto cualquier cosa, no hay viaje a zona de contacto y no me he movido de casa. «¿Todos no nos sentimos un poco enfermos»? Leí por ahí. Y ya que estamos, ¿Estaremos escribiendo un diario, crónica, novela realista o distópica sobre el COVID-19? Qué aburrido y monotemático será el 2021.

Abro la ventana, el olor a humedad llena la casa. Todos duermen. No son las siete y ya trabajando.
Hay un gato negro que intentamos adoptar. Por ahora viene y come nomás. Ayer le dejamos la puerta abierta del comedor, se asomó un par de veces y escapó.
He decidido que las primeras líneas del día serán para la escritura. Sueños, primeras letras, palabras que asomen en mi cabeza.
Preocupa el futuro, en un alarde de originalidad.
Otro día de cuarentena
Intentar que el miedo no gane. No gana, pero se asoma por la puerta, como el nuevo gatito negro, que ayer se animó a más y recorrió el comedor, la despensa, para salir de nuevo afuera. Se viene una nueva mascota, aunque intuyo que será difícil de atrapar, gato del aire, juguetón que por ahora duerme sobre una heladera vieja, protegido de perros y depredadores. Animales y humanos.
Leía en Twitter: «cuatro pajas en un día, hablame de pulsiones de vida». Cortar una madera con un serrucho gastado, ocupar el cuerpo y la mente, alejarla del «enemigo invisible», gran definición presidencial. Anoche llamé al viejo, a ver cómo andaba. Asustado y guardado.
Lecturas: «Como las estrellas, estamos viendo la luz de un mundo que ya no será igual», o algo por el estilo, de Claudia Piñeiro.
«Concluyo que la escritura es un diálogo de entrecasa, y que, de cualquier tradición, por más pequeña que sea, existen textos parásitos, sin autonomía. Textos cuya significación estriba en las espaldas de otros textos», Humberto Bas, en Gil Wolf.  Quizás como este diario.
Pulsiones de vida y sociedad de la vigilancia. «Qué raro todo», casi una confesión. Trato de mirar la suficiente tevé para estar informado y no morir aterrorizado en el intento. Lecturas dispersas, trabajos manuales, cama elástica como ejercicio y mirada al cielo. Desconfiar de los mensajes motivacionales. Conservar rutinas para no desfallecer. Dispersión.
Parece que la cuarentena se extenderá.
Publicado en Plan B Noticias

Imagen de Akhil Kokani en Pixabay

El porvenir es una ilusión

¿Qué es El porvenir es una ilusión?
Una historia de convicciones en  tiempos turbulentos. También de amistad.
A modo de introducción, transcribo el Capítulo 1. Y debajo el enlace, que estará vigente durante unos días.

Hoy
 
La noticia no me sorprendió, como si sólo fuera cuestión de tiempo para que la certeza tomara cuerpo y no naufragara en las traiciones de la esperanza. Salí al patio y me refugié unos instantes bajo el parral. Algunos rayos de sol se colaban entre las hojas y anunciaban la dureza de un verano diferente.
Una de mis hijas –la que no conoció Martín– luchaba por atarle el pelo a una de sus muñecas mientras la embadurnaba con barro. “Es crema para la cara, papá”, se atajó ante mi vistazo indisimulado.
El Negro odiaba el calor. Aseguraba que era para burgueses venidos a menos y oficinistas pálidos, ansiosos por hacinarse en playas atiborradas de turistas. Su recuerdo es como esas huellas de nuestro cuerpo que coinciden con los secretos de la memoria. Están ahí y tienen su historia, sus confidencias, sus humores. Están ahí para demostrarnos que estamos vivos.
En los días leves tenía la esperanza de que mi amigo viviera en algún país europeo (siempre pensé que podía ser escandinavo) y que se negaba a volver a casa por resentimiento, amargura o demasiada melancolía.
En los días espesos, su ausencia hería el alma. 
Como hoy.
Todavía conservo sus cartas. Una de las últimas, fechada en diciembre de 1978, lamentaba el triunfo de Argentina en el Mundial. Sin embargo yo podía leer entre líneas —porque para eso son los amigos— que todavía tenía la confianza suficiente para iniciar el camino de regreso.
En cada sobre de remitentes falsos como Calle de la Buena Vida o el Libertador de América, había un párrafo para nosotros, Flores, y aquel breve paso por La Colonia. Todo camuflado con frases como “no puedo olvidar el aroma del perfume que tenías aquella tarde” o “no descuides a mi jardín rechoncho, espero que no se haya llenado de cardos rusos”.
Más de una vez estuve tentado de contarle que mi versión de consignatario de hacienda se había ido al diablo, pero me contuve. O que pasé varios meses en la cárcel “por las dudas”. Mi tiempo a la sombra acabó con mi negocio y confirmó la intuición de que las botas de cuero, ponchos caros y cuchillos de plata no congenian con los que cuestionan el orden impuesto. Y darle una mano al Negro fue una afrenta que no me perdonaron.
Fueron tiempos duros. Subsistimos gracias a la resistencia sublime de Claudia, que siempre se las ingenió para traer un pedazo de pan a la mesa. Algunos ahorros, bisutería, venta de cosméticos y otras baratijas lograron capear el temporal. Transcurría el año 1983 cuando  Alfonsín aseguraba que con la democracia se come, se educa, se vive y la tormenta pareció alejarse del horizonte.
Creo que esos años sirvieron para despedirme de los mandamientos familiares. No porque fueran una carga sino porque cada uno debe transitar su propia senda y la mía parece surcada por libros, citas y alumnos a los que trato de contagiar mi entusiasmo por las palabras, con su miríada de versos y relatos.
Acaso como éste, que subyace mientras la vida pasa y reclama por saldar una deuda pendiente, deuda que no tiene que ver con el dinero sino con nuestra piel, habitada por sueños, miserias o lealtades. Como la vida misma.
Y si fuera posible reducir nuestra historia a varios relatos, uno de ellos estaría atravesado por llamadas telefónicas: una que recibí de Flores preguntándome por el Negro y otra que le devolví al mes siguiente pese al miedo y la incertidumbre.
Cuando colgué el teléfono, aquel 29 de junio de 1976, supe que había cruzado una línea. Pero no había vuelta atrás. Ignoro si el interventor de La Colonia me confesó el operativo porque sospechaba de mí o porque simplemente tenía que contárselo a alguien. Era una rata, un servil con el poder que disfrutaba muy bien de su rol social.
Lo cierto es que su soberbia me permitió saber que iban de nuevo tras mi amigo y mi advertencia no sorprendió a Flores. “¿Por qué lo hace?”, preguntó. “Por la misma razón que usted”, creo que contesté. Después los días se tornaron cenicientos y fueron cubiertos con un velo tenue y solidario, acorde con un invierno que parecía interminable.
Me encontraba en prisión cuando el comisario me contó que los grupos de tareas habían arrasado mi casa e incendiado mi biblioteca. Los pormenores de la huida del Negro los tuve cuando recibí su primera carta desde Brasil. Simulaba ser un primo de Claudia que llevaba tiempo sin escribirnos y recordaba una lejana visita a La Colonia.
Yo había recuperado la libertad hacía poco tiempo y la noticia fue un alivio para nosotros. Intuí que Flores me debía una explicación y fui a verlo. El hombre ya vivía en la ciudad y soportaba el desprecio de sus camaradas, quienes lo consideraban un inútil, un perdedor derrotado por el whisky, confinado a pudrirse en oficinas sofocantes.
El comisario me citó un día en su casa; la del barrio policial, la que continuaba sin Leonor pero recibía las visitas domingueras de su hijo. Su jardín abandonado contrastaba con las rejas nuevas y el césped reluciente de las casas vecinas. Era un paria entre sus pares, el diferente de la manada, el disconforme que disfrutaba de su rol dentro de una institución rígida.
Allí me contó que la idea había sido suya. Que no lo habían planeado pero Ramírez había facilitado las cosas. También que Martín estuvo escondido en el caldenal, hasta que llegó la ayuda. No me lo confesó, pero creo que se alegró cuando le mostré la carta recibida. “Manténgame al tanto”, deslizó.
Es curioso el vínculo que puede formarse entre dos hombres. Nunca nos frecuentamos pero siempre nos tuvimos presentes, como aquella vez que apareció en casa, me dejó mi ejemplar de “La Ilíada” y un cuaderno con anotaciones de Martín, de su exilio interior. “Lo encontré cuando hacía el bolso”, agregó luego de confirmarme que La Colonia había sido abandonada tras el cierre del destacamento policial.
Quizás por eso, porque no puedo explicarlo o porque simplemente debo mantenerlo al tanto, es que vine a verlo y estamos frente a frente, en su oficina de detective privado que huele a misterio rancio y rincones húmedos, a perfume barato y maridos engañados.
—Página 3, nacionales, arriba a la derecha —dije.
Releyó la nota un par de veces y tiró el diario sobre la mesa ratona. —¿Ahora qué hacemos?—preguntó.
Le mostré mi bolso de viaje.
—Me voy a La Colonia, ¿quiere venir?
—¿Por cuánto tiempo?
—El necesario. Necesito contar esta historia y los detalles están allá.
Flores me miró.
—Está loco Leandro. Déme unos minutos que junto unas cosas.

La joven en los escombros

Lo que te cuento ocurrió hace tiempo, en una vieja ciudad sin nombre pero siempre en guerra. Nos encontrábamos junto a un grupo de colegas, intercambiando rollos fotográficos y comida cuando pasó frente a nosotros una mujer vestida de negro. Llevaba un niño muerto en sus brazos.

La joven venía tropezándose entre la maraña de escombros. La vista perdida. Mirada de hielo; la resignación adherida a la piel. Instantáneamente tomé la cámara e hice unas tomas. ¿Ataques de conciencia? Alguno, pero alcanzaba con responderme que alguien debía retratar estas miserias. Alcanzaba entonces.
Ella no tendría más de 20 años y caminaba entre los saldos del bombardeo en una ciudad tomada por los muertos y las ratas que pululaban por el suelo. Sobre la cabeza del niño  zumbaban moscardones verdes. Enfoqué el lente y disparé tres o cuatro veces. En la última toma, la mujer me miró y  sus ojos negros me hicieron retroceder unos pasos. Al instante giró su cabeza a la derecha y murmuró por lo bajo. Noté que se quedaba en silencio y asentía. Esa sonrisa era el refugio de su locura.
Llegué al hotel y luego de una ducha rápida improvisé mi laboratorio en el baño. Lentamente, la cubeta me reveló los ecos de día y la figura de de la mujer con el niño en sus brazos. A su derecha comenzaba a gestarse una forma tenue, vestida de militar. Colgaba un fusil en el hombro y parecía escucharla con atención.
Algo andaba mal.
Pensé en una superposición de imágenes pero no recordaba haber visto ningún soldado. En la toma en primer plano él le susurraba al oído y ella sonreía, mirando a la cámara. De más está decir que su mirada me persiguió durante muchos años, pero conseguí que el olvido echara un manto de piedad y continué con mi vida.
Hasta que hoy la vi cruzar la ciudad arrasada por el bombardeo norteamericano.
Las mismas ropas, el niño en brazos, los gestos conocidos. Idéntico resultado si tomaba unas fotos. Pero no lo hice, la seguí con la mirada hasta que se perdió en la orilla del horizonte.
(P.D.: Relata muy viejo. Solo le cambié el título. Publicado en la Antología del Círculo de Escritores del Comahue, 2010).

Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay