La pluma estilográfica

Mariano se despertó cuando el ómnibus entró en la rotonda. Miró por la ventanilla y no reconoció la entrada. Pero era su ciudad con el Polideportivo abandonado, el casino y sus luces doradas enfrente.

La terminal estaba vacía. Se ajustó la mochila en los hombros y decidió caminar hasta el centro. Recorrió la plaza con el infaltable monumento y la municipalidad enfrente. Unos adolescentes estaban sentados en las escalinatas del colegio secundario, igual a como lo recordaba solo que pintado de un verde manzana.

Maldijo por lo bajo. Se dio cuenta que regresaba cada vez que la muerte lo convocaba. Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, recordó. Todavía era temprano para llamar a su hermana y decir que estaba en casa. El sol insinuaba sus primeros rayos detrás de la iglesia con su tono amenazante o revelador, según se prefiera.

Sintió la soledad y extrañeza de quien retorna luego de muchos años. El bar estaba abierto. Vio a uno de los mozos charlando con el canillita y se preguntó si no sería el hijo del Tano. Era probable. O no y solo era una trampa de la memoria.

Atravesó la puerta y el aroma fue como si el tiempo no hubiera pasado. Un ligero temblor le sacudió el cuerpo pero prefirió culpar al ambiente cálido y su contraste con el exterior. Se sentó en la segunda mesa frente a la barra que —milagrosamente— estaba vacía.

Un joven de tez oscura y el pelo engominado se acercó y vio la mochila de viaje.

—Buen día, ¿que va a tomar el caballero?

Caballero. Había formas que todavía no cambiaban.

—Un café doble. Y los tostados de la casa, de jamón crudo.

El mozo se sorprendió.

—Veo que conoce nuestras especialidades… ¿Algo más?

—No por ahora.

Tomó uno de los diarios de la mesa vecina y recorrió los titulares. No se animó a mirar las necrológicas.

—Pibe —oyó.

Levantó la vista y un hombre corpulento y canoso lo miraba con los ojos húmedos.

—Raúl… —musitó y se fundió en un abrazo con el dueño del bar.

—Me dijo el chango, que alguien pedía los especiales con un café doble, raro para la hora, además de conocido.

Él sonrió. —¿Cómo anda?, se imaginará a qué vine.

—Sí. Me iba a dar una vuelta al mediodía. ¿Tu hermana sabe que llegaste?

—Me pareció muy temprano para despertarla. Quería desayunar algo.

—Lo bien que hiciste.

—¿Y el negocio?

—Bien. No puedo quejarme. Mirate. Me acuerdo cuando salían del boliche y venían por la última cerveza.

Sonrió. No se animó a preguntarle por Clara.

—Pero contate algo. Una vez me la crucé a tu hermana, venía orgullosa con tu libro. ¿Te casaste, tenés hijos?

—Ni uno ni lo otro. Y todavía escribo, pero reparo computadoras para comer.

—¿Y? Yo colecciono réplicas de barcos de la Segunda Guerra y tengo un bar.

Intercedió un silencio incómodo.

—Sabés, él estuvo viniendo hasta último momento, a pesar de lo que le decían los médicos.

—Me imaginaba, era un viejo terco.

—Siempre con el pucho apagado entre los labios, qué tipo. Raúl dejate de joder y traeme un Grant’s sin hielo, me pidió cuando no había nada más que hacer.

—¿Se lo trajiste?

—Un favor no se le niega a nadie. Voy a ver cómo va tu pedido.

Lo vio desaparecer tras la puerta vaivén. Encorvado y corpulento saludó a una mujer sentada en la barra. Empleada de banco sin dudas, por el uniforme y la expresión de estar a punto de ingresar al matadero.

Disfrutó de su desayuno y el mozo no quiso cobrarle. “Gentileza de la casa, caballero”, escuchó. Levantó su brazo derecho y saludó a Raúl cuando salió a la calle.

Llamó a su hermana que ya estaba preocupada. Decidió que iría caminando. Negocios nuevos, una vecina que baldeaba la vereda, algún que otro adolescente con resaca que salía del boliche. Llegó a la estación del tren abandonada y se sentó en el primer banco de la derecha.

Por primera vez pensó en ella. ¿Seguiría en la ciudad? Ahí sentados habían soñado con tomar un tren de carga y huir de los mandatos y las consignas de estudiar, casarse, la parejita de hijos.

El banco estaba despintado. Leyó las promesas de amor talladas en la madera, la defensa del equipo preferido, algún que otro insulto. Enfrente de las vías estaba la sala velatoria. Al fin y al cabo, la muerte era otro viaje más.

Cruzó los terrenos del ferrocarril, disfrutando del aroma del rocío y desandó las cuadras que faltaban. Una morocha con los ojos enrojecidos le dio un apretado abrazo.

—¿Cómo está mamá?

—Destrozada pero más entera de lo que esperaba. Sigue allá, no se movió de su lado. ¿Por qué no viniste antes?

—Me fue imposible dejar la Capital.

Ella bajó la mirada. —¿Desayunaste? Tengo café recién hecho.

—Dale.

Bebieron en silencio. —Desde que te escribí no recuperó la conciencia. Era horrible oírlo respirar. Los médicos dicen que no sentía nada ya. Ah, tengo algo para vos.

La vio levantarse y desaparecer por un instante. Volvió con un libro y una caja oblonga y metalizada. —Te la había comprado hace tiempo. No sé por qué no te la envió.

—Quizás por la misma razón que no fue a la presentación. —Abrió la caja y se encontró con una pluma estilográfica gris con hilos dorados.

—Supongo que para el viejo fue difícil asimilar que no seguías sus pasos.

Sus pasos. Uno de los mejores abogados con un estudio jurídico de consulta obligada en la región. Lo tenía todo planeado. Hasta que él abandonó Derecho en tercer año y se quedó en Buenos Aires.

Así comenzaron los desencuentros que se profundizaron cuando fue a visitarlo y vio los libros en el suelo. ¿Poesía?, dejate de joder Mariano y terminá los estudios. Le dolió su desplante. Ya estaba enfermo y no tuvo deseos de enfrentarlo.

—¿Sabés algo de Clara?

—Hace mucho que no la veo. Creo que se casó con Javier, tienen uno o dos hijos, no sé.

Miró la estilográfica y vio la leyenda grabada. Para Mariano con afecto. Abrió su libreta y escribió su nombre. Un trazo delicado y azul que se amoldaba con facilidad a su mano.

—Estuvo leyendo tu libro el último mes.

Se sorprendió.

—¿En serio?

—Sí. ¿Para qué te voy a mentir? Mirá.

Reconoció la portada pero no quiso abrirlo. La acidez le arañó el estómago y lo guardó junto a la pluma, en la mochila. —¿Vamos?

En el velatorio había poca gente. Se reencontró con parientes y primos a los que no veía hace tiempo. Se preguntó si se vería tan viejo como ellos. Llegó hasta su mamá que se acurrucó contra su hombro. —Vieja —se oyó.

Miró el cajón. El viejo parecía dormido. Llevaba una camisa blanca con el botón desprendido en el cuello.

—Vamos a tomar aire, ¿querés?

Cruzaron la calle y fueron a sentarse en la estación del tren. Mariano sacó el libro de la mochila.

—Le encantaba el poema de la estación —dijo ella.

Buscó el poema y leyó los versos. Reconoció el trazo tembloroso de su padre en el subrayado y se reprochó los desencuentros, lo no dicho, los orgullos estériles. Para el viejo, por enseñarme a perseguir los sueños, escribió en la primera hoja.

—¿Se lo dejamos para que lo lea?

Su madre asintió. Mariano la abrazó y miró la vía oxidada. Estaba cubierta de yuyos.

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