Se escribe en soledad.
También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas.
Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virgina Wolf, puede hechar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.
El oído se afina en el encierro; lo que pedimos al texto también.
Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad.
Quien escribe calla.
Quien lee no rompe el silencio.
El resto es vicio.
Disposición a enfrentar lo que somos; lo que, tal vez, podríamos ser.
(pp-14-15).

Un libro es una perplejidad de la claridad, anotó EdMond Jabès. Escribir sería, en tal sentido, enfrentarse a un rostro que no amanece. O, lo que es igual: esforzarse por agotar el decir para llegar más rápido al silencio. Saber o no saber. Saber y no saber. Sobre esa paradoja y sus desvíos, se pregunta Juan Gelman: "Se le ve algo al poema? Nada. Tiende una / mano para aferrar / las olitas del tiempo que pasan / por la voz de un jilguero. ¿Qué / agarró? Nada. La / ave se fue a lo no soñado / en un cuarto que gira sin / recordación ni espérames. / Hay muchos nombres en la lluvia. /¿Qué sabe el poema? Nada". (p.17).
Negroni, María, “El corazón del daño”, Buenos Aires, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Literatura Random House, 2021.
Lo empecé ayer. Maravillado.
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