«Apareció una noche, clara. Sin luna y con las estrellas que salpicaban el cielo. Hacía mucho frío. Mi padre había salido a dar el último vistazo a la llanura, pispear que el corral estuviera cerrado, cuando vio la silueta en el horizonte. Extraño para la hora. Y más a caballo. Se quedó esperándolo hasta que su figura se hizo inconfundible.
»¿Te conté de la llanura? Sé que sí. De una belleza que mete miedo cuando el sol se esconde en el horizonte y no sabés si el cielo es rojo o celeste cuando se toca con la tierra. Y la vista no llega más y duele la vida, desnudando nuestra pequeñez. No sé si hay cielos parecidos. Algunos dicen que en el sur, pero no los he visto.
»Bueno, te decía, el fulano tenía el pelo corto y poco abrigo para el invierno que comenzaba. Lo reconoció de inmediato. Su foto había estado en los diarios y él decía que se había quedado largo tiempo estudiándola: los hombros en alto, el torso desnudo, la profundidad de sus ojos —precisó y me devolvió el mate—. Se encontraba herido, en el costado derecho, a la altura de la cadera. No parecía grave pero podía observar la costra negra, reseca. Le pidió un poco de agua, temblaba de frío. Lo relojeó, sopesó los riesgos y le dijo que esperara ahí. Un vaso de agua no se le niega a nadie.
Hizo una pausa y miró hacia la pared. Aproveché para observarlo: algunas arrugas en la cara, calvo pero con algunos pelos sobre las orejas. Anteojos de marcos negros y gruesos, con un vidrio verde.
Estaba sentado en un sillón de ancho respaldar, dejo de años mejores. Un cigarrillo apagado (gracias al cáncer) y el cenicero vacío con forma de cabeza de caballo. Dorado venido a menos. También de otros años.
«Papá lo hizo pasar. No podía dejarlo afuera. Decía que a la mamá no le gustó mucho, pero le respetó. Antes se respetaban las decisiones —agregó con gravedad—. El fugitivo dijo nada y agradeció con un gesto de cabeza. Le dijo que podía quedarse en la noche pero que tenía que irse al otro día, que no quería tener problemas. Te imaginarás la tensión. Ése era Pincén y estaba en su casa. El dueño del decir, el capitanejo de setenta años que resistió a los huincas hasta que no pudo más y fue atrapado por Villegas, para exponerlo a los cocoritos de La Capital.
»Mi padre iba a preguntarle cómo había escapado de la cárcel pero no se animó. Se acostó con el facón al lado del jergón, la mamá abrazada y temblorosa. El viejo cacique se tiró en el suelo, contra la puerta y se durmió al instante. Se veía que hacía mucho tiempo que estaba huyendo.
—¿Pero era él? —interrumpí.
—Sí. Papá estaba seguro. Y le creo. ¿Qué hacés?
—Anoto. Esta vez lo apunto.
Negó con la cabeza y siguió buceando con la vista perdida en la pared. —En algún momento de la noche mi padre se durmió. Y cuando el sol le pegó en los ojos, el indio había desaparecido. Pero nos dejó esta rienda que ves ahí —dijo y señaló a la pared. Miré el pedazo de tiento. Me pregunté si podía ser cierto. —Él me lo regaló a mí y yo quiero dártelo a vos, por eso te llamé.
—Pero… ¿por qué?
—¿Por qué no?
—Tenés más nietos…
—Sí, pero sos el único que escucha a este viejo chiflado. Andá, descolgalo y llevatelo.
—Pero…
—Pero nada. Es tuyo.
—Gracias, voy a calentar el mate.
—Pero con azúcar, por favor.
—¿Vos podés tomarlo dulce?
—No. —Ambos reímos. Tomé la calabaza de boca pequeña y fui a la cocina. Encendí la hornalla. El gato pasaba entre mis piernas, feliz por la visita para acercarse al platito con leche. Sobre la mesa de la cocina, la foto de la abuela. Regaba unos malvones con una regadera de aluminio. Sonreía.
—¿Abuelo, ¿de cuándo es esta foto? —dije alzando la voz.
—¿La de la regadera? De la estancia. Tu abuela amaba su jardín. Apareció de improviso. Como Pincén. Como ella también, bah. ¿Hermosa, no? —Sentí su perfume, el de la crema para las manos, en realidad. No necesité darme vuelta para saberla con nosotros. —Sí. Hermosa.
La pava chilló. Tomé la azucarera, que estaba al lado de la Tonomac, con la sintonía fija en Radio Rivadavia. Recordé su andar, arrastrando los pies y tarareando. Ella cantaba y el abuelo escuchaba los valores del Mercado de Liniers, en un ritual cotidiano que sostenía la cordura cuando el Banco se quedó con el trabajo de toda una vida.
Regresé al comedor. Él se limpiaba los lentes con un pañuelo.
—¿Cómo te fue con la piba esa?
—Y no muy bien. No me dio mucha bolilla.
—¿Ya le hablaste?
—¿De qué?, no sé bien como arrimarme.
—Contale la historia de Pincén.
—¿Te parece?
—Sí. Las pibas aman esas historias. Más que a los príncipes azules. Eso es una pavada de la televisión.
Sonreí.
—Tomá el mate, tiene azúcar —aclaré.
—Esto es otra cosa. Ahora sí —aprobó y se levantó del sillón. Fue hasta la pared y descolgó la rienda.
—Tocala, la historia está ahí —dijo con un leve temblor en la voz.
Pasé mis dedos por el pedazo de cuero. Pude sentir su textura y las variaciones del tiempo. Olía a pasado. A complicidad tácita, a misterio y apuesta.
Me miró desde sus vidrios verdes. —Seguí con el mate, no dejes que se enfríe, que está buenísimo —dijo y volvió a sentarse en el sillón.
Precioso. Decididamente, necesito leer más ‘narrativa patagónica’. ¿Alguna recomendación?