La bocina del tren

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¿Era la bocina del tren? Aguzó el oído. Nada. Pensó en la Flaca y su sonrisa vital. Tampoco entendía por qué había soñado con ella, si hace años que no se ven.

Una carcajada desconocida. Esa sí que no la recordaba. Luego choque de vasos. Alguien que gritaba ¡Felices Fiestas! Esperó a oír el petardo. Pero nunca llegó.

El parpadeo. El Rosendo y su cara que desmejoraba a medida que los boletos eran cada vez menos. ¿Cerrarán la estación? Él le decía que no, que se quedara tranquilo. ¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.

Un bocinazo más. Prolongado. Esta vez era de noche. El sueño y su reinado. No pudo dilucidar las imágenes, pero sintió la angustia. Demasiada.

Otro parpadeo y se descubrió en el andén. El cura estaba de temprano. Fumaba un armado y miraba los pastos amarillentos. De espalda al pueblo intentaba desentrañar el horizonte. Y el olor del cigarro se le metió en la piel, como el ataque al corazón del Rosendo que todos los días lustraba la campana y mantenía la oficina reluciente. “Va a haber novedades” le había dicho a su regreso de La Capital.

Al principio le costó habituarse a la idea y empezó a cuestionarse su cordura. Las imágenes se entrechocaban. ¿Terminó sus días en un geriátrico? Era probable, si lo fueron a buscar al pueblo con la fuerza pública, cuando ya reinaba el silencio y los pastos avanzaban. Recordaba unas paredes descascaradas y una enfermera, rodeado de viejos temblorosos y lagrimales húmedos. Una noche se hartó y se escapó. Pero no vio venir al camión cargado de cereales.

Todavía se pregunta por que regresaba ahí, si no queda nada. Como si los aparecidos tuvieran algún lugar al que regresar. Descartó a sus familiares aunque debiera haberlos molestado por su ingratitud. Quizás por eso la estación le pareció un buen espacio donde esconderse.

Pero el problema empezó cuando lo vio al Rosendo mirándolo fijo. —¿Vos también? —le preguntó.

—Y adónde querés que fuera?

—Sí. Tenés razón.

Su amigo miraba la campana oxidada. —Se robaron el badajo. ¿Has visto a alguien más?

Él negó con la cabeza. —Por suerte no.

Rosendo sonrió. —¿Te diste cuenta que no deberíamos estar en este lugar, ¿No?

—O sí. Quién sabe.

—Yo de vez en cuando me le aparezco al que cerró el ferrocarril.

—Qué jodido.

—No, jodido ese tipo.

Se sentaron en el andén, podían ver los durmientes podridos, los pastos cubriéndolo todo. Les pareció oír el bocinazo del Sarmiento.

Este texto integra Alivio contra la ferocidad libro de relatos que podés descargar del siguiente enlace.

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8 opiniones en “La bocina del tren”

  1. Muy internaste post. Dos ancianos mirando el paso del tiempo, los vacíos que las décadas dejan en las pestañas. Me imaginé una estación abandonada, con raíles cubiertos y festoneados por hierbajos.

    Ahora leo el enlace. Un abrazo grande

  2. Si no hay un lugar determinado al que debamos ir cuando nos vayamos (y creo que no), lo ideal es que podamos elegirlo. Al menos así nos aseguramos encontrarnos con algún rostro conocido. Y también pueden ser conocidos a quienes nos aparezcamos para saldar viejas deudas, si es que todavía están.

    Un beso grande

  3. Buen relato, el bocinazo del tren como interrupción del tiempo, como soldadura entre sueños…. a descargar todos los relatos, entonces
    ABRAZO

    PD. "Relato de Horacio" ES el subtirulo de una excelente canción del Indio Solari

  4. …¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.

    Mi abuelo trabajo 40 años en el Ferrocarril, así que imaginate lo que tu microrelato desencadenó en mi memoria…

    Abrazos.

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