El mundo estaba lleno de cosas con las que no podía reconciliarse.
El cuerpo de un indigente hallado muerto en el banco de una plaza bajo varias capas de papel de periódico un día claro de primavera; los ojos apagados de la gente que viaja en el metro a última hora de la noche, mirando hacia otro lado mientras se rozan sus hombros sudorosos; el interminable desfile de coches sobre la autopista, con las luces rojas de los faros traseros encendidas un día de tormenta; los días que se suceden uno tras otro, arañados por miles de afilados patines de hielo; los cuerpos, que se desmoronan tan fácilmente; el intercambio de bromas tontas y endebles que se dicen para hacernos olvidar todo eso; las palabras que escribimos con fuerza sobre el papel para que nada quede en el olvido; y la fetidez que emana de esas palabras como espuma putrefacta.
A veces, después de un largo periodo de soledad o de enfermedad, en las horas previas al amanecer o bien entrada la noche, de pronto brotaban de ella palabras increíblemente prístinas y serenas que sonaban a un dialecto extraño. Pero no creía que eso pudiera ser una prueba de reconciliación. (*)
«Reconciliarse con el mundo», pensó. El fragmento lo demolió. Bebió el último sorbo de un café helado y miró por la ventana. Al fin y al cabo, estaba dónde debía. O por lo menos, así se lo mencionaba a diario.
Las nubes eran arrastradas por un viento porfiado y obtuso que, al menos, acercaba una tregua a las temperaturas sofocantes.
El badajo osciló sin llegar a golpear uno de los extremos metálicos.
El correo electrónico permanecía cerrado. No necesitaba leerlo para saber que la estación se convertiría en un recuerdo y los escasos habitantes en fantasmas vivos que seguirían preguntándose por qué.
Los vientos de cambio. Tan viejos como repetidos, un canto de sirena vendido otra vez. No sabía si reír, llorar o sumergirse en la más absoluta indiferencia.
Los pasos que se arrastraban y el olor inconfundible de las tortas fritas. Marta, que vivía enfrente y se cruzaba a media mañana para dejarle dos o tres, recién hechas.
—Cómo anda, don Eduardo.
«Don». No había caso.
—Bien. ¿Y usted?
—A lo mejor llueve hoy, me duelen las rodillas.
—Ojalá.
—¿Sabe algo nuevo? En la radio decían que el insensible ese cierra todo…
La radio. Que había propagado todas las bestialidades del mismo candidato. Ahora fingían sorpresa.
—Nada por ahora. Apenas me entere, será una de las primeras en saberlo.
—Con mi marido estamos pensando en mudarnos. Tengo una prima que vive unas leguas al oeste. Bueno, él quiere mudarse. Yo creo que ya somos grandes para empezar de nuevo. ¿Pero, qué vamos a hacer si cierran la estación?
Eduardo no contestó. Cerrar la estación era también dejar al pueblo sin correo. —¿Quiere unos mates?
Ella negó con la cabeza. —Gracias, vuelvo a casa, vamos a ver qué comemos hoy —le dijo y lo apretó en un abrazo. —Todavía no entiendo qué hace áca. Es joven, puede empezar de nuevo.
—No crea, además, ¿Dónde voy a comer unas tortas fritas tan ricas?
Marta sonrió y dio media vuelta.
Los pasos que se arrastraban, alejándose de la estación.
Volvió al ordenador y abrió el correo.
«Desregulación, simplificación, sostenibilidad». Dejó de leer. «Tanta ruindad y desmemoria», pensó. En poco tiempo serían recuerdo. Y a nadie le importaría.
Miró la hora, se acercaba el mediodía. Como Marta, evaluó las opciones para el almuerzo. Y también las otras: ¿Retiro voluntario?, ¿Traslado, si se lo permitían?
Recordó el fragmento y las cosas con las que no podía reconciliarse. La resignación, era una de ellas.
(*) Fragmento de «La clase de griego», de Han Kang)
(Imagen: Todd Trapani – Pexels).
La resignación sabe a derrota. Es difícil reconciliarse con ella.
Leyendo tu relato, en un momento dado (cuando Eduardo mira el correo), leyendo las palabras desregulación, simplificación, sostenibilidad pensé que ésas son las que aparecerían en una noticia y sentí entonces tu relato como un ejercicio de humanizar algo que en un diario leeríamos con frialdad y distancia. Y lo haces con la belleza de siempre.
Beso grande