Despertó y supo que había soñado con ella. No recordaba nada, si la sensación de una visita cálida. Quizás era la oscuridad o solo la respiración pausada, la calma y tranquilidad que deja un roce en la cabeza, el silencio de algunos días.
De aquellos días se asoman recuerdos. Un pariente con la radio al oído. La revista «Gente» y una página a doble faz, con las figuras de los barcos ingleses para ir tachando. La marcha en la escuela desde el 2 de abril, que se interrumpió meses después.
Un poco más acá, poemas de excombatientes, en particular uno que pegué en mi pieza, cerca de un espejo que reflejaba la derrota previsible. Recuerdo el título: «Los recuerdos rompen tumbas»; denunciaba el olvido y los suicidios. Transcurría el Plan Austral o el Primavera.
Un jugador empedernido condenado al fracaso: no es lo que quería decir pero se arrima, como en las bochas. Bueno, más o menos.
Por lo que quieras.
Pero escribir.
II
«…Entonces le pregunto por qué escribir.
Para acordarte, me dice. Tenés treinta. Sos un pibe. No sabés de qué hablo. Acordarse.
Acordarse, repito.
De lo que viviste, de quién sos.
Cuando se pierde la memoria, dice, uno está perdido.
Mi padre camina con torpeza, rengueando, y habla con dificultad. Quién soy, me pregunto. Uno es el que fue o el que imagina que fue en función del que es ahora acomodando la memoria, para tranquilizar el presente.
Una mañana, mientras mi padre espera un colectivo, un Falcon verde frena en la parada. Cuatro tipos secuestran a una chica. Mi padre forcejea con ellos. Uno de los tipos lo golpea con una pistola. Mientras la cargan en el auto, la chica grita un teléfono. Mi padre vuelve a casa llorando.
Olvidó el número».
(Saccomanno, Guillermo, El pibe, Bs As, Planeta, 2006, pp-154-155)
III
ESCRIBIR. Señuelos, debates y callejones sin salida a los que da lugar el deseo de “expresar” el sentimiento amoroso en una “creación” (especialmente de escritura).
5. Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.
(Barthes, Roland, «Fragmento de un discurso amoroso», 1ed. (especial), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2014, pp.135)
“Murió”. Cinco letras en un mensaje de texto. Para qué más. Instantes después llega el flash informativo desde la radio. El sonido lacera el aire, se cuela en la habitación teñida de ocres y la vista se nubla por un instante. Entonces ella gime y ambas entrecruzan miradas. Una tímida sonrisa mientras enrosca su manito en el dedo meñique de su madre.
Se escucha la respiración del movilero, que intenta ponerle palabras a lo incomprensible, como si la muerte tuviera algún sentido. Pero no lo tiene. Mientras amamanta a la bebé, toma el celular, necesita contárselo a alguien. “Lo acabo de escuchar ”, apunta él bajo la misma pena. “Llego en un rato, besos a la gordita”, agrega.
Leo por la mañana. Esta vez, en el universo caótico de libros, a Alejandra Kamiya en El sol mueve la sombra de las cosas quietas, editado por Bajo La Luna e inevitablemente pienso en el tiempo, que a veces no tenemos, que malgastamos o también que exprimimos hasta el último segundo.
Personajes que se toman las pausas necesarias, se apean al lado del camino y observan los cambios a su alrededor. O fuman en una plaza y “esa brasita que se apaga y se enciende, marca un ritmo de tregua, de paz”.
En los gestos de la sal, el amor y las flores. “Parados uno frente al otro, primero se miran, después ya no se atreven. Tampoco se hablan. Pero Anastasio sonríe. Y a ella la sonrisa se le rebela y se hace risa plena”.
“Por fin él dice “Vayamos a los árboles”. Y ahí se encuentran, cinco veces. Se dicen las mismas palabras que todos los enamorados de todos los tiempos”.
También rosas que “parecen la envoltura de un corazón. Una envoltura paciente y delicada, como las capas de ropa de una reina”.
Una escritura contemplativa y de pausas -la misma que me tomo para escribir estas líneas y acomodar pensamientos- a tono con la mañana de domingo.
Lo primero que vi fue la botella plástica con agua y detergente. Luego la mochila. No eran más de las siete de la mañana.
La voz me sorprendió. “Pensé que ibas a cerrar la ventanilla, no quise asustarte”, dice. “No te preocupes”, repliqué.
“Gracias. Vivo en situación de calle y trato de darle para adelante. ¿Sabés que mucha gente mira para otro lado cuando me acerco? Apenas me ven, se hacen los que consultan el celular, o me dan vuelta la cara, como si fuera a robarles. Si pensara eso, no estaría trabajando”, argumenta y me muestra la escobilla.
“Otras veces levantan el vidrio y miran para adelante, como si no existiera o no estuviera acá. Cuídese y que tenga un buen día, hay muchos locos en la ruta”.
(Palabras más, palabras menos, lunes 13 de marzo).
Se trata de superar el instante en que parece imposible. No es tarea fácil, ya lo vislumbro al teclear las primeras palabras y la pava que avisa que ya es tiempo.
¿Loros? Sí, Más de uno en el peral. Temo por mis cazadores de jardín y los espanto. Los veo alejarse. Tres que desaparecen bajo los techos vecinos.
El silencio de lo posible en las mañanas de domingo.