Ana, el respaldo (Adelanto)

Imagen de Larisa Koshkina en Pixabay

Un día decidí entrar al santuario de papá. Había pasado demasiado tiempo, el mismo que me costó darme cuenta que me despertaba y él no estaba trabajando en su estudio. Ni que había sonidos de teclas o música clásica en un volumen muy bajo.

Sé que fue un sábado, muy temprano. Grisáceo, encapotado. No podía ser de otra manera. Mamá y la Colo dormían. Atravesé la puerta y me estremecí. Seguía ahí. O por lo menos me pareció sentir su presencia, ese almizcle entre yerba y su perfume que se confundía con el olor a papel de los libros de variados tamaños y colores. Nuevos y viejos, con el lapicero, la libreta, el diccionario de la RAE a un costado y las foto de las tres en el otro.

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Zona de colaboraciones: fragmento de “Gil Wolf”, de Humberto Bas

 
 
Gil Wolf – Fragmento

¿Cómo fue con Gil Wolf?

¿Cómo…?

Nada puede saciar mi curiosidad; ni la explicitación detallada de cómo fue con Gil… Si algo se aproxima es intentando seguir sus huellas yemales, salivales, seminales; rasqueteando las hendiduras por donde anduvieron sus manos y su…

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Esperanza ingenua

Capítulo XXI – Claudia, pájaro que canta

“Ignoro cuando apareció. Pero me despierta muy temprano. Cantos melodiosos, discontinuos, antojadizos. Minutos de trinos al mundo. En algún momento hace una pausa y replica, para dejarse vencer por el silencio. Es lo primero que oigo a la mañana y alivia la pérdida, deja atrás el chapoteo barroso de las preguntas, tu hueco en mi cama.
Escucho su melodía, su canción casi alborozada, como si le fuera indispensable cantar en mi ventana.
No lo he visto, pero lo imagino multicolor, un saludo vivaz al mundo.
A veces regresa cuando deambulo por la casa, quizás para cerciorarse que estoy despierta, que alejé pensamientos aciagos y que mi dialogo con vos ya no es en términos de reproches y preguntas, sino de anécdotas, de puesta común, hasta de sonrisas.
Pájaro que canta y sostiene un relato de la pérdida, que busca tener a raya un dolor que no inmovilice, que se permita otras palabras. Alborea una esperanza ingenua. Suficiente para mí”.

(Fragmento de "Lo que queda", novela editada por Colisión Libros).

Hay una hora en la mañana donde el sol se refleja en mis anteojos, impide la visibilidad y también ilumina, momento de leve zozobra, de fastidio, de inquietud. La escritura tiene estos instantes de remar contra la corriente, de pies hundidos en el barro.

Pero, así como aparece, se diluye. Y surge la esperanza ingenua con la que a veces escribo. Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, «sin esperanza y sin desesperación», cita Carver. Es un poco así.

Feliz día a quienes escriben.

El porvenir es una ilusión

¿Qué es El porvenir es una ilusión?
Una historia de convicciones en  tiempos turbulentos. También de amistad.
A modo de introducción, transcribo el Capítulo 1. Y debajo el enlace, que estará vigente durante unos días.

Hoy
 
La noticia no me sorprendió, como si sólo fuera cuestión de tiempo para que la certeza tomara cuerpo y no naufragara en las traiciones de la esperanza. Salí al patio y me refugié unos instantes bajo el parral. Algunos rayos de sol se colaban entre las hojas y anunciaban la dureza de un verano diferente.
Una de mis hijas –la que no conoció Martín– luchaba por atarle el pelo a una de sus muñecas mientras la embadurnaba con barro. “Es crema para la cara, papá”, se atajó ante mi vistazo indisimulado.
El Negro odiaba el calor. Aseguraba que era para burgueses venidos a menos y oficinistas pálidos, ansiosos por hacinarse en playas atiborradas de turistas. Su recuerdo es como esas huellas de nuestro cuerpo que coinciden con los secretos de la memoria. Están ahí y tienen su historia, sus confidencias, sus humores. Están ahí para demostrarnos que estamos vivos.
En los días leves tenía la esperanza de que mi amigo viviera en algún país europeo (siempre pensé que podía ser escandinavo) y que se negaba a volver a casa por resentimiento, amargura o demasiada melancolía.
En los días espesos, su ausencia hería el alma. 
Como hoy.
Todavía conservo sus cartas. Una de las últimas, fechada en diciembre de 1978, lamentaba el triunfo de Argentina en el Mundial. Sin embargo yo podía leer entre líneas —porque para eso son los amigos— que todavía tenía la confianza suficiente para iniciar el camino de regreso.
En cada sobre de remitentes falsos como Calle de la Buena Vida o el Libertador de América, había un párrafo para nosotros, Flores, y aquel breve paso por La Colonia. Todo camuflado con frases como “no puedo olvidar el aroma del perfume que tenías aquella tarde” o “no descuides a mi jardín rechoncho, espero que no se haya llenado de cardos rusos”.
Más de una vez estuve tentado de contarle que mi versión de consignatario de hacienda se había ido al diablo, pero me contuve. O que pasé varios meses en la cárcel “por las dudas”. Mi tiempo a la sombra acabó con mi negocio y confirmó la intuición de que las botas de cuero, ponchos caros y cuchillos de plata no congenian con los que cuestionan el orden impuesto. Y darle una mano al Negro fue una afrenta que no me perdonaron.
Fueron tiempos duros. Subsistimos gracias a la resistencia sublime de Claudia, que siempre se las ingenió para traer un pedazo de pan a la mesa. Algunos ahorros, bisutería, venta de cosméticos y otras baratijas lograron capear el temporal. Transcurría el año 1983 cuando  Alfonsín aseguraba que con la democracia se come, se educa, se vive y la tormenta pareció alejarse del horizonte.
Creo que esos años sirvieron para despedirme de los mandamientos familiares. No porque fueran una carga sino porque cada uno debe transitar su propia senda y la mía parece surcada por libros, citas y alumnos a los que trato de contagiar mi entusiasmo por las palabras, con su miríada de versos y relatos.
Acaso como éste, que subyace mientras la vida pasa y reclama por saldar una deuda pendiente, deuda que no tiene que ver con el dinero sino con nuestra piel, habitada por sueños, miserias o lealtades. Como la vida misma.
Y si fuera posible reducir nuestra historia a varios relatos, uno de ellos estaría atravesado por llamadas telefónicas: una que recibí de Flores preguntándome por el Negro y otra que le devolví al mes siguiente pese al miedo y la incertidumbre.
Cuando colgué el teléfono, aquel 29 de junio de 1976, supe que había cruzado una línea. Pero no había vuelta atrás. Ignoro si el interventor de La Colonia me confesó el operativo porque sospechaba de mí o porque simplemente tenía que contárselo a alguien. Era una rata, un servil con el poder que disfrutaba muy bien de su rol social.
Lo cierto es que su soberbia me permitió saber que iban de nuevo tras mi amigo y mi advertencia no sorprendió a Flores. “¿Por qué lo hace?”, preguntó. “Por la misma razón que usted”, creo que contesté. Después los días se tornaron cenicientos y fueron cubiertos con un velo tenue y solidario, acorde con un invierno que parecía interminable.
Me encontraba en prisión cuando el comisario me contó que los grupos de tareas habían arrasado mi casa e incendiado mi biblioteca. Los pormenores de la huida del Negro los tuve cuando recibí su primera carta desde Brasil. Simulaba ser un primo de Claudia que llevaba tiempo sin escribirnos y recordaba una lejana visita a La Colonia.
Yo había recuperado la libertad hacía poco tiempo y la noticia fue un alivio para nosotros. Intuí que Flores me debía una explicación y fui a verlo. El hombre ya vivía en la ciudad y soportaba el desprecio de sus camaradas, quienes lo consideraban un inútil, un perdedor derrotado por el whisky, confinado a pudrirse en oficinas sofocantes.
El comisario me citó un día en su casa; la del barrio policial, la que continuaba sin Leonor pero recibía las visitas domingueras de su hijo. Su jardín abandonado contrastaba con las rejas nuevas y el césped reluciente de las casas vecinas. Era un paria entre sus pares, el diferente de la manada, el disconforme que disfrutaba de su rol dentro de una institución rígida.
Allí me contó que la idea había sido suya. Que no lo habían planeado pero Ramírez había facilitado las cosas. También que Martín estuvo escondido en el caldenal, hasta que llegó la ayuda. No me lo confesó, pero creo que se alegró cuando le mostré la carta recibida. “Manténgame al tanto”, deslizó.
Es curioso el vínculo que puede formarse entre dos hombres. Nunca nos frecuentamos pero siempre nos tuvimos presentes, como aquella vez que apareció en casa, me dejó mi ejemplar de “La Ilíada” y un cuaderno con anotaciones de Martín, de su exilio interior. “Lo encontré cuando hacía el bolso”, agregó luego de confirmarme que La Colonia había sido abandonada tras el cierre del destacamento policial.
Quizás por eso, porque no puedo explicarlo o porque simplemente debo mantenerlo al tanto, es que vine a verlo y estamos frente a frente, en su oficina de detective privado que huele a misterio rancio y rincones húmedos, a perfume barato y maridos engañados.
—Página 3, nacionales, arriba a la derecha —dije.
Releyó la nota un par de veces y tiró el diario sobre la mesa ratona. —¿Ahora qué hacemos?—preguntó.
Le mostré mi bolso de viaje.
—Me voy a La Colonia, ¿quiere venir?
—¿Por cuánto tiempo?
—El necesario. Necesito contar esta historia y los detalles están allá.
Flores me miró.
—Está loco Leandro. Déme unos minutos que junto unas cosas.

Saldar cuentas


La fiebre cedió. Sudor frío al despertar y esa voz que no se callaba en mi cabeza, fluía libre, acaso el hilo que falta para una novela inconclusa. O quizás es demasiado prematuro apostar a un murmullo que apareció cuando estaba convaleciente.
¿Escribir es un estado febril? ¿O solo se trata de planificación, de corte y confección cual cirujano exitoso? Ambas opciones (y tantas son válidas), aventuro.
Duele el cuerpo, memoria imprecisa de domingo al abrir los ojos. El barrio en silencio, la gata ronroneando en mi oído. Necesita ir al baño. Tiene cara de “dale o te dejo mi sello acá”.
Descubrir a Neuman y su “Fractura”. Hermosa novela. “los que aparecen ante mí son los que miran con desánimo las vías. Gente rota que, aunque se retuerza y pelee, ya ha sido arrojada a una fosa de la que jamás podrá escapar”, cuenta el protagonista citando a Tamiki Hara. A propósito, qué descubrimiento la literatura japonesa, muchísimo más allá de Murakami.  
Creo que le he escrito con anterioridad.
O esta cita, pensando en hechos recientes: “Él hablaba un francés lleno de síes y escaso de noes. Eso aquí se nota enseguida, porque vivimos dando negativas y refutando al vecino. Para comunicarnos con alguien, necesitamos discrepar. Discrepar y protestar. Yoshie me lo decía a menudo. Que en Francia la protesta es una forma de felicidad. Como para él esa actitud resultaba inconcebible, me llevaba la contraria con asentimientos parciales. Eso me confundía. O peor, me permitía entender lo que deseaba entender. Él me reprochaba que mis respuestas fuesen siempre tan tajantes. Que no supiera expresarle mis negativas con más tacto. Esa ausencia de ambigüedad, digamos, lo despechaba. Creo que la percibía como una cierta falta de amor”.
Novela sobre el amor.“Cuando surgieron las primeras tensiones, nos asustamos mucho. Jamás habíamos tenido la menor discusión, así que ninguno de los dos tenía idea de cómo reaccionar. Llegué a pensar que aquello era el fin. Error. Aquello era el auténtico principio. Sin máscaras ni fantasías. Él y yo. Una pareja. Dos tontos. El amor”.
De algún modo, esta publicación se desvió a Neuman. Quizás porque estuve todo el día en la cama leyendo, afiebrado, adormilado y sudando quejas a través del cuerpo, que me dio una tregua y permitió levantarme.
Retomar la novela. Sentarse y escribir. Arremangarse y revisar desde los cimientos, demoler lo que haga falta. Y no lo escribo pensando en la figura del escritor atormentado. La detesto. Sentarse y escribir para saldar cuentas. Conmigo, con los personajes que han quedado boyando por ahí, con la historia. Y si no se puede, o no convence, al menos darle un cierre digno, aunque la obra no vea la luz. Nada peor que borradores inconclusos.

Imagen Pixabay

Lo que queda

La avenida estaba vacía. La arena avanzaba sobre los canteros y el rumor del viento era el sonido de una orquesta disonante, empecinada en terminar la función. La puerta estaba destrozada y en el altar no había rastros de la mantilla. Tampoco crucifijo, ni santos. A uno de los costados, se abría una abertura que —intuyó— sería la habitación del clérigo.
La madera se quejó bajo sus pies. Fue un sonido lúgubre, de profanación y sorpresa. Llegó hasta el único banco que quedaba y miró el púlpito. ¿Qué hacía allí? De los vitrales quedaba un hueco oscuro, como del caserío.
Pensó en su padre y la decisión de recorrer los mismos kilómetros por caminos intransitables. Se preguntó por qué había entrado primero a la capilla si era escéptica por naturaleza. Quizás buscaba algún indicio de aquel viaje que nunca entendió pero que él necesitó para amigarse con sus fantasmas.
Salió a la calle. Enfrente estaba el almacén de ramos generales. Su casa. Levantó la cámara. Una, dos fotos. A la izquierda la estación del tren. A la derecha, la tierra plana contra el horizonte. Y ella en el medio. Todavía dolía el velorio, las lágrimas de su madre, el estupor de su hermana, la muerte y la sorpresa de su vigencia.
¿Hacia dónde ir? Eligió el lugar donde dio sus primeros pasos. No tenía techo y los pastos lo cubrían todo. No había nada familiar y se estremeció. Se sintió ridícula, parada sobre los despojos de un mundo que intentaba recordar con desesperación.
En uno de los rincones de la galería había un macetero de cemento ovalado. Una vaga imagen de haberse apoyado en él para no caerse se le cruzó por la mente. ¿Memorias del cuerpo? Podía sentir la rugosidad del material sobre sus dedos. ¿O era la necesidad de aferrarse a algo? Prefirió asirse al pantallazo pero nada más llegó. Lo miró desde la lente. Y disparó.
Volvió a los restos de la avenida que ahora era una senda ancha con canteros rotos. “Vane 88”, leyó en uno. Restos de un fogón, botellas rotas, una que otra colilla. El santuario de alguien. No había adoquines. Solo la gramilla que sobrevivía entre la arena.
Miró la planicie al fondo. Todavía con el dolor de la pérdida, descubrió el manuscrito de su padre cuando ordenaba su escritorio. El porvenir es una ilusión, rezaba. Estaba sin terminar y era un tributo al poblado, a una época, un esbozo de amistad. Tenía notas en los márgenes, signos de interrogación, tachones, notas al pie.
Se lo devoró en una noche y no pudo quitarse de encima una sensación trunca de algo quebrado, como el silencio de la pampa por el lamento de las aves. Quizás por eso regresó al caserío, con la esperanza de reencontrarse con él y buscar respuestas.
Hasta ahora nada. Solo el presentimiento de que no había sido la mejor de las ideas. Se vio parada en el borde de un mundo que había desaparecido, que intentaba develar a través de una lente y sintió pena. Había muchas maneras de huir del dolor.
Tomó fotos mecánicamente. La estación del tren, el cartel de sala de espera, la vía sin durmientes. Restos de casas. Más llanura. Entrevió el cementerio pero no quiso acercarse. Ya cargaba con una muerte. La que importaba.
¿Nos queda algo de los que se van? ¿Se entierran los cuerpos y los recuerdos? Pensó en el macetero, la presión sobre sus dedos. ¿Es una forma de diálogo con quiénes no están?
Revisaba las fotos en el visor de la cámara cuando vio la figura sentada en el andén. No necesitó ampliarla para reconocer su pelo ensortijado, esa expresión entre ausente y a punto de estallar que dejaba traslucir cuando preparaba sus clases. ¿Había venido a despedirse? ¿O nunca había huido de El Porvenir?
Intuyó que si levantaba la vista no lo encontraría en la estación. O sí. Respiró profundo y se dejó enamorar por el aroma de los pastos. Unas nubes densas taparon el sol y oscurecieron la tarde.

(Disparador de la novela en la que trabajo. El texto está incluido en “Alivio contra la ferocidad”, libro que podés descargar gratis, acá. 

Nota: si bien este libro es gratis porque la intención es la circulación de la palabra en tiempos de ferocidad, no dudes en apoyar a las editoriales que hacen lo posible por sobrevivir en Argentina.

Según una nota publicada hoy por el diario Página/12, un informe de la Cámara Argentina del Libro muestra que las ventas cayeron entre un 25 y 35 por ciento desde el 2015, con tiradas que fueron reducidas a la mitad y caídas de las ventas en un 35%. Además se perdieron un 20 por ciento del empleo en editoriales y cinco mil puestos en la industria de impresión.