Desandar lo andado

«La mitad del camino que recorremos no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez deberíamos salir, tomar con espíritu de aventura por el camino más corto, y nunca regresar, preparados para enviar de regreso a nuestros desolados reinos, solo nuestro corazón embalsamado, como una reliquia. Si estás listo para dejar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa e hijo y amigos, y nunca volverlos a ver, —si has pagado tus deudas, has cumplido tu voluntad, has resuelto tus compromisos y eres un hombre libre— entonces estás listo para una caminata».

(p.17).

«Cada atardecer del que puedo ser testigo me inspira el deseo de partir hacia un oeste tan lejano y hermoso como la puesta del sol. Él parece migrar hacia el oeste diariamente e intenta que lo sigamos».

(p.33).

(Thoreau, «Caminar», Buenos Aires, Interzona Editora, 2109.

La diaria

Cuando llueve, el bidón queda escondido en un árbol o bajo los ligustros. De nada valdría dejar la casilla de cartón, donde la barda marca el fin del mundo y el calor del cuerpo de la China es el mejor plan. Pero el abrazo no alcanza para arrimar algo a la olla y hay que salir igual a hacerse la diaria.

Se encapucha y cierra la campera ligera, de buzo, descosida en los puños, El abrigo es una humorada y camina las cuadras que lo separan de la parada del ómnibus.

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Los nombres de la lluvia

Llueve. Las palabras se demoran. Abro la puerta balcón y dejo que el olor a lluvia pasee por la casa. Petricor, se ha difundido por ahí. Para la RAE, no existe. Igual no concilio con ella. Y busco otras.

Aparece un artículo. Elijo reiu (lluvia fría) y kanu (lluvia fría de invierno), del japonés.

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Semillas y pastores (textos recobrados)

La helada y su crudeza. Puedo verla desde el ventanal empañado. Quien lo diría, la que no conocía la luz del sol hasta pasado el mediodía, ahora se despierta temprano. Escribo mi nombre en el vidrio y entreveo la maleza blanquecina. Y el cielo de un celeste pálido que invita a levantarse.

Consulto el celular: ofertas, horóscopo y un cliente que pide un presupuesto. ¿Qué estará haciendo Seba? Prometimos vernos a la tarde.

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Cuesta existir cuando no te reflejas en la mirada del otro

Grata sorpresa, mientras avanzo en la lectura, sutil, sin golpes bajos, por lo menos hasta ahora. Historia cómplice y confidente, aovillada. Seres disímiles que se cruzan, un relato que sostiene, resignifica, da cuenta de una falta. Cuando no. Lecturas que remiten a otras.

De alguna manera me transportó a casa. Las revistas de la Editorial Columba. Helena, en Intervalo, algún que otro libro de Danielle Steel, en la biblioteca y otros bestsellers de los ochenta. Textos que dialogan con otros. Y también con los recuerdos.

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Entrever (o anotaciones de invierno)

El campo es una herida absurda, agazapada, una inmensidad que no tiene fin, que de alguna manera siempre retorna.

«Después de cruzar el campo ondulado -al frente y por ambos lados- la tierra tan lejos como alcanzaba la vista, mostrábase absolutamente plana, en todas partes verde por los pastos invernales, pero sin flores en esa época del año y con resplandores de agua en toda su extensión.

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Literatura, supongo

… Era riojano, tal vez. O jujeño. O a lo mejor, ninguna de las dos cosas, pero a mí, no sé por qué, me gustó que fuese jujeño, del mismo modo que elegí tu risa: un matiz sombrío de tu risa, que si no existió debiera haber existido. Literatura, supongo. Las palabras que hacen tan fácil una lluvia, que se meten en la vida (mi vida) y la desplazan, desalojan tu cuerpo real y tus ojos -pardos, raros, parecidos a los de otra mujer y tal vez por eso te dije que te quería, o te quise- ojos que en algún momento de esa primera noche me hicieron decir una idiotez, salpicados como eran de puntitos negros, de gata, eso fue lo que dije. Y vos te burlaste. «Es fatal», dijiste sonriendo: «Los gatos, las brujas». Tenías la voz oscura, alargada en un canturreo. Cierto, dije molesto, la originalidad. Me mirabas. Que la originalidad se la regalo a los que no tienen otra cosa. Dijiste que no era para tanto y dejaste de sonreír. Después no sé.

Una de esas conversaciones caóticas y disparatadas que son como tanteos o como señales luminosas emitidas en la oscuridad por dos que se buscan, cuando uno ya siente que se orienta hacia el otro, que se aproxima al centro de otra incógnita. Una especie de juego en la que la carta mágica puede aparecer en cualquier momento

Castillo, Abelardo, «Crónica de un iniciado», edición digital.

Azami

«Azami. Esa flor me parece única, con su forma peculiar y su color violeta. No se suele regalar a causa de las espinas puntiagudas que cubren sus hojas. Una flor bastante inabordable».(*), válida para el deseo, la aventura de los cuerpos.

También para la mano, su trazo en el papel, la correría de un texto.

Cubrirse el rostro con las manos. Abrir los ojos. Hurgar entre las sombras.

Sostener(se).

A diario.

(*) Azami, El club de Mitzuko, de Aki Shimazaki, traducción de Íñigo Jáuregui, edición digital).

Foto: Pixabay.

El papelito rosado

Mientras el sol del mediodía pinta de blanco el cemento de las veredas y construcciones, otros colores caen desde la ventana abierta de un edificios de oficinas, a treinta y cinco pisos de altura. Ahora, sobre la vereda impactada, un cuerpo envuelto en un traje oscuro barato exhibe el interior de sus órganos, manando sangre que repta con la lentitud propia de un líquido semiespeso.

Alrededor se forma un círculo de gente. Charlas, comentarios, celulares tomando fotos. La muerte se transforma en centro de atención. Observar un cadáver conforma la última línea de defensa contra la nada: ver la muerte en otro, verla y no experimentarla, estar en presencia de un cuerpo vaciado de vida que -por ahora, sólo por ahora- no es el propio. Esa incompatibilidad entre observar y morir es la razón por la que no hay espejos en las salas velatorias.

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