Escribir no es tan diferente a vivir

“Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde. Sencillamente, no me siento capaz. Todo debería estar ahí —el tono, el sentido del humor, la poesía, el ritmo, las promesas—. Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar. Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas. Con cada libro vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces. Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.

En el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empezamos a hacer antes de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre. Vivir”.

“El infinito en un junco”, Irene Vallejo.

No me da la gana mirar la tristeza alrededor

Imagen: Pixabay.

Carlos abre con su llave y enseguida se da cuenta de que pasa algo extraño.

—¿Abuela?

Desde que empezó la carrera, viene casi todos los días a comer a esta casa antigua, tranquila, un tercer piso de suelos de tarima brillante de puro encerada y muebles tan bien cuidados que no aparentan su edad. Del recibidor arranca un largo pasillo que, a un lado, conduce a la cocina y de frente desemboca en los balcones del salón, vestidos con unos visillos de encaje que transparentan una orgía de geranios de todos los colores. Su dueña está a punto de cumplir ochenta años, pero no solo se vale por sí misma. Su nieto sabe mejor que nadie por cuántas mujeres vale, porque ninguna otra le mima tanto ni le cuida tan bien como ella.

—Abuela…

Al enfilar el pasillo, distingue al fondo un resplandor absurdo, intermitente y coloreado, cuyo origen no alcanza a explicarse. Al principio supone que habrán colocado un neón en la fachada de alguna tienda de la acera de enfrente, pero son las dos y media de la tarde de un día del otoño recién estrenado, aún templado, luminoso, cálido incluso mientras luce el sol. Al precio que se ha puesto la luz, nadie derrocharía electricidad en un anuncio a estas horas, piensa Carlos, así que avanza con cautela, un paso, luego otro, descubre que el suelo del pasillo está sucio y empieza a asustarse de verdad. Definitivamente, allí pasa algo raro. La suciedad, en cualquiera de sus variantes, es por completo incompatible con la naturaleza de su abuela, y sin embargo, al agacharse encuentra un fragmento de algo blanco, un poco más allá otro, y otro más. Parecen migas de pan, pero al apretarlos con la uña se da cuenta de que son pedacitos de poliuretano expandido, ese material que se usa para proteger los objetos en sus embalajes. Esto ya le parece demasiado y por eso llama a su abuela a gritos, por tercera vez y por su propio nombre.

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Escribir, enfrentarse a un rostro que no amanece

Se escribe en soledad.

También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas.

Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virgina Wolf, puede hechar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.

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Con la certeza de que va a fallar

Escribir

Hay que amasar el pan. Hay que amasar el pan con brío, con indiferencia, con ira, con ambición, pensando en otra cosa. Hay que amasar el pan en días fríos y en días de verano, con sol, con humedad, con lluvia helada. Hay que amasar el pan sin ganas de amasar el pan. Hay que amasar el pan con las manos, con la punta de los dedos, con los antebrazos, con los hombros, con fuerza y con debilidad y con resfrío. Hay que amasar el pan con rencor, con tristeza, con recuerdos, con el corazón hecho pedazos, con los muertos. Hay que amasar el pan pensando en lo que se va a hacer después. Hay que amasar el pan como si no fuera a hacerse nada, nunca más, después. Hay que amasar el pan con harina, con agua, con sal, con levadura, con manteca, con sésamo, con amapola. Hay que amasar el pan con valor, con receta, con improvisación, con dudas. Con la certeza de que va a fallar. Con la certeza de que saldrá bien. Hay que amasar el pan con pánico a no poder hacerlo nunca más, a que se queme, a que salga crudo, a que no le guste a nadie. Hay que amasar el pan todas las semanas, de todos los meses, de todos los años, sin pensar que habrá que amasar el pan todas las semanas de todos los meses de todos los años: hay que amasar el pan como si fuera la primera vez. Habrá que amasar el pan cuando ella se muera, hubo que amasar el pan cuando ella se murió, hay que amasar el pan antes de partir de viaje, y al regreso, y durante el viaje hay que pensar en amasar el pan: en amasar el pan cuando se vuelva a casa. Hay que amasar el pan con cansancio, por cansancio, contra el cansancio. Hay que amasar el pan sin humildad, con empeño, con odio, con desprecio, con ferocidad, con saña. Como si todo estuviera al fin por acabarse. Como si todo estuviera al fin por empezar. Hay que amasar el pan para vivir, porque se vive, para seguir viviendo. Escribir. Amasar el pan. No hay diferencia.

Leila Guerriero, en «Teoría de la gravedad», Barcelona, Libros del Asteroide, 2019.

Foto de Comida creado por freepik – www.freepik.es

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Esta lucidez de estreno

¿Saben?

¿Cómo se llama? Esto que me pasa ahora. Es sábado. Acomodo en las alacenas cosas que acabo de comprar: jengibre, osobuco, agua, flores. ¿Cómo se llama? Esto. La cocina está desordenada y linda, como una mujer bella y despeinada, con laxitud resacosa y ausente de melancolía. La luz entra por las ventanas con un borboteo lento. Las gatas duermen junto a la estufa sobre un hermoso nido de lana cruda que les traje de Canadá. ¿Cómo se llama? Esta vibración en el pecho, este ahogo transparente, este brío. Como si al final del día me esperara una fiesta fantástica. Este vibrato de alegría no química que podría ser también su reverso: una congoja crocante y hermosa. ¿Cómo se llama? Esto. Esta lucidez de estreno. Los cantos de los pájaros cuelgan como carámbanos de las copas de los árboles que parecen un incendio manso. Nada extravagante está por suceder pero siento el cerebro enfocado como una máquina dulce, indolora. ¿Cómo se llama? Esto. Que no es amor ni placidez, pero que es amor y es placidez. Esta cosa viva, viva, viva, que se me resbala del corazón como un agua. Este optimismo tranquilo. Esta ausencia de desazón. Imágenes de mi pueblo y de Venecia. El recuerdo de la risa de mi madre, ganas de verla. Todo ese pasado volviendo a mí con otro rostro, más limpio: la pampa, la pampa, la pampa. ¿Cómo se llama esto? La añoranza del olor de los caballos. El recuerdo del ruido de la puerta de cancel de la casa de mi abuela. Este tiempo que no transcurre hoy. Esta pequeña nuez dorada hecha de fragmentos magníficos. ¿Cómo se llama? Apenas me atrevo a moverme. Grabo el sonido del crepitar de las estufas y, en la suave tarde viajando hacia la noche, se lo envío al hombre lejano. ¿Cómo se llama? Esto. ¿Alguien puede decirme?

Leila Guerriero, en «Teoría de la gravedad», Barcelona, Libros del Asteroide, 2019.

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