El viejo está sentado en la vereda. Con las manos apoyadas en su bastón mira hacia la calle. Tiene la camisa desprendida que se abulta a la altura de la panza, a punto de explotar. Se rasca la mandíbula y bosteza, colorado por el calor.
Alguien me empuja. Disculpas, balbucea. Muevo la cabeza hacia abajo como respuesta. ¿Qué voy a cocinar? No importa. Me aferro a la frescura del hogar, el repliegue necesario para sobrevivir.
El viejo espera, acaso la muerte. El ómnibus arranca como si estuviera en el Autódromo. El escote lechoso frente a mí contrasta con su cara seria, olores rancios, cumbia desde un celular, alguien que se lamenta por el resultado del domingo, como si el mundo fuera una pelota de fútbol.
En casa me recibe el silencio y Amadeo. Pasa entre mis piernas a modo de saludo y me sigue hasta la pieza maullando, casi contándome las novedades. Luego vuelve a enfrascarse en el alimento balanceado. Veo las huellas de sus travesuras sobre la mesa, el vaso caído y la sal desparramada. Levanta la cabeza para hacer una pausa y me observa desde su pelaje blanco.
Descalzo, pongo algo de música. Quinteto para clarinetes de Mozart, como si pudiera convocarte. Hurgo en la heladera. Un limón enmohecido, yogur, un frasco de conservas en vinagre abierto. No sé por qué no lo tiro, si no me gustan. Y la respuesta es tan obvia que el frasco sigue en su lugar. Opto por un tomate y palta. La pereza de lavar la lechuga.
Al principio ni siquiera me sentaba a comer, la casa habitada por tu olor, las preguntas, el impacto de tu desaparición. Y sigo poniéndote un plato, la obstinación de la espera como gesto de cordura. ¿Viento? Ojalá sea del sur y traiga algo de fresco. Aquel viaje a la montaña. La felicidad podría resumirse al ascenso al cerro, los arrumacos, querernos en las alturas.
El quinteto llega a su fin. Amadeo me mira desde una de las sillas. Es un buen gato, también te extraña. Me pregunto si no debiera dejar esta casa y sus recuerdos de arena que piso a cada instante: el florero que compramos a los artesanos, un mandala que nunca colgamos, la nota en la heladera con un turno al que no asistirás. No me atrevo a decir nunca. No todavía.
Debería recostarme. Si tengo suerte podría dormir unas horas. Sobre ella, en un tiempo sin tiempo, regresaba a algo parecido a un hogar, subrayaste en La inutilidad. Amadeo me acompaña a la habitación. Se tira a mis pies y me clava sus enormes ojos celestes. Golpeo mi muslo con la mano y se arrima a mi cadera. Ronronea. Y pensar que me era indiferente.
No hubo novedades, lo siento. Sergio y su llamado desde la comisaría, el único que todavía investiga tu desaparición. O que por le menos me lo asegura. ¿Cuánto tiempo pasó ya? La crueldad de la falta de un cierre. A repasar de nuevo los detalles de aquella mañana. Te lo debo, un pacto tácito para no enloquecer. La computadora encendida, el parpadeo del cursor. Te burlarías de ese verso atiborrado de literatura, no hay caso, no le encuentro la vuelta.
A nada.
¿Cuánto hace que estoy así? Parezco el viejo que espera, sentado en la vereda. Escribir a mano y respirar, esbozar sensaciones en un papel con más tachones que otra cosa, mientras demoro la mirada en el dibujo de Los amantes, de Magritte, sobre el respaldar de la cama. Quererte con esa camiseta blanca, sentada sobre mí, allanar el camino de tu falta con la huella de tu recuerdo. Extrañarte y esperarte. Houellebecq, bella frase sobre las letras y su posibilidad. La leo al silencio.
La imagen del viejo sentado en la vereda que regresa. Amadeo ya duerme. Y ronca. Mi envidia es absoluta.