El olor a tortas fritas

Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vino adulterado. Una vieja gorra de su padre, un familiar, o regalo de un transeúnte incómodo al toparse con él y su cucha de cartón, en el hueco de un medidor de gas.

Me lo cruzaba siempre que te iba a buscar. Vos tenías seminarios y cursos en la escuela y yo dejaba mi empleo de chapista, de mazazos frenéticos y sordera anunciada. Él tenía la voz ronca y si estaba cuerdo se paraba en medio de la calle y dirigía el tránsito con gestos exagerados, poniendo énfasis en que los autos no pisaran la senda peatonal o que algún desprevenido no cruzara la calle si no debía.

Estaba ahí, un detalle más de la pintura urbana.

La última vez que lo vi había conseguido un silbato y penalizaba con furia a los desobedientes. Algunos seguían sus indicaciones, otros dejaban caer unas monedas en el asfalto y cerraban las ventanillas, en un derroche de caridad y conciencia que ¿asegura? una plaza en el paraíso.

No me di cuenta de su falta hasta que atropellaron al pequeño. Un siniestro menor por suerte, luego de la ineptitud de un conductor que vociferaba por su celular. Vos terminabas tu curso y yo miré en el hueco de la casilla vacía: restos de cartón, el silbato y una extraña sensación dentro de mí.

Pensé lo peor, no voy a negártelo.

No he vuelto a verlo y no puedo evitar que cierta tristeza me carcoma el alma, pero encuentro a varios vagando por la ciudad. ¿Maestro, me da fuego? “¿Maestro Por qué? ¿Por qué sobrevivo en la jungla?”, pienso y le regalo mi atado de cigarrillos. Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vida robada.

Le sonrío, una suerte de mueca culpable que lava las culpas y no soluciona nada. Hasta que te lo cuento y el remordimiento pierde terreno, transformándose en un plato de comida caliente que repartimos en esta ciudad egoísta. Sí, puede ser un gesto burgués e inútil y es probable que no sirva de nada, pero del plato de comida pasamos a la ración cotidiana y abrimos el comedor en la cochera del auto que nunca tuvimos.

Un día me invitaron a una reunión partidaria. Iba a decir que no, “que la política no sirve de nada” harto de personeros atornillados a los cargos, engaños y chanzas. Pero asistí. Con desconfianza. Y el milagro sucedió: lo individual se hizo comunitario. Las manos volvieron a juntarse, sin tanta politiquería pero con política de por medio. Aunque algunos todavía descrean, aventuro que siempre es más cómodo ser un criticón constante.

Hoy hay reunión en casa, resta organizar las actividades de mañana y el Oso que no llega a ensayar la rutina. Cebo un mate y miro la nariz de payaso. Quién me viera. Todavía falta inflar los globos, colgar las guirnaldas, terminar de hacer las tortas fritas y tantas cosas para que pibes y pibas tengan una sonrisa en su día.

¿Si es suficiente? Por supuesto que no. Nada lo es en un modo de vida que por definición es excluyente. Pero hay que caminar, aunque el horizonte se siga alejando.

—Che, este mate está frío, dejate de joder —apunta Clara, envuelta en olor a tortas fritas que la hace más linda todavía.

Sonrío. Miro esa panza que crece mes a mes y me pregunto si no estaremos locos. —Dame un minuto que lo caliento —respondo y le robo un beso, mientras el atardecer se posa sobre el salón comunitario.

Anoche, en televisión, un periodista (Julián Guarino, C5N) contó que antes de ingresar al canal se encontró con una pareja que repartía comida caliente a personas de situaciones de calle en Buenos Aires y me acordé de este relato, que integra el libro “Series y Grietas”, publicado por Colisión Libros, allá por el 2015.

Camisa Rosa (o mis libros en la Feria)

Caminaba por la vereda y lo vi. No se diferenciaba del resto de los mortales hasta que empezó a oscilar hacia los costados y con movimientos muy lentos, fue deteniéndose, cual títere sin movimiento. Pensé que caería sobre la vereda desmayado. Pero no. Recuperó el equilibrio y se sentó en un cantero, a recuperar fuerzas.

Camisa rosa, jeans, rondaba los cincuenta años. El pelo ralo dejaba entrever una amplia frente y párpados entornados. Lo observaba calle de por medio, entre los autos que cruzaban frenéticos al mediodía. Me pareció que gesticulaba. De pronto se inclinó hacia la derecha y apoyó la mejilla en el césped. Varias personas pasaban a su lado y desviaban su atención. La indiferencia incondicional de algunos argentinos.
Preocupado, crucé la calle a ofrecerle mi ayuda. Entonces se sentó, me miró y se desvaneció en el aire. Sentí el impacto, mi cara contra el asfalto, la sangre sobre el pavimento, la oscuridad.
Cuando desperté estaba de pie y los paramédicos hacían lo posible por revivir un cuerpo que se parecía al mío. No necesité mirar al costado para saberlo a mi lado. Camisa rosa, jean gastados. Rondaba los cincuenta años.
Relato que integra “Series y grietas”, publicado por Colisión Libros y que podés encontrar en el Pabellón 322 Azul, de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, hasta el 13 de mayo.
También hay ejemplares de la novela  “El porvenir es una ilusión, que inicia así:

I
La noticia no me sorprendió, como si sólo fuera cuestión de tiempo para que la certeza tomara cuerpo y no naufragara en las traiciones de la esperanza. Salí al patio y me refugié unos instantes bajo el parral. Algunos rayos de sol se colaban entre las hojas y anunciaban la dureza de un verano diferente.
Una de mis hijas –la que no conoció Martín– luchaba por atarle el pelo a una de sus muñecas mientras la embadurnaba con barro. “Es crema para la cara, papá”, se atajó ante mi vistazo indisimulado.
El Negro odiaba el calor. Aseguraba que era para burgueses venidos a menos y oficinistas pálidos, ansiosos por hacinarse en playas atiborradas de turistas. Su recuerdo es como esas huellas de nuestro cuerpo que coinciden con los secretos de la memoria. Están ahí y tienen su historia, sus confidencias, sus humores. Están ahí para demostrarnos que estamos vivos.
En los días leves tenía la esperanza de que mi amigo viviera en algún país europeo (siempre pensé que podía ser escandinavo) y que se negaba a volver a casa por resentimiento, amargura o demasiada melancolía.
En los días espesos, su ausencia hería el alma.
Como hoy.
Todavía conservo sus cartas. Una de las últimas, fechada en diciembre de 1978, lamentaba el triunfo de Argentina en el Mundial. Sin embargo yo podía leer entre líneas —porque para eso son los amigos— que todavía tenía la confianza suficiente para iniciar el camino de regreso.
En cada sobre de remitentes falsos como Calle de la Buena Vida o el Libertador de América, había un párrafo para nosotros, Flores, y aquel breve paso por La Colonia. Todo camuflado con frases como “no puedo olvidar el aroma del perfume que tenías aquella tarde” o “no descuides a mi jardín rechoncho, espero que no se haya llenado de cardos rusos”.
Más de una vez estuve tentado de contarle que mi versión de consignatario de hacienda se había ido al diablo, pero me contuve. O que pasé varios meses en la cárcel “por las dudas”. Mi tiempo a la sombra acabó con mi negocio y confirmó la intuición de que las botas de cuero, ponchos caros y cuchillos de plata no congenian con los que cuestionan el orden impuesto. Y darle una mano al Negro fue una afrenta que no me perdonaron.
Fueron tiempos duros. Subsistimos gracias a la resistencia sublime de Claudia, que siempre se las ingenió para traer un pedazo de pan a la mesa. Algunos ahorros, bisutería, venta de cosméticos y otras baratijas lograron capear el temporal. Transcurría el año 1983 cuando  Alfonsín aseguraba que con la democracia se come, se educa, se vive y la tormenta pareció alejarse del horizonte.
Creo que esos años sirvieron para despedirme de los mandamientos familiares. No porque fueran una carga sino porque cada uno debe transitar su propia senda y la mía parece surcada por libros, citas y alumnos a los que trato de contagiar mi entusiasmo por las palabras, con su miríada de versos y relatos.
Acaso como éste, que subyace mientras la vida pasa y reclama por saldar una deuda pendiente, deuda que no tiene que ver con el dinero sino con nuestra piel, habitada por sueños, miserias o lealtades. Como la vida misma.
Y si fuera posible reducir nuestra historia a varios relatos, uno de ellos estaría atravesado por llamadas telefónicas: una que recibí de Flores preguntándome por el Negro y otra que le devolví al mes siguiente pese al miedo y la incertidumbre.
Cuando colgué el teléfono, aquel 29 de junio de 1976, supe que había cruzado una línea. Pero no había vuelta atrás. Ignoro si el interventor de La Colonia me confesó el operativo porque sospechaba de mí o porque simplemente tenía que contárselo a alguien. Era una rata, un servil con el poder que disfrutaba muy bien de su rol social.
Lo cierto es que su soberbia me permitió saber que iban de nuevo tras mi amigo y mi advertencia no sorprendió a Flores. “¿Por qué lo hace?”, preguntó. “Por la misma razón que usted”, creo que contesté. Después los días se tornaron cenicientos y fueron cubiertos con un velo tenue y solidario, acorde con un invierno que parecía interminable.
Me encontraba en prisión cuando el comisario me contó que los grupos de tareas habían arrasado mi casa e incendiado mi biblioteca. Los pormenores de la huida del Negro los tuve cuando recibí su primera carta desde Brasil. Simulaba ser un primo de Claudia que llevaba tiempo sin escribirnos y recordaba una lejana visita a La Colonia.
Yo había recuperado la libertad hacía poco tiempo y la noticia fue un alivio para nosotros. Intuí que Flores me debía una explicación y fui a verlo. El hombre ya vivía en la ciudad y soportaba el desprecio de sus camaradas, quienes lo consideraban un inútil, un perdedor derrotado por el whisky, confinado a pudrirse en oficinas sofocantes.
El comisario me citó un día en su casa; la del barrio policial, la que continuaba sin Leonor pero recibía las visitas domingueras de su hijo. Su jardín abandonado contrastaba con las rejas nuevas y el césped reluciente de las casas vecinas. Era un paria entre sus pares, el diferente de la manada, el disconforme que disfrutaba de su rol dentro de una institución rígida.
Allí me contó que la idea había sido suya. Que no lo habían planeado pero Ramírez había facilitado las cosas. También que Martín estuvo escondido en el caldenal, hasta que llegó la ayuda. No me lo confesó, pero creo que se alegró cuando le mostré la carta recibida. “Manténgame al tanto”, deslizó.
Es curioso el vínculo que puede formarse entre dos hombres. Nunca nos frecuentamos pero siempre nos tuvimos presentes, como aquella vez que apareció en casa, me dejó mi ejemplar de “La Ilíada” y un cuaderno con anotaciones de Martín, de su exilio interior. “Lo encontré cuando hacía el bolso”, agregó luego de confirmarme que La Colonia había sido abandonada tras el cierre del destacamento policial.
Quizás por eso, porque no puedo explicarlo o porque simplemente debo mantenerlo al tanto, es que vine a verlo y estamos frente a frente, en su oficina de detective privado que huele a misterio rancio y rincones húmedos, a perfume barato y maridos engañados.
—Página 3, nacionales, arriba a la derecha —dije.
Releyó la nota un par de veces y tiró el diario sobre la mesa ratona. —¿Ahora qué hacemos?—preguntó.
Le mostré mi bolso de viaje.
—Me voy a La Colonia, ¿quiere venir?
—¿Por cuánto tiempo?
—El necesario. Necesito contar esta historia y los detalles están allá.
Flores me miró.
—Está loco Leandro. Déme unos minutos que junto unas cosas.
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES
25 de abril al 13 de mayo. Stand 322  – Pabellón Azul
Cámara Argentina del Libro

Mate con cáscara de naranja

“¿Cómo que no creeś? Escuchá, no te miento: mate amargo indiferencia; lavado enemistad; dulce amistad; muy dulce habla con mis padres para pedir mi mano; muy caliente: me muero de amor por vos; frío desprecio…”
—¿Con cáscara de naranja? —me interrumpió.
—Ven a buscarme. —Le marqué el folleto con el dedo. Sonrió, sonreímos. Era de noche y la luz del porche le iluminaba la cara opacada por el brillo de sus ojazos negros.

Encendí la computadora con la escena que regresaba una y otra vez. Y aparecieron las imágenes, los recuerdos, los olores. Sus dedos con anillos, la frescura de su voz.
Morena, grande, de cuerpo donde acurrucarse. La vi llorar un día en la oficina y le alcancé un pañuelo descartable. Un “gracias” y algo a medio camino entre una sonrisa. El mate estaba helado, pero le ofrecí uno. “Está horrible”, advertí. El sonido de la yerba cuando sorbés y no sale nada. “Es cierto, está horrible”, dijo.
Ella volvió a su cubículo. Yo al mío. El día languideció; oficinistas de ceniza en un fin de año que parecía irse al infierno. Alguien prometía mejoras en un futuro que nunca llegaba. El mismo que había arrastrado a más personas en la pobreza.
Bajamos los escalones del moderno edificio. Un auto que de alta gama y vidrios polarizados la esperaba con la impunidad  de quienes se estaciona en lugares prohibidos. Ella dudó en subirse pero lo hizo. Creí que me echaba un vistazo mientras se iba.
No sé si había pasado una semana. O dos, pero otro día nos topamos en la cocina. Esta vez con el mate recién hecho, le ofrecí uno. “La próxima vez dulce, y si es con cascarita de naranja, mejor”. Sonreí. Devolvió la sonrisa. “¿Mejor”?. “Sola”, respondió, “era un infeliz adorable, peligroso si rascabas un poquito”.
Los cruces en la cocina siguieron y de algún modo, terminé en su casa. Luego de la separación había vuelto con sus padres, felices de tenerla. Hija única, la luz de sus miradas que habían vuelto a brillar. Roberto, canoso y calvo, con cabello gris sobre las orejas. Laura, profesora jubilada, familia de clase media, círculo escaso de amigos y muy fieles.
Comenzamos a vernos. Ambos veníamos de rupturas cercanas y todavía nos lamíamos las heridas, quizás por eso íbamos despacio. Novios de más de treinta, caricias esporádicas, con charlas en el porche en un verano con apagones y noches de infierno.
El primer beso llegó afuera de su casa. Ella tenía una remera de esas que desnudan un hombro y un escote  que dejaba entrever el nacimiento de los pechos, firmes, operados, regalo del infeliz. Sus labios sabían a naranja, una huella cítrica que te quedaba en la boca y te pedía algo más. Íbamos despacio como dije. Intuyo que porque todavía pensaba en él o porque una barrera le impedía acercarse a mí. Ya me lo contaría cuando hiciera falta.
En enero viajé a mi tierra natal. “Vení, tus sobrinos están enormes y tenemos pileta”. Buen plan para poner en orden los pensamientos, mientras ella se iba a la costa con sus padres.
Volví a Buenos Aires, tostado, sin las urgencias de la Capital. La noche que fui a verla a su casa, algo había cambiado. No de sus padres, que me recibieron con los brazos abiertos. “Tengo algo que contarte”.
Nos encerramos en su habitación. Me confesó que él la había llamado, que le juraba haber cambiado y que la necesitaba. Baldazo helado. Entrelazamos las manos y yo me sumergí un momento en ese lunar en la muñeca. Le pedí que se cuidara.
“Sabés que estoy, por lo menos por un tiempo”, lancé mientras el dolor arremetía para acodarse en la garganta. O era angustia. No importaba tanto. “Algo más”, agregó:“renuncié a la oficina. Me voy a trabajara su empresa”. Desenlazamos las manos. Creo que esbocé una sonrisa y la besé en los labios, un roce corto, para robarme su sabor, impune y sin permiso. No volví a verla. Pero no borré su contacto, esperanzado en alguna novedad que no llegaba.
Un día recibí un mensaje de su mamá. Tuve que releerlo dos o tres veces. Entonces recordé la noticia, la que naturalizamos a diario a pesar del horror y encendí la televisión. Los medios seguían el caso desde temprano. Un paparazzi captó el retiro del cuerpo o de lo que quedaba de la casa del asesino. Reconocí el tatuaje en la muñeca que se escapaba de la bolsa negra. No quise escuchar los detalles pero adiviné la relación de rupturas y de violencia, de golpes que me negó en más de una charla, en aquel porche.
No debí dejarla sola. Los no que ahora no sirven de nada. Somos monstruos y nos tienen miedo. Entonces encendí la computadora y esbocé unas líneas torpes, difusas. Amanecí con el mate helado, amargo y el reflejo de un rostro devastado o de asesino serial.
Laura me abrazó muy fuerte en el velorio. Roberto moría en vida y me apretó el brazo. Estuve un rato. Prometí volver, convencido que no podría cumplir esa promesa.
Por suerte me equivoqué. Quizás ayudó la fecha de su cumpleaños, o el mensaje de su mamá de caminar juntos las calles con su foto. Lo cierto es que estoy frente a su puerta, no sin antes haber pasado por el cementerio.
Te dejé un mate recién cebado, con cáscara de naranja y la promesa de volver más seguido.

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Santitos

No suelo promocionar mis libros. No me sale, no está en mí. Creo más en el trabajo silencioso, si es posible constante, premisa que cumplo a medias. Podría enumerar elogios en privado (tu libro ahora ya está en poder de un amigo, porque libros como estos no se quedan en las estanterías. Van en las mochilas, en las carteras, bien apretaditos contra el cuerpo, contra el pecho), me escribió (a propósito de “El porvenir es una ilusión”) un lector  y creo que es un gran destino para lo que uno escribe, la circulación de mano en mano, del boca a boca.

También le temo a las poses o figuras de las y los escritores. A veces me gusta definirme como laburante de la palabra que —de paso— incluye a mi oficio diario de trabajador de prensa.

He perdido la urgencia de publicar, una etapa más en este oficio de escribir y lo único concreto es que leo y leo, comparto algunos textos y de tanto en tanto escribo, mientras demoro el cierre de una nueva novela, acaso con demasiadas voces dispersas.

Hoy me desperté y leí unas generosas palabras sobre “Series y Grietas”, obra editada por Colisión Libros y presentada en la Feria Internacional en Buenos Aires, allá por el 2015. De más está decir que agradezco profundamente el comentario.

Fui al libro y quizás porque la publicación se iniciaba con el calor, me acordé de “Santitos”.
Les dejo el cuento a continuación.
Santitos
El calor era agobiante y acentuaba mi desánimo. Crucé la calle polvorienta y toqué la puerta señalada. Cuatro golpes. Una, dos, tres veces, según la seña sugerida.
 “A mí me ayudó”, había dicho el Roque y se empinaba la botella. —Queda la baba, ¿la querés?, —señaló mostrándome el resto de cerveza. Rechacé el convite, guardé la dirección en mi bolsillo y apoyé la cabeza en el paredón. La vecina de enfrente nos espiaba desde la ventana. Casi todo estaba en su lugar.
 “La extraño”, le confesé y mi amigo me palmeó la espalda. “Andá a ver a la vieja, haceme caso. Te puede dar una mano; yo recuperé a la Negra gracias a ella. Y mirá que es brava la petisa, ¿eh?”. Lo cierto que ahí estaba. Parado frente a una puerta de chapa salpicada con estampitas de santos que no había visto nunca.
—¿Quién es? —dijo la voz apagada.
—Me envía el Roque —musité.
—¿Quién?
—El Roque. Dijo que usted me podía ayudar.
—¿A qué?
—Necesito recuperar a una mujer…
—¿Y qué hiciste? —escuché del otro lado de la puerta.
Miré la chapa oxidada. Parecida a la carta que me jugaba. —¿Me puede abrir, por favor?
—Ella no es de por aquí, ¿No?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sino el Roque no te hubiera mandado —oí que quitaba el pasador de la puerta y la chapa dio lugar a una vieja arrugadísima con el pelo hasta la cintura.
—Pasá, Ramiro.
—¿Cómo supo mi nombre?
No me contestó. Sólo se corrió a un costado, cediéndome el paso.
La habitación estaba en penumbras y me costó unos segundos habituarme a los sahumerios encendidos. Velas y una música coral decoraban el ambiente.
—Sentate —dijo y señaló una pequeña banqueta. Nos quedamos frente a frente. —¿Qué hiciste? No me contestaste la pregunta.
—No preguntarle su nombre, ni cómo ubicarla. No la puedo olvidar.
—¿Dónde la conociste?
—En lo del Kevin. Alta fiesta con el primer sueldo en la fábrica. ¿Lo conoce? Vive contra las bardas, ahí donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—¿Dónde están las cruces?
—Sí. Esas. Las que crecen con el tiempo y nadie ve o quiere ver.
—Todos le huimos a la muerte.
—Pero esas muertes están hechas de balas y puñaladas, de enfrentamientos que nadie se cree y cuentas sin saldar, siempre perdemos los mismos, ¿sabe?
La vieja me miró. Creí percibir un brillo en sus ojos claros.
—Lo sé. Contame de la chica.
Miré el piso de cemento, cubierto de una pátina blanquecina.
—La verdad, estaba bastante aburrido hasta que la vi. Apareció en la puerta: musculosa blanca, piel morena. Si la lindura era posible, se encontraba ahí. ¿Los ojos? De un negro profundo y un andar que levantaba hasta los muertos. Se acercó y me saludó. Le pregunté quién era. No contestó. Solo sonrió y me tomó la mano. Nos fuimos afuera… el resto se lo imaginará.
—¿Qué pasó después?
—Volvimos por unos tragos. Entonces se inició la batahola y oímos las sirenas. Nos desbandamos y ella desapareció. La busco desde hace días, ya no sé qué hacer.
—¿Has pensado en la posibilidad de que no fuera de por acá?
—Eso ya lo sé. Recorrí toda la barriada y nunca la encontré.
—Justamente —dijo la vieja. —De más allá —agregó señalando hacia las cruces, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—No se burle. Además lo que dice no puede ser posible.
—¿Por qué no?
—Porque la sentí, estuvo conmigo.
—¿Y quién te dijo que no pueden sentir?
—Usted me está cargando, déjese de joder.
La vieja se levantó y desapareció por unos instantes. Volvió con un diario amarillento y una estampita.
—Mirá.
Vi la foto y palidecí. La noticia tenía varios meses, un siniestro de tránsito.
—No entiendo.
—No todo se entiende ni puede explicarse.
—¿Cómo sabía que era ella?
—Porque no sos el primero que viene.
—¿Atraparon al tipo? Acá no lo cuentan.
—No lo sé—Se puso de pie y dio por terminada la conversación.
—¿Sabe? No sé si creerle.
La vieja se dirigió a la puerta, me dio la estampita y me miró a los ojos. —Por el pasillo central, cuarta fila, a la derecha. La tercera cruz, por si te animás, tiene esta foto —dijo parada en el marco.
—¿Le debo algo por esto?
—Nada. Le gustan las calas, poné una en tu casa y rezá la oración que está aquí detrás —agregó señalando el papel.
—Yo no creo mucho…
—Pero necesitás seguir adelante —respondió y cerró la puerta.
Salí de allí. El cementerio se veía en la lejanía, contra la barda, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué. Recorrí las pocas cuadras que me separaban de él y compré las flores. Pero no me animé a entrar. Necesitaba llegar a casa y ponerlas en agua.

Fondista

Memoria quebradiza, austera, esquiva, que deja escapar imágenes y olores.

Lecturas silenciosas y voraces, la calma de una mañana cualquiera, previa al sofocón de los recuerdos.

Cartas viejas, textos inconclusos, renuentes, el olvido de tu voz.

La maquinaria forzada y altiva de algunas palabras.

Descreimiento de poses y frases. Más lecturas.

Un poema conmovedor de Chantal Maillard: escribir/como quien muerde un rayo/con los brazos en cruz.

Una llanura que todavía conmueve, el país de los tíos, el continente de las flores y el arenal de la memoria.

Arremangarse y sumergirse en el borrador cual fondista al que le faltan pocos kilómetros y sabe que debe llegar o desfallecer en el intento.

Respirar profundo, recuperar aliento, burlarse de las premisas.

Escribir con la persistencia de la memoria y la tiranía de las palabras.

Imagen: Pixabay

Apalabrar y juntar a los que quedan

Contra las bardas calles de ripio y construcciones a medio terminar: la pieza que no fue, los escombros en el patio, la arena que el viento desparrama por la tarde y cuenta lo que todavía falta.

La inocencia a medias, una vida más dura de lo debido para los pibes morenos y descalzos, que juegan en arcos improvisados con piedras apiladas y goles a una tribuna imaginaria.

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Barriada

En la barriada el calor se alivia con sillas en la vereda, tereré o mate. También cerveza. Música tropical en un auto  con un fenomenal estéreo.
Una piba le escribe a alguien por celular. Gesto serio. Parece que no es la respuesta que esperaba mientras vigila a la nena que anda en bicicleta.
Alguien riega la vereda, dos gurrumines juegan al fútbol con arcos improvisados con ladrillos en el medio de la calle. Se escucha un grito de gol, los brazos en jarra del arquero.
El verano es clemente, por ahora.
Desando cuadras, me dejo acompañar por la brisa entre los álamos.
El colectivo frena en la parada y se desprende de caras agotadas.
No hay clima de fin de año. O es uno, al que estas fechas le son esquivas.
Ni Felices, ni Fiestas. Ni hablar del jo, jo, jo.
Diciembre y sus días.

Ofensiva

Diciembre, sus saldos hacia la nada. Un almanaque atorado en el cuerpo, la desconfianza absoluta en el clima festivo.
En el país de la ferocidad propone la licencia para matar y siguen los femicidios.
Un pibe se suicida, deja una mochila repleta de currículums. Defina desesperación. 
Ayer, nos tocó ir a ver al chico que se suicidó en la línea E. Ya llevo bastantes pero este era distinto, dejo la mochila en un costado y el documento arriba (para que se lo identifique), y esperó hasta que pase el Subte. Tenía 21 años y varias fotocopias de su CV en la mochila.

— Nicolas Vidal (@NicVidaal) 30 de noviembre de 2018

La noticia me acompaña desde hace días y deja la pena, que amenaza quedarse más de la cuenta. Inmoviliza. Quizás es lo que se busca. La ofensiva del desánimo.
Salir de ahí. O intentarlo. Dejar en repeat “Amor” de los Decadentes de acá a fin de año y acallar el insufrible jo jo jo.

Mientras tanto, reviso viejos textos. O intento, en esto de porfiar en la escritura, aunque coincida con Bolaño que está entre las lecturas pendientes.
“Escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer; incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima.”#RobertoBolaño

— Eva Reed (@lecturaerotica) 16 de mayo de 2018

Saldar cuentas


La fiebre cedió. Sudor frío al despertar y esa voz que no se callaba en mi cabeza, fluía libre, acaso el hilo que falta para una novela inconclusa. O quizás es demasiado prematuro apostar a un murmullo que apareció cuando estaba convaleciente.
¿Escribir es un estado febril? ¿O solo se trata de planificación, de corte y confección cual cirujano exitoso? Ambas opciones (y tantas son válidas), aventuro.
Duele el cuerpo, memoria imprecisa de domingo al abrir los ojos. El barrio en silencio, la gata ronroneando en mi oído. Necesita ir al baño. Tiene cara de “dale o te dejo mi sello acá”.
Descubrir a Neuman y su “Fractura”. Hermosa novela. “los que aparecen ante mí son los que miran con desánimo las vías. Gente rota que, aunque se retuerza y pelee, ya ha sido arrojada a una fosa de la que jamás podrá escapar”, cuenta el protagonista citando a Tamiki Hara. A propósito, qué descubrimiento la literatura japonesa, muchísimo más allá de Murakami.  
Creo que le he escrito con anterioridad.
O esta cita, pensando en hechos recientes: “Él hablaba un francés lleno de síes y escaso de noes. Eso aquí se nota enseguida, porque vivimos dando negativas y refutando al vecino. Para comunicarnos con alguien, necesitamos discrepar. Discrepar y protestar. Yoshie me lo decía a menudo. Que en Francia la protesta es una forma de felicidad. Como para él esa actitud resultaba inconcebible, me llevaba la contraria con asentimientos parciales. Eso me confundía. O peor, me permitía entender lo que deseaba entender. Él me reprochaba que mis respuestas fuesen siempre tan tajantes. Que no supiera expresarle mis negativas con más tacto. Esa ausencia de ambigüedad, digamos, lo despechaba. Creo que la percibía como una cierta falta de amor”.
Novela sobre el amor.“Cuando surgieron las primeras tensiones, nos asustamos mucho. Jamás habíamos tenido la menor discusión, así que ninguno de los dos tenía idea de cómo reaccionar. Llegué a pensar que aquello era el fin. Error. Aquello era el auténtico principio. Sin máscaras ni fantasías. Él y yo. Una pareja. Dos tontos. El amor”.
De algún modo, esta publicación se desvió a Neuman. Quizás porque estuve todo el día en la cama leyendo, afiebrado, adormilado y sudando quejas a través del cuerpo, que me dio una tregua y permitió levantarme.
Retomar la novela. Sentarse y escribir. Arremangarse y revisar desde los cimientos, demoler lo que haga falta. Y no lo escribo pensando en la figura del escritor atormentado. La detesto. Sentarse y escribir para saldar cuentas. Conmigo, con los personajes que han quedado boyando por ahí, con la historia. Y si no se puede, o no convence, al menos darle un cierre digno, aunque la obra no vea la luz. Nada peor que borradores inconclusos.

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Santiago, el grito en un río helado

Septiembre demorado I

Se demora septiembre. No hay muchachas en flor ni hombros dorados por el sol. Faltan las sonrisas cálidas y miradas brillantes, las promesas de pieles a punto de incendiarse gracias a los favores de Cupido o el perfume que hace la vida un poco menos hostil. Falta la vida y sobra la muerte, como sobran las mentiras por televisión.

Se demora septiembre y el frío se queda con las certezas. Me corrijo, arrincona la esperanza, arroja un velo sombrío sobre la Patagonia y dispara las preguntas. Pienso en ellas mientras te espero y el viento le da una mano al bastidor, para secar la serigrafía en el taller improvisado en plena calle.

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