Diálogo en la lluvia

Diluvia. Desde hace horas. Los transeúntes cruzan las calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia. Algunos se resignan y se quitan los zapatos. Otras insinúan la belleza de los pies a través de las medias. Hay prisa en los andares y nadie me ve, pese a que estoy siempre en la misma esquina.

A veces temo que la indiferencia me haga enloquecer. ¿Estoy vivo? Es una pregunta que me hago a diario y cuando la duda corroe el estómago y se aloja en mi cabeza, cruzo al negocio de enfrente, para ver mi rostro en una vidriera de ropa cara y trabajo esclavo.

El reflejo devuelve una barba acorde con la indiferencia de la sociedad y el niste opaco de la exclusión. Si no fuera por mis ojos, juraría que estoy muerto. A lo mejor lo estoy y no me doy cuenta. Aventuro que comencé a apagarme cuando me dejaste. No era para menos. Luego de que la fábrica cerrara y nos dejara a todos en la calle, se hizo cuesta arriba conseguir un nuevo empleo. Por lo menos uno que tuviera una pizca de dignidad.

Pero se inició antes. Cuando desguazaron las oficinas en el centro y llegaron aquellos consultores jóvenes hablando de globalización, reconversión productiva, competitividad, altos costos laborales. Debí darme cuenta que no había espacio para mí en ese esquema.

De pronto, esa vida a la que estábamos acostumbrados se esfumó entre los dedos, casi como el agua que desemboca en esta alcantarilla y acorraló lo poco que quedaba de nosotros. Una tarde regresé a casa, agotado de colas con desocupados y el cualquier cosa, le avisamos.

Me sorprendió oír el fluir del agua. Hasta que mis pies chapotearon sobre los cerámicos. No era bueno. No podía serlo. Y allí estabas: recostada en una bañera teñida de rojo. Horas que prefiero no recordar pero que esta lluvia y la corriente se empecinan en traer a mi memoria.

Luego quedó tu ausencia. Palpable, pedregosa, implacable. Lo terrible de la falta es el silencio, que tratamos de exorcizar con música, mascotas, paseos, voces. ¿Habrá algún espacio habitado por recuerdos olvidados, que arrastren lo cotidiano, aquello que nos hace nosotros?

Me preguntarás cómo se sigue adelante. No lo sé. La insana tozudez de algunos para no rendirnos. Malvendí el departamento (al fin y al cabo, son pocos los que deciden vivir en un sitio habitado por la muerte) y me recluí en una pensión de dudosa reputación, a la que regreso por las noches, mientras en el día deambulo por una ciudad cada vez más ajena, como todas cuando pierden la razón de nuestra llegada.

Regreso a la pensión (pido disculpas si estoy más errático que de costumbre), si vieras las historias que hay allí; a vos, que te gustaba contarlas. ¿Sabés? Hay días en que la tentación de acompañarte es tan grande que salgo con desesperación a la calle, a ver si algún conductor imprudente me hace el favor. Pero no he tenido suerte. Y mirá que hay bestias al volante.

Extraño los trenes. Una vía sólida nos trajo hasta aquí pero enmudeció desde hace tiempo. A veces me siento en el andén y espero. Solo espero. Hay otros días, menos oscuros, con un destello de ilusión donde me siento extrañamente vivo. A ellos también me aferro para no ceder. Además, sé que te enojarías mucho si me ves llegar, dónde sea que estés. O no. Jugar con la tentación de la muerte es una forma de estar vivo.

Diluvia. Desde hace horas. Y aunque no lo hiciera, seguiríamos dialogando ¿No?, un esbozo de sentido que roza la locura pero que todavía me mantiene en pie, mientras hurgo entre las bolsas de basura, en estas calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia.

(Texto del 2014, con algunas correcciones).

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Parque Central

Se abrochó la campera. Felicitó su decisión de la mañana y se sentó en el banco de cemento. En el cielo, uno de los tantos planetas brillaba como nunca. No recordaba cuál. Tampoco importaba. Miró la bolsa con alimentos. Demasiado liviana para su gusto.

Repasó mentalmente las existencias de la heladera. Algo podría hacer con esos huesos. Y había fideos. Confiaba en que hija haya puesto el agua como le pidió. Seguro que sí. Demasiada adulta para sus diez años, para sus viajes en colectivo, sola a las seis y media de la mañana hasta la escuela, como la mayoría de sus amigas de la barriada. Le aterra que algo le suceda.

El colectivo que no viene. Alguien destila aliento a vino y se sienta a su lado. No necesita verlo para saber quién es. Se lo cruza siempre. A cada paso. Teme ser como él.

En la pantalla publicitaria una chica sonríe desde su auto nuevo. Lleva un perro atrás, de esos chiquitos, disfruta de la vida y llama a la depiladora, para prepararse para una cita. Un regusto amargo le llena la boca. La vida que sus hijas no tendrán. Casi seguro. Y hablan de méritos, como si ella no se deslomara todo el día en la casa de la Señora.

—¿Podría pagarme un boleto? —pregunta. Los ojos rojos revelan que sigue vivo.

—Sí. ¿No hubo suerte? — y señala los hilos, las agujas, la nada.

El canoso niega. Quizás por eso el aliento a vino.

—¿Hace mucho que espera?

—Recién llego. —No debería tardar en venir.

—¿Cómo anda su marido?

Ella sonríe. La misma pregunta. —Bien. Hoy estaba contento, había conseguido una changa —miente y piensa donde estará. Meses sin verlo. La última vez fue con la política, acompañaba a ése que entró de concejal y lo dejó a la deriva. Ya aparecerá. Siempre lo hace. Y será con algo de dinero. No es un mal hombre. Y la quiere como nadie.

—Ahí viene —dice el hombre canoso.

Ella mira esa mole que parece destartalarse. Llena, como de costumbre. Mensaje de hija. “Tengo la salsa. Te esperamos”. Ella sonríe y paga los dos boletos. Todavía queda un largo trecho hasta la barriada allá en la última parada, donde la ciudad se extingue y acosa el desierto.

Este texto integra Alivio contra la ferocidad libro de relatos que podés descargar del siguiente enlace.

La bocina del tren

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¿Era la bocina del tren? Aguzó el oído. Nada. Pensó en la Flaca y su sonrisa vital. Tampoco entendía por qué había soñado con ella, si hace años que no se ven.

Una carcajada desconocida. Esa sí que no la recordaba. Luego choque de vasos. Alguien que gritaba ¡Felices Fiestas! Esperó a oír el petardo. Pero nunca llegó.

El parpadeo. El Rosendo y su cara que desmejoraba a medida que los boletos eran cada vez menos. ¿Cerrarán la estación? Él le decía que no, que se quedara tranquilo. ¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.

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El olor a tortas fritas

Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vino adulterado. Una vieja gorra de su padre, un familiar, o regalo de un transeúnte incómodo al toparse con él y su cucha de cartón, en el hueco de un medidor de gas.

Me lo cruzaba siempre que te iba a buscar. Vos tenías seminarios y cursos en la escuela y yo dejaba mi empleo de chapista, de mazazos frenéticos y sordera anunciada. Él tenía la voz ronca y si estaba cuerdo se paraba en medio de la calle y dirigía el tránsito con gestos exagerados, poniendo énfasis en que los autos no pisaran la senda peatonal o que algún desprevenido no cruzara la calle si no debía.

Estaba ahí, un detalle más de la pintura urbana.

La última vez que lo vi había conseguido un silbato y penalizaba con furia a los desobedientes. Algunos seguían sus indicaciones, otros dejaban caer unas monedas en el asfalto y cerraban las ventanillas, en un derroche de caridad y conciencia que ¿asegura? una plaza en el paraíso.

No me di cuenta de su falta hasta que atropellaron al pequeño. Un siniestro menor por suerte, luego de la ineptitud de un conductor que vociferaba por su celular. Vos terminabas tu curso y yo miré en el hueco de la casilla vacía: restos de cartón, el silbato y una extraña sensación dentro de mí.

Pensé lo peor, no voy a negártelo.

No he vuelto a verlo y no puedo evitar que cierta tristeza me carcoma el alma, pero encuentro a varios vagando por la ciudad. ¿Maestro, me da fuego? “¿Maestro Por qué? ¿Por qué sobrevivo en la jungla?”, pienso y le regalo mi atado de cigarrillos. Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vida robada.

Le sonrío, una suerte de mueca culpable que lava las culpas y no soluciona nada. Hasta que te lo cuento y el remordimiento pierde terreno, transformándose en un plato de comida caliente que repartimos en esta ciudad egoísta. Sí, puede ser un gesto burgués e inútil y es probable que no sirva de nada, pero del plato de comida pasamos a la ración cotidiana y abrimos el comedor en la cochera del auto que nunca tuvimos.

Un día me invitaron a una reunión partidaria. Iba a decir que no, “que la política no sirve de nada” harto de personeros atornillados a los cargos, engaños y chanzas. Pero asistí. Con desconfianza. Y el milagro sucedió: lo individual se hizo comunitario. Las manos volvieron a juntarse, sin tanta politiquería pero con política de por medio. Aunque algunos todavía descrean, aventuro que siempre es más cómodo ser un criticón constante.

Hoy hay reunión en casa, resta organizar las actividades de mañana y el Oso que no llega a ensayar la rutina. Cebo un mate y miro la nariz de payaso. Quién me viera. Todavía falta inflar los globos, colgar las guirnaldas, terminar de hacer las tortas fritas y tantas cosas para que pibes y pibas tengan una sonrisa en su día.

¿Si es suficiente? Por supuesto que no. Nada lo es en un modo de vida que por definición es excluyente. Pero hay que caminar, aunque el horizonte se siga alejando.

—Che, este mate está frío, dejate de joder —apunta Clara, envuelta en olor a tortas fritas que la hace más linda todavía.

Sonrío. Miro esa panza que crece mes a mes y me pregunto si no estaremos locos. —Dame un minuto que lo caliento —respondo y le robo un beso, mientras el atardecer se posa sobre el salón comunitario.

Anoche, en televisión, un periodista (Julián Guarino, C5N) contó que antes de ingresar al canal se encontró con una pareja que repartía comida caliente a personas de situaciones de calle en Buenos Aires y me acordé de este relato, que integra el libro “Series y Grietas”, publicado por Colisión Libros, allá por el 2015.

Mate con cáscara de naranja

“¿Cómo que no creeś? Escuchá, no te miento: mate amargo indiferencia; lavado enemistad; dulce amistad; muy dulce habla con mis padres para pedir mi mano; muy caliente: me muero de amor por vos; frío desprecio…”
—¿Con cáscara de naranja? —me interrumpió.
—Ven a buscarme. —Le marqué el folleto con el dedo. Sonrió, sonreímos. Era de noche y la luz del porche le iluminaba la cara opacada por el brillo de sus ojazos negros.

Encendí la computadora con la escena que regresaba una y otra vez. Y aparecieron las imágenes, los recuerdos, los olores. Sus dedos con anillos, la frescura de su voz.
Morena, grande, de cuerpo donde acurrucarse. La vi llorar un día en la oficina y le alcancé un pañuelo descartable. Un “gracias” y algo a medio camino entre una sonrisa. El mate estaba helado, pero le ofrecí uno. “Está horrible”, advertí. El sonido de la yerba cuando sorbés y no sale nada. “Es cierto, está horrible”, dijo.
Ella volvió a su cubículo. Yo al mío. El día languideció; oficinistas de ceniza en un fin de año que parecía irse al infierno. Alguien prometía mejoras en un futuro que nunca llegaba. El mismo que había arrastrado a más personas en la pobreza.
Bajamos los escalones del moderno edificio. Un auto que de alta gama y vidrios polarizados la esperaba con la impunidad  de quienes se estaciona en lugares prohibidos. Ella dudó en subirse pero lo hizo. Creí que me echaba un vistazo mientras se iba.
No sé si había pasado una semana. O dos, pero otro día nos topamos en la cocina. Esta vez con el mate recién hecho, le ofrecí uno. “La próxima vez dulce, y si es con cascarita de naranja, mejor”. Sonreí. Devolvió la sonrisa. “¿Mejor”?. “Sola”, respondió, “era un infeliz adorable, peligroso si rascabas un poquito”.
Los cruces en la cocina siguieron y de algún modo, terminé en su casa. Luego de la separación había vuelto con sus padres, felices de tenerla. Hija única, la luz de sus miradas que habían vuelto a brillar. Roberto, canoso y calvo, con cabello gris sobre las orejas. Laura, profesora jubilada, familia de clase media, círculo escaso de amigos y muy fieles.
Comenzamos a vernos. Ambos veníamos de rupturas cercanas y todavía nos lamíamos las heridas, quizás por eso íbamos despacio. Novios de más de treinta, caricias esporádicas, con charlas en el porche en un verano con apagones y noches de infierno.
El primer beso llegó afuera de su casa. Ella tenía una remera de esas que desnudan un hombro y un escote  que dejaba entrever el nacimiento de los pechos, firmes, operados, regalo del infeliz. Sus labios sabían a naranja, una huella cítrica que te quedaba en la boca y te pedía algo más. Íbamos despacio como dije. Intuyo que porque todavía pensaba en él o porque una barrera le impedía acercarse a mí. Ya me lo contaría cuando hiciera falta.
En enero viajé a mi tierra natal. “Vení, tus sobrinos están enormes y tenemos pileta”. Buen plan para poner en orden los pensamientos, mientras ella se iba a la costa con sus padres.
Volví a Buenos Aires, tostado, sin las urgencias de la Capital. La noche que fui a verla a su casa, algo había cambiado. No de sus padres, que me recibieron con los brazos abiertos. “Tengo algo que contarte”.
Nos encerramos en su habitación. Me confesó que él la había llamado, que le juraba haber cambiado y que la necesitaba. Baldazo helado. Entrelazamos las manos y yo me sumergí un momento en ese lunar en la muñeca. Le pedí que se cuidara.
“Sabés que estoy, por lo menos por un tiempo”, lancé mientras el dolor arremetía para acodarse en la garganta. O era angustia. No importaba tanto. “Algo más”, agregó:“renuncié a la oficina. Me voy a trabajara su empresa”. Desenlazamos las manos. Creo que esbocé una sonrisa y la besé en los labios, un roce corto, para robarme su sabor, impune y sin permiso. No volví a verla. Pero no borré su contacto, esperanzado en alguna novedad que no llegaba.
Un día recibí un mensaje de su mamá. Tuve que releerlo dos o tres veces. Entonces recordé la noticia, la que naturalizamos a diario a pesar del horror y encendí la televisión. Los medios seguían el caso desde temprano. Un paparazzi captó el retiro del cuerpo o de lo que quedaba de la casa del asesino. Reconocí el tatuaje en la muñeca que se escapaba de la bolsa negra. No quise escuchar los detalles pero adiviné la relación de rupturas y de violencia, de golpes que me negó en más de una charla, en aquel porche.
No debí dejarla sola. Los no que ahora no sirven de nada. Somos monstruos y nos tienen miedo. Entonces encendí la computadora y esbocé unas líneas torpes, difusas. Amanecí con el mate helado, amargo y el reflejo de un rostro devastado o de asesino serial.
Laura me abrazó muy fuerte en el velorio. Roberto moría en vida y me apretó el brazo. Estuve un rato. Prometí volver, convencido que no podría cumplir esa promesa.
Por suerte me equivoqué. Quizás ayudó la fecha de su cumpleaños, o el mensaje de su mamá de caminar juntos las calles con su foto. Lo cierto es que estoy frente a su puerta, no sin antes haber pasado por el cementerio.
Te dejé un mate recién cebado, con cáscara de naranja y la promesa de volver más seguido.

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Otro diciembre

Me espera con el pucho apagado entre los labios y saluda con un movimiento de cabeza. Se sienta bajo el olmo, en una silla que todavía resiste su peso. Se quita la gorra y la cuelga en el respaldo. Sonrío. O intento. Dicen que el viejo solo habla conmigo.
—Que hacés…
—Bien. ¿Y usted?
—¿Lloverá? Nora olía a lluvia. Y más cuando me miraba de esa manera donde el único lugar era la cama, el despiole que armábamos.
Pedía por ella cuando lo rescaté del caserío abandonado. Juraba que se la habían llevado los indios, que no pudo hacer nada para evitarlo.
—Molesta diciembre, no sé si te lo dije —lanza. —No solo por esos ladinos. A veces aparece la vecina de Pablo. La que se tiró a las vías del tren. O el pequeño atropellado por los ladrones que escapaban de la policía. Lo seguí al chiquito hasta el caldén aquél, ¿lo ves?
Lo escucho. No me atrevo a decirle que no está en El Remanso, que el pueblo fue abandonado hace muchos años.
—¿Qué hora es? Tengo que ir a abrir la estafeta postal. ¿Te conté que ahí nos conocimos? Tenía una letra chiquita y con ribetes. Igual que ella. Verla fue quererla.
Enfrente la brisa mueve el pino y sus guirnaldas. El esplendor de las luces y los adornos contrasta con la soledad de los viejos que esperan por visitas.
—¿Te quedás un rato? Componé ese mate. Al fin y al cabo todas son composiciones. ¿De qué otra manera podía acercarme a Nora? Toda una tarde escribiendo. Leyó la carta, la dobló al medio. Casi una sonrisa.
El agua está caliente. Pienso en sus fantasmas que salen de madrugada a recorrer la ciudad, cuando las penumbras se resisten a irse y el sol es una amenaza en el horizonte.
—Ahora sí. —dice y chupa dos veces más.
—Vengo a invitarte. En casa todos quieren conocerte.
Niega con un movimiento de cabeza.
—No puedo, mirá si aparece la Nora y no estoy ¿Te conté que yo tocaba el acordeón? Las farras que armábamos para estas fechas. ¿Por qué me sacaste del caserío y seguís viniendo? Yo estaba bien allá.
Una pausa, tensa. Demasiado larga. —Te agradezco pero no insistas —agrega. Se calza la gorra y su mirada traspasa las paredes del asilo.
—Otro diciembre —oigo.
Me ignora el mate. Algo ha cambiado, más allá de que anochece. Sé que no va a hablar más.
El enfermero se sorprende al verme en la cocina.
—¿Qué hace falta?
—¿Para qué te vas a quedar? Don Roque ya está en su mundo.
—No sé. Creo que se lo debo.
—¿No te espera nadie en casa?
Pienso en la vieja y su enojo por el faltazo.
—No es eso. A veces hay lugares en los que hay que estar.
El tipo asiente. Afuera se escucha un petardo.

Libros en los escalones

La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.

Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.
Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.
Ella decidió escapar y el interior del país pareció una buena idea. Continuó la docencia en otra ciudad y un día imaginó esta casa en las afueras. Pasaron años y la enseñanza se realimentó con caballetes, tablas y platos de comida, porque si algo no había cambiado eran las mentiras de campaña, la hipocresía y el hambre recurrente.
Construir desde lo colectivo, contraponerlo a lo individual, eso decía tu papá, pregonaba ella. Ernesto creció en una llanura con sus malones ocultos y las hojas del viento oscilando por las noches. A nadie le extrañó que no se fuera de su lado y que el comedor mudara en biblioteca, creciera con talleres. Saciar el hambre no es solo dar un plato de comida, señalaba Elisa.
Un día nació el libro de poemas colectivos. De edición artesanal ponía en palabras sueños apiñados. Por supuesto que la idea había sido de ella. ¿Le parece doña?, ¿Qué vamos a contar nosotros?
Elisa tuvo un nuevo compañero y el mundo tenía un sentido hasta que se le declaró la enfermedad. Una palabra. Maldita. Lapidaria. Con esto -y señaló el comedor- hacé lo que quieras, pero al Braulio no me lo dejes solo. Es un buen hombre, le pidió. Ambos le prometieron continuar con su trabajo pero el dolor pudo más y se mudaron al centro.
La casa se llenó de polvo y los recuerdos se amañaron en los rincones. Estaba a punto de liquidar todo cuando se topó con las fotos de la presentación del libro. Música y baile en la barriada. Recorrió algunas caras. Desconocidas y radiantes, ese brillo en las pupilas. Lo reconoció de inmediato. Mañana voy a la casa, le dijo a Braulio. El viejo no dijo nada y chupó otro mate.
Ya en el interior, se preguntó si había sido una buena idea. Vio la escalera. Libros en los escalones, apoyados en los listones que sostenían la baranda. Reconoció el diccionario de sinónimos, un Manual de Usos y Costumbres del Español y el ejemplar de poemas colectivos. La semilla plantada ante un mundo egoísta. Oyó unos pasos y vio la cara de Braulio. Levantó la térmica y supo que estaban de regreso.

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