Camisa Rosa (o mis libros en la Feria)

Caminaba por la vereda y lo vi. No se diferenciaba del resto de los mortales hasta que empezó a oscilar hacia los costados y con movimientos muy lentos, fue deteniéndose, cual títere sin movimiento. Pensé que caería sobre la vereda desmayado. Pero no. Recuperó el equilibrio y se sentó en un cantero, a recuperar fuerzas.

Camisa rosa, jeans, rondaba los cincuenta años. El pelo ralo dejaba entrever una amplia frente y párpados entornados. Lo observaba calle de por medio, entre los autos que cruzaban frenéticos al mediodía. Me pareció que gesticulaba. De pronto se inclinó hacia la derecha y apoyó la mejilla en el césped. Varias personas pasaban a su lado y desviaban su atención. La indiferencia incondicional de algunos argentinos.
Preocupado, crucé la calle a ofrecerle mi ayuda. Entonces se sentó, me miró y se desvaneció en el aire. Sentí el impacto, mi cara contra el asfalto, la sangre sobre el pavimento, la oscuridad.
Cuando desperté estaba de pie y los paramédicos hacían lo posible por revivir un cuerpo que se parecía al mío. No necesité mirar al costado para saberlo a mi lado. Camisa rosa, jean gastados. Rondaba los cincuenta años.
Relato que integra “Series y grietas”, publicado por Colisión Libros y que podés encontrar en el Pabellón 322 Azul, de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, hasta el 13 de mayo.
También hay ejemplares de la novela  “El porvenir es una ilusión, que inicia así:

I
La noticia no me sorprendió, como si sólo fuera cuestión de tiempo para que la certeza tomara cuerpo y no naufragara en las traiciones de la esperanza. Salí al patio y me refugié unos instantes bajo el parral. Algunos rayos de sol se colaban entre las hojas y anunciaban la dureza de un verano diferente.
Una de mis hijas –la que no conoció Martín– luchaba por atarle el pelo a una de sus muñecas mientras la embadurnaba con barro. “Es crema para la cara, papá”, se atajó ante mi vistazo indisimulado.
El Negro odiaba el calor. Aseguraba que era para burgueses venidos a menos y oficinistas pálidos, ansiosos por hacinarse en playas atiborradas de turistas. Su recuerdo es como esas huellas de nuestro cuerpo que coinciden con los secretos de la memoria. Están ahí y tienen su historia, sus confidencias, sus humores. Están ahí para demostrarnos que estamos vivos.
En los días leves tenía la esperanza de que mi amigo viviera en algún país europeo (siempre pensé que podía ser escandinavo) y que se negaba a volver a casa por resentimiento, amargura o demasiada melancolía.
En los días espesos, su ausencia hería el alma.
Como hoy.
Todavía conservo sus cartas. Una de las últimas, fechada en diciembre de 1978, lamentaba el triunfo de Argentina en el Mundial. Sin embargo yo podía leer entre líneas —porque para eso son los amigos— que todavía tenía la confianza suficiente para iniciar el camino de regreso.
En cada sobre de remitentes falsos como Calle de la Buena Vida o el Libertador de América, había un párrafo para nosotros, Flores, y aquel breve paso por La Colonia. Todo camuflado con frases como “no puedo olvidar el aroma del perfume que tenías aquella tarde” o “no descuides a mi jardín rechoncho, espero que no se haya llenado de cardos rusos”.
Más de una vez estuve tentado de contarle que mi versión de consignatario de hacienda se había ido al diablo, pero me contuve. O que pasé varios meses en la cárcel “por las dudas”. Mi tiempo a la sombra acabó con mi negocio y confirmó la intuición de que las botas de cuero, ponchos caros y cuchillos de plata no congenian con los que cuestionan el orden impuesto. Y darle una mano al Negro fue una afrenta que no me perdonaron.
Fueron tiempos duros. Subsistimos gracias a la resistencia sublime de Claudia, que siempre se las ingenió para traer un pedazo de pan a la mesa. Algunos ahorros, bisutería, venta de cosméticos y otras baratijas lograron capear el temporal. Transcurría el año 1983 cuando  Alfonsín aseguraba que con la democracia se come, se educa, se vive y la tormenta pareció alejarse del horizonte.
Creo que esos años sirvieron para despedirme de los mandamientos familiares. No porque fueran una carga sino porque cada uno debe transitar su propia senda y la mía parece surcada por libros, citas y alumnos a los que trato de contagiar mi entusiasmo por las palabras, con su miríada de versos y relatos.
Acaso como éste, que subyace mientras la vida pasa y reclama por saldar una deuda pendiente, deuda que no tiene que ver con el dinero sino con nuestra piel, habitada por sueños, miserias o lealtades. Como la vida misma.
Y si fuera posible reducir nuestra historia a varios relatos, uno de ellos estaría atravesado por llamadas telefónicas: una que recibí de Flores preguntándome por el Negro y otra que le devolví al mes siguiente pese al miedo y la incertidumbre.
Cuando colgué el teléfono, aquel 29 de junio de 1976, supe que había cruzado una línea. Pero no había vuelta atrás. Ignoro si el interventor de La Colonia me confesó el operativo porque sospechaba de mí o porque simplemente tenía que contárselo a alguien. Era una rata, un servil con el poder que disfrutaba muy bien de su rol social.
Lo cierto es que su soberbia me permitió saber que iban de nuevo tras mi amigo y mi advertencia no sorprendió a Flores. “¿Por qué lo hace?”, preguntó. “Por la misma razón que usted”, creo que contesté. Después los días se tornaron cenicientos y fueron cubiertos con un velo tenue y solidario, acorde con un invierno que parecía interminable.
Me encontraba en prisión cuando el comisario me contó que los grupos de tareas habían arrasado mi casa e incendiado mi biblioteca. Los pormenores de la huida del Negro los tuve cuando recibí su primera carta desde Brasil. Simulaba ser un primo de Claudia que llevaba tiempo sin escribirnos y recordaba una lejana visita a La Colonia.
Yo había recuperado la libertad hacía poco tiempo y la noticia fue un alivio para nosotros. Intuí que Flores me debía una explicación y fui a verlo. El hombre ya vivía en la ciudad y soportaba el desprecio de sus camaradas, quienes lo consideraban un inútil, un perdedor derrotado por el whisky, confinado a pudrirse en oficinas sofocantes.
El comisario me citó un día en su casa; la del barrio policial, la que continuaba sin Leonor pero recibía las visitas domingueras de su hijo. Su jardín abandonado contrastaba con las rejas nuevas y el césped reluciente de las casas vecinas. Era un paria entre sus pares, el diferente de la manada, el disconforme que disfrutaba de su rol dentro de una institución rígida.
Allí me contó que la idea había sido suya. Que no lo habían planeado pero Ramírez había facilitado las cosas. También que Martín estuvo escondido en el caldenal, hasta que llegó la ayuda. No me lo confesó, pero creo que se alegró cuando le mostré la carta recibida. “Manténgame al tanto”, deslizó.
Es curioso el vínculo que puede formarse entre dos hombres. Nunca nos frecuentamos pero siempre nos tuvimos presentes, como aquella vez que apareció en casa, me dejó mi ejemplar de “La Ilíada” y un cuaderno con anotaciones de Martín, de su exilio interior. “Lo encontré cuando hacía el bolso”, agregó luego de confirmarme que La Colonia había sido abandonada tras el cierre del destacamento policial.
Quizás por eso, porque no puedo explicarlo o porque simplemente debo mantenerlo al tanto, es que vine a verlo y estamos frente a frente, en su oficina de detective privado que huele a misterio rancio y rincones húmedos, a perfume barato y maridos engañados.
—Página 3, nacionales, arriba a la derecha —dije.
Releyó la nota un par de veces y tiró el diario sobre la mesa ratona. —¿Ahora qué hacemos?—preguntó.
Le mostré mi bolso de viaje.
—Me voy a La Colonia, ¿quiere venir?
—¿Por cuánto tiempo?
—El necesario. Necesito contar esta historia y los detalles están allá.
Flores me miró.
—Está loco Leandro. Déme unos minutos que junto unas cosas.
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES
25 de abril al 13 de mayo. Stand 322  – Pabellón Azul
Cámara Argentina del Libro

Dejar los libros era una manera de regresar

Martín recordó la puerta que había pasado por alto y regresó al comedor. Estaba cerrada. Probó con el manojo de llaves hasta que la cerradura cedió.
La sorpresa fue mayúscula.
Allí, en medio de pampa, había un tesoro impensado. Columnas de libros apilados, que supuso parte de la biblioteca personal de Leandro, descansaban al abrigo de la oscuridad, sorprendidos por su profanación.
El Negro se entretuvo mirando los títulos. Tragedias griegas, las obras completas de Tolstoi, Dante y su Comedia, unos compendios de la historia de la filosofía, ensayos históricos y una gran variedad de textos que recorría buena parte de la Literatura Universal. Se preguntó por qué Leandro no los había llevado consigo. Quizás dejar los libros era una manera de regresar y no despedirse del pasado, aferrarse a la esperanza de un improbable pero no descartado regreso.

A propósito del Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor, en Argentina.
Fragmento de «El porvenir es una ilusión», novela publicada por Colisión Libros, Buenos Aires, Argentina.

Malabares en silencio

Pero hay un tipo de silencio que es casi tan fuerte como un grito. Eso fue lo que conseguí. Un silencio a todo mi alrededor, denso y total, oí correr el agua en la cocina. En el exterior, oí el ruido sordo de un periódico doblado al golpear la avenida, y luego el silbar suave, desafinado, del chico que se alejaba otra vez en su bicicleta*

Rumiaba pensamientos cuando lo vi. No más de diez años y con un talento inalcanzable lanzaba bastones al aire. Tres. Con uno en cada mano hacía girar a su antojo el tercero, que oscilaba arriba y abajo sin caerse, rodaba hacia los extremos, para volar y reiniciar la danza en plena calle. No más de diez años. Malabares para sobrevivir, el gesto serio y concentrado. Casi nada de juego, toda necesidad. Ni siquiera mi aplauso le robó una sonrisa.
Bocinazos, la furia por el espejo retrovisor ante mi demora. El enojo contra el par y la complacencia con bandoleros que reclaman esfuerzos mientras se empeñan en pisotearte los derechos. No ve el que no quiere. O no le conviene. O calla y lo aprueba.
Siguen los bocinazos. “Gracias”, dice el pibe. Retomo la marcha, desoigo los insultos del automovilista que venía detrás. Malabares para sobrevivir, pero no juega. Llego a casa, lo escribo, no lo publico, el lujo del flâneur  y el estómago lleno.
Quizás lo mejor es un blog sin entradas nuevas.
Hasta que el silencio grita.
(*) Chandler, Raymond, “El largo adiós”, 1953, Traducción: José Luis López Muñoz, edición digital.

El almanaque, su dictadura

Volví a anotar palabras. No sin esfuerzo, porque el pulso hace de las suyas.
Poso: sedimento contenido en una vasija. Descanso quietud.
“Poso de melancolía”, no está mal, solo previsible.
El poso de la mañana encandilaba el amanecer que aparecía detrás de los cerros”, alguito mejor.
Abro la ventana. Recorro la casa, enorme y callada. O será el almanaque y su dictadura que hacen doler los huesos.
Desdoblo el pañuelo. Le quito algunas arrugas y lo extiendo en el respaldar de la silla. Falta para anudarlo bajo el mentón.
“Poso de memoria que le dejamos a quienes vienen”, eso sí.
El patio, otoño y sus amarillos. La gata al sol,al lado de mi silla. De vez en cuando mira, esperando mi compañía.” ¡Ya voy!”, le aviso,  y sirvo el té en una taza.


Publicado en Plan B Noticias

Mate con cáscara de naranja

“¿Cómo que no creeś? Escuchá, no te miento: mate amargo indiferencia; lavado enemistad; dulce amistad; muy dulce habla con mis padres para pedir mi mano; muy caliente: me muero de amor por vos; frío desprecio…”

—¿Con cáscara de naranja? —me interrumpió.

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Santitos

No suelo promocionar mis libros. No me sale, no está en mí. Creo más en el trabajo silencioso, si es posible constante, premisa que cumplo a medias. Podría enumerar elogios en privado (tu libro ahora ya está en poder de un amigo, porque libros como estos no se quedan en las estanterías. Van en las mochilas, en las carteras, bien apretaditos contra el cuerpo, contra el pecho), me escribió (a propósito de “El porvenir es una ilusión”) un lector  y creo que es un gran destino para lo que uno escribe, la circulación de mano en mano, del boca a boca.

También le temo a las poses o figuras de las y los escritores. A veces me gusta definirme como laburante de la palabra que —de paso— incluye a mi oficio diario de trabajador de prensa.

He perdido la urgencia de publicar, una etapa más en este oficio de escribir y lo único concreto es que leo y leo, comparto algunos textos y de tanto en tanto escribo, mientras demoro el cierre de una nueva novela, acaso con demasiadas voces dispersas.

Hoy me desperté y leí unas generosas palabras sobre “Series y Grietas”, obra editada por Colisión Libros y presentada en la Feria Internacional en Buenos Aires, allá por el 2015. De más está decir que agradezco profundamente el comentario.

Fui al libro y quizás porque la publicación se iniciaba con el calor, me acordé de “Santitos”.
Les dejo el cuento a continuación.
Santitos
El calor era agobiante y acentuaba mi desánimo. Crucé la calle polvorienta y toqué la puerta señalada. Cuatro golpes. Una, dos, tres veces, según la seña sugerida.
 “A mí me ayudó”, había dicho el Roque y se empinaba la botella. —Queda la baba, ¿la querés?, —señaló mostrándome el resto de cerveza. Rechacé el convite, guardé la dirección en mi bolsillo y apoyé la cabeza en el paredón. La vecina de enfrente nos espiaba desde la ventana. Casi todo estaba en su lugar.
 “La extraño”, le confesé y mi amigo me palmeó la espalda. “Andá a ver a la vieja, haceme caso. Te puede dar una mano; yo recuperé a la Negra gracias a ella. Y mirá que es brava la petisa, ¿eh?”. Lo cierto que ahí estaba. Parado frente a una puerta de chapa salpicada con estampitas de santos que no había visto nunca.
—¿Quién es? —dijo la voz apagada.
—Me envía el Roque —musité.
—¿Quién?
—El Roque. Dijo que usted me podía ayudar.
—¿A qué?
—Necesito recuperar a una mujer…
—¿Y qué hiciste? —escuché del otro lado de la puerta.
Miré la chapa oxidada. Parecida a la carta que me jugaba. —¿Me puede abrir, por favor?
—Ella no es de por aquí, ¿No?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sino el Roque no te hubiera mandado —oí que quitaba el pasador de la puerta y la chapa dio lugar a una vieja arrugadísima con el pelo hasta la cintura.
—Pasá, Ramiro.
—¿Cómo supo mi nombre?
No me contestó. Sólo se corrió a un costado, cediéndome el paso.
La habitación estaba en penumbras y me costó unos segundos habituarme a los sahumerios encendidos. Velas y una música coral decoraban el ambiente.
—Sentate —dijo y señaló una pequeña banqueta. Nos quedamos frente a frente. —¿Qué hiciste? No me contestaste la pregunta.
—No preguntarle su nombre, ni cómo ubicarla. No la puedo olvidar.
—¿Dónde la conociste?
—En lo del Kevin. Alta fiesta con el primer sueldo en la fábrica. ¿Lo conoce? Vive contra las bardas, ahí donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—¿Dónde están las cruces?
—Sí. Esas. Las que crecen con el tiempo y nadie ve o quiere ver.
—Todos le huimos a la muerte.
—Pero esas muertes están hechas de balas y puñaladas, de enfrentamientos que nadie se cree y cuentas sin saldar, siempre perdemos los mismos, ¿sabe?
La vieja me miró. Creí percibir un brillo en sus ojos claros.
—Lo sé. Contame de la chica.
Miré el piso de cemento, cubierto de una pátina blanquecina.
—La verdad, estaba bastante aburrido hasta que la vi. Apareció en la puerta: musculosa blanca, piel morena. Si la lindura era posible, se encontraba ahí. ¿Los ojos? De un negro profundo y un andar que levantaba hasta los muertos. Se acercó y me saludó. Le pregunté quién era. No contestó. Solo sonrió y me tomó la mano. Nos fuimos afuera… el resto se lo imaginará.
—¿Qué pasó después?
—Volvimos por unos tragos. Entonces se inició la batahola y oímos las sirenas. Nos desbandamos y ella desapareció. La busco desde hace días, ya no sé qué hacer.
—¿Has pensado en la posibilidad de que no fuera de por acá?
—Eso ya lo sé. Recorrí toda la barriada y nunca la encontré.
—Justamente —dijo la vieja. —De más allá —agregó señalando hacia las cruces, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—No se burle. Además lo que dice no puede ser posible.
—¿Por qué no?
—Porque la sentí, estuvo conmigo.
—¿Y quién te dijo que no pueden sentir?
—Usted me está cargando, déjese de joder.
La vieja se levantó y desapareció por unos instantes. Volvió con un diario amarillento y una estampita.
—Mirá.
Vi la foto y palidecí. La noticia tenía varios meses, un siniestro de tránsito.
—No entiendo.
—No todo se entiende ni puede explicarse.
—¿Cómo sabía que era ella?
—Porque no sos el primero que viene.
—¿Atraparon al tipo? Acá no lo cuentan.
—No lo sé—Se puso de pie y dio por terminada la conversación.
—¿Sabe? No sé si creerle.
La vieja se dirigió a la puerta, me dio la estampita y me miró a los ojos. —Por el pasillo central, cuarta fila, a la derecha. La tercera cruz, por si te animás, tiene esta foto —dijo parada en el marco.
—¿Le debo algo por esto?
—Nada. Le gustan las calas, poné una en tu casa y rezá la oración que está aquí detrás —agregó señalando el papel.
—Yo no creo mucho…
—Pero necesitás seguir adelante —respondió y cerró la puerta.
Salí de allí. El cementerio se veía en la lejanía, contra la barda, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué. Recorrí las pocas cuadras que me separaban de él y compré las flores. Pero no me animé a entrar. Necesitaba llegar a casa y ponerlas en agua.

Fondista

Memoria quebradiza, austera, esquiva, que deja escapar imágenes y olores.

Lecturas silenciosas y voraces, la calma de una mañana cualquiera, previa al sofocón de los recuerdos.

Cartas viejas, textos inconclusos, renuentes, el olvido de tu voz.

La maquinaria forzada y altiva de algunas palabras.

Descreimiento de poses y frases. Más lecturas.

Un poema conmovedor de Chantal Maillard: escribir/como quien muerde un rayo/con los brazos en cruz.

Una llanura que todavía conmueve, el país de los tíos, el continente de las flores y el arenal de la memoria.

Arremangarse y sumergirse en el borrador cual fondista al que le faltan pocos kilómetros y sabe que debe llegar o desfallecer en el intento.

Respirar profundo, recuperar aliento, burlarse de las premisas.

Escribir con la persistencia de la memoria y la tiranía de las palabras.

Imagen: Pixabay

La vela

La botella estaba firme en el medio de la calle. Vacía, impune, de madrugada. La seguí con la mirada y pasé a su lado.

Ladridos de perros. El silencio espeso de la muerte.

En casa, restos de una despedida. Pibes y pibas afuera, el vaho irremediable de las flores, la bronca de una muerte clandestina.

¿Fueron ciertos los coágulos, el dolor, la mirada de la enfermera?

Adentro, mamá sollozaba entre hipos, abrazada por su compañero.

Les pedí que dejaran esto atrás. No me escucharon, no tenían por qué.

Mi hermana apretaba el pañuelo verde y encendía una vela junto a mi foto.

Publicado en Plan B Noticias
#AbortoLegalYa, #Pañuelazo

Orden en este caos

Allá lejos y hace tiempo Menem indultaba a los militares y en las calles se repudiaba el perdón. Lanata publicaba una tapa en Página/12. Completamente blanca, solo con el título del diario y un «pirulo» donde decía que el pasado no se podía dejar en blanco y borrar de un plumazo.

O algo por el estilo.
Y como no se puede borrar de un plumazo, bien vale la memoria. Estados Unidos (que siempre contó con gobiernos falderos) recordó su política imperialista y auspicia otro golpe de estado, esta vez en Venezuela, tensando posiciones casi irreconciliables y con resultado muy incierto.
Cuba (1952)
Guatemala (1954)
Brasil (1964)
Chile (1973)
Argentina (1976)
Venezuela (2002)
Haití (2004)
Honduras (2009)…
EEUU, patrocinador oficial de golpes de Estado en América Latina desde mediados del siglo XX.

— Rubén Sánchez (@RubenSanchezTW) 23 de enero de 2019

1964 – Río de Janeiro
«Hay nubes sombrías»,
dice Lincoln Gordon:

—Nubes sombrías se ciernen sobre nuestros intereses económicos en Brasil…
El presidente Joao Goulart acaba de anunciar la reforma agraria, la nacionalización de las refinerías de petróleo y el fin de la evasión de capitales; y el embajador de los Estados Unidos, indignado, lo ataca a viva voz. Desde la embajada, paladas de dinero caen sobre los envenenadores de la opinión pública y los militares que preparan el cuartelazo. Se difunde por todos los medios un manifiesto que pide a gritos el golpe de Estado. Hasta el Club de Leones estampa su firma al pie.
Diez años después del suicidio de Vargas, resuenan, multiplicados, los mismos clamores. Políticos y periodistas llaman al uniformado mesías capaz de poner orden en este caos. La televisión difunde películas que muestran muros de Berlín cortando en dos las ciudades brasileñas. Diarios y radios exaltan las virtudes del capital privado, que convierte los desiertos en oasis, y los méritos de las fuerzas armadas, que evitan que los comunistas se roben el agua. La Marcha de la Familia con Dios por la Libertad pide piedad al Cielo, desde las avenidas de las principales ciudades.
El embajador Lincoln Gordon denuncia la conspiración comunista: el estanciero Goulart está traicionando a su clase a la hora de elegir entre los devoradores y los devorados, entre los opinadores y los opinados, entre la libertad del dinero y la libertad de la gente.
(Eduardo Galeano, “El siglo del viento”, Memoria del Fuego 3)
Dos medios argentinos me llamaron hoy para hablar de Venezuela y dejaron de hablarme cuando les dije que soy chavista, entre ellos Mitre y el Canal de la Ciudad. Anoten eso en libertad de expresión, ya total que importa querer pasar por encima a un país lleno de civiles.

— bruno sgarzini (@brunosgarzini) 23 de enero de 2019

Córdoba. 1989. Un profe de Psicoanálisis, en clases de cientos de estudiantes en una universidad pública que hay que bancar a rajatabla, explicaba la noción de inconsciente y citaba estos versos, que acompañaron más de un cuaderno, esos con los que me topo buscando otras cosas.
Tiempo después supe el autor, cuando la psicología quedaba atrás y uno empezaba a arrimarse a las palabras.
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo,
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
(Juan Ramón Jiménez)
Y el que a veces voy a ver y a veces olvido, no puede o no sabe despegar la literatura de lo real. “Toda la literatura que yo escribo es realidad. Porque yo he visto que la realidad -y vuelvo a repetir algo que es muy repetido pero lo repito- la realidad tiene mucha más fantasía que cualquier fantasía, y eso lo he notado. Entonces, describo todas esas fantasías que uno ha vivido”, dijo Osvaldo Bayer en una entrevista, allá por el 2004.

Algo de eso hay. Y en el mientras tanto escribo. O lo intento.