«Azami. Esa flor me parece única, con su forma peculiar y su color violeta. No se suele regalar a causa de las espinas puntiagudas que cubren sus hojas. Una flor bastante inabordable».(*), válida para el deseo, la aventura de los cuerpos.
También para la mano, su trazo en el papel, la correría de un texto.
Cubrirse el rostro con las manos. Abrir los ojos. Hurgar entre las sombras.
Sostener(se).
A diario.
(*) Azami, El club de Mitzuko, de Aki Shimazaki, traducción de Íñigo Jáuregui, edición digital).
Mientras el sol del mediodía pinta de blanco el cemento de las veredas y construcciones, otros colores caen desde la ventana abierta de un edificios de oficinas, a treinta y cinco pisos de altura. Ahora, sobre la vereda impactada, un cuerpo envuelto en un traje oscuro barato exhibe el interior de sus órganos, manando sangre que repta con la lentitud propia de un líquido semiespeso.
Alrededor se forma un círculo de gente. Charlas, comentarios, celulares tomando fotos. La muerte se transforma en centro de atención. Observar un cadáver conforma la última línea de defensa contra la nada: ver la muerte en otro, verla y no experimentarla, estar en presencia de un cuerpo vaciado de vida que -por ahora, sólo por ahora- no es el propio. Esa incompatibilidad entre observar y morir es la razón por la que no hay espejos en las salas velatorias.
Y uno bucea en textos que alivien el día, arrastren las penas, las escurran por las alcantarillas.
A veces, las lecturas dan una mano.
«… y la chatura de la pampa le pareció una forma de silencio, o mejor dicho, la otra cara del silencio que él nunca había visto. Hasta los pájaros hablaban en otro idioma y entre ellos.»*
Silencio ante tanto bullicio.
Un viejo poema proclamaba defender la alegría como una trinchera. Alguien se planta y pide recuperar palabras. Ternura es una de ellas.
Una protagonista y el asilo en un barrio de librerías para refugiarse del dolor.
—Y cuéntame, ¿qué has aprendido viajando y leyendo?
—Muchas cosas. A fuerza de viajar y de leer siempre me convencía de que no sabía nada. Así es la vida. Una duda continua. ¿No había una poesía de Taneda Santōka que hablaba de ello? «Te haces camino entre los montes y solo encuentras otros montes».**
En otras ocasiones no hay lecturas que alcancen y la vida muestra toda su ferocidad. Solo basta mirar alrededor para darse cuenta.
Y uno transita por el borde de esa cornisa diaria.
(*) Kamiya, Alejandra, en el cuento La garza, en La paciencia del agua sobre cada piedra, 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2023. Libro digital, EPUB.
(**) Yagisawa Satoshi, Mis días en la librería Morisaki, edición digital.
Las distintas voces de Oskar conforman un todo que, en realidad, no existe.
El propio Oskar deforma su historia. Habla de fallos de memoria, de insignificancias, de desgana. Deslinda fragmentos de la historia y habla escuetamente tamborileando con el índice en el hule. Rara vez responde a las preguntas. No es que las evite, pero sus respuestas siempre son ambiguas y abiertas.
Y a veces, uno piensa que es una persona que escribe. No escritor, que conlleva algo de pose. Sí una persona que escribe.
A propósito de la escritura, Piglia en sus diarios:
Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, su vida era absolutamente trivial. «Me gustan mucho los primeros años de mi diario justamente porque allí lucho con el vacío. No pasaba nada, nunca pasa nada en realidad, pero en aquel tiempo me preocupaba. Era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias», había dicho una tarde en el bar de Arenales y Riobamba.
Entonces empezó a robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con él. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora. Tenía una convicción absoluta y el estilo no es otra cosa que la convicción absoluta de tener un estilo».
Ricardo Piglia, en “Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación”, edición digital.
Despertó y supo que había soñado con ella. No recordaba nada, si la sensación de una visita cálida. Quizás era la oscuridad o solo la respiración pausada, la calma y tranquilidad que deja un roce en la cabeza, el silencio de algunos días.
De aquellos días se asoman recuerdos. Un pariente con la radio al oído. La revista “Gente” y una página a doble faz, con las figuras de los barcos ingleses para ir tachando. La marcha en la escuela desde el 2 de abril, que se interrumpió meses después.
Un poco más acá, poemas de excombatientes, en particular uno que pegué en mi pieza, cerca de un espejo que reflejaba la derrota previsible. Recuerdo el título: “Los recuerdos rompen tumbas”; denunciaba el olvido y los suicidios. Transcurría el Plan Austral o el Primavera.
Un jugador empedernido condenado al fracaso: no es lo que quería decir pero se arrima, como en las bochas. Bueno, más o menos.
Por lo que quieras.
Pero escribir.
II
“…Entonces le pregunto por qué escribir.
Para acordarte, me dice. Tenés treinta. Sos un pibe. No sabés de qué hablo. Acordarse.
Acordarse, repito.
De lo que viviste, de quién sos.
Cuando se pierde la memoria, dice, uno está perdido.
Mi padre camina con torpeza, rengueando, y habla con dificultad. Quién soy, me pregunto. Uno es el que fue o el que imagina que fue en función del que es ahora acomodando la memoria, para tranquilizar el presente.
Una mañana, mientras mi padre espera un colectivo, un Falcon verde frena en la parada. Cuatro tipos secuestran a una chica. Mi padre forcejea con ellos. Uno de los tipos lo golpea con una pistola. Mientras la cargan en el auto, la chica grita un teléfono. Mi padre vuelve a casa llorando.
Olvidó el número”.
(Saccomanno, Guillermo, El pibe, Bs As, Planeta, 2006, pp-154-155)
III
ESCRIBIR. Señuelos, debates y callejones sin salida a los que da lugar el deseo de “expresar” el sentimiento amoroso en una “creación” (especialmente de escritura).
5. Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.
(Barthes, Roland, “Fragmento de un discurso amoroso”, 1ed. (especial), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2014, pp.135)