Pasteur al 600

La vi apoyada contra el vehículo. Aire casual, manos en el tapado negro. Tenía la mirada ausente, como aguardando al tiempo. El frío me cortó el rostro y ajusté el cierre de la campera. No podía dejar de mirarla, su presencia contrastaba con los arboles sin hojas y la tristeza que parecía posarse sobre Buenos Aires.

La calle Pasteur estaba transitada, como todos los lunes. Habían pasado las 9,50 cuando llegué a la puerta de la Mutual. Ella me miró y amagó una mueca triste que no mudó en sonrisa.

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Esta lucidez de estreno

¿Saben?

¿Cómo se llama? Esto que me pasa ahora. Es sábado. Acomodo en las alacenas cosas que acabo de comprar: jengibre, osobuco, agua, flores. ¿Cómo se llama? Esto. La cocina está desordenada y linda, como una mujer bella y despeinada, con laxitud resacosa y ausente de melancolía. La luz entra por las ventanas con un borboteo lento. Las gatas duermen junto a la estufa sobre un hermoso nido de lana cruda que les traje de Canadá. ¿Cómo se llama? Esta vibración en el pecho, este ahogo transparente, este brío. Como si al final del día me esperara una fiesta fantástica. Este vibrato de alegría no química que podría ser también su reverso: una congoja crocante y hermosa. ¿Cómo se llama? Esto. Esta lucidez de estreno. Los cantos de los pájaros cuelgan como carámbanos de las copas de los árboles que parecen un incendio manso. Nada extravagante está por suceder pero siento el cerebro enfocado como una máquina dulce, indolora. ¿Cómo se llama? Esto. Que no es amor ni placidez, pero que es amor y es placidez. Esta cosa viva, viva, viva, que se me resbala del corazón como un agua. Este optimismo tranquilo. Esta ausencia de desazón. Imágenes de mi pueblo y de Venecia. El recuerdo de la risa de mi madre, ganas de verla. Todo ese pasado volviendo a mí con otro rostro, más limpio: la pampa, la pampa, la pampa. ¿Cómo se llama esto? La añoranza del olor de los caballos. El recuerdo del ruido de la puerta de cancel de la casa de mi abuela. Este tiempo que no transcurre hoy. Esta pequeña nuez dorada hecha de fragmentos magníficos. ¿Cómo se llama? Apenas me atrevo a moverme. Grabo el sonido del crepitar de las estufas y, en la suave tarde viajando hacia la noche, se lo envío al hombre lejano. ¿Cómo se llama? Esto. ¿Alguien puede decirme?

Leila Guerriero, en «Teoría de la gravedad», Barcelona, Libros del Asteroide, 2019.

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De lo que contás no conocemos nada

No recibí tu carta. ¿Cómo transito el sábado?. ¿Pudiste resolver aquel asunto? Espero que sí. Y que Fabi esté mejor de salud.

Del pueblo te diré que no ha cambiado demasiado en un mes. Se fue Elvira, bueno, se iba yendo desde hace rato. Quizás es mejor. No recuerdo si fue el miércoles o el viernes. Evitó mirarme, mientras se cargaba la mochila al hombro y no se quitaba los auriculares.

Solo quedamos viejos.

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Horas sin huellas

Oscurece, sin resistencia. El silencio se asoma tras las nubes y se asienta en la ciudad.

«Mucha dificultad para encontrar la forma de contar lo que estoy viviendo. Lo único que me hace seguir anotando los días en estos cuadernos es el intento de encontrar un sentido que quiebre la opacidad de las horas sin huellas».

Piglia en Los diarios de Emilio Renzi.

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Libros en los escalones (audio) por AM750 Neuquén

Invitado por el poeta, escritor y periodista Gerardo Burton, participé de “Viento Terco”, un espacio de música y palabras de la Patagonia, con el relato Libros en los escalones.

El micro radial fue emitido por la AM750 de Neuquén capital

Comparto el audio. Y gracias por la invitación.

Libros en los escalones

La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.

Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.

Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.

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Guerra de aplausos

Viento y tierra. No podía ser de otra manera. Un audio falso sobre vacunas que podían vencerse, la desmentida de Salud y la ampliación del rango etario para persona sin factores de riesgo. Así llegué al Ruca Che, estadio de partidos de básquet, recitales y mitines políticos.

La cola en el playón exterior desalienta a más de uno. Carteles señalando el camino a calle Concordia y filas y filas de personas hasta llegar al ingreso. «Documento en mano, domicilio en Neuquén y certificados si son personas de riesgo», dice una de las organizadoras.

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Variaciones

Foto de Brett Sayles en Pexels

«Apareció una noche, clara. Sin luna y con las estrellas que salpicaban el cielo. Hacía mucho frío. Mi padre había salido a dar el último vistazo a la llanura, pispear que el corral estuviera cerrado, cuando vio la silueta en el horizonte. Extraño para la hora. Y más a caballo. Se quedó esperándolo hasta que su figura se hizo inconfundible.

»¿Te conté de la llanura? Sé que sí. De una belleza que mete miedo cuando el sol se esconde en el horizonte y no sabés si el cielo es rojo o celeste cuando se toca con la tierra. Y la vista no llega más y duele la vida, desnudando nuestra pequeñez. No sé si hay cielos parecidos. Algunos dicen que en el sur, pero no los he visto.

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Ana, el respaldo (Adelanto)

Imagen de Larisa Koshkina en Pixabay

Un día decidí entrar al santuario de papá. Había pasado demasiado tiempo, el mismo que me costó darme cuenta que me despertaba y él no estaba trabajando en su estudio. Ni que había sonidos de teclas o música clásica en un volumen muy bajo.

Sé que fue un sábado, muy temprano. Grisáceo, encapotado. No podía ser de otra manera. Mamá y la Colo dormían. Atravesé la puerta y me estremecí. Seguía ahí. O por lo menos me pareció sentir su presencia, ese almizcle entre yerba y su perfume que se confundía con el olor a papel de los libros de variados tamaños y colores. Nuevos y viejos, con el lapicero, la libreta, el diccionario de la RAE a un costado y las foto de las tres en el otro.

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