Aproximaciones al mar V

Fue un despertar cálido, una cercanía que se fue esfumando con el correr de los minutos.
Últimamente regresás en sueños, pliegues y arrugas de un lecho desordenado y vacío.

¿Había olas, arena, estrellas mironas, tus hombros sin breteles?. No estoy seguro. Sí que fue un verano inolvidable, a pesar de mi resistencia al mar.
De los días felices quedó tu olor salino, las caminatas por la playa, las carcajadas. También los silencios de penas que no contabas, miradas a las que debí prestar atención.
Por ahora no pienso regresar. Para qué, si ahí no hay nada.
Aquí adivino las montañas, el lago, el espacio al que huí para que las olas no trajeran tu nombre.
Puedo decir que todavía respiro, trabajo. Hasta voy al cine. Me pregunto si vivo.
Clarea y la luz despeja la insensatez de acompañarte.

Aproximaciones al mar III, aquí y  IV, acá

El tiempo antiguo que regresaba

“En este lugar vivimos, nacimos, crecimos y lentamente envejecimos.  Cada familia tenía sus viejos asuntos banales.  Cosas ya sabidas por todos, puro chusmerío.  Por ejemplo, que en casa de tal la nuera y la suegra reñían sin parar, o que tal otro había divorciado y tal otro había cambiado de mujer, fulano tenía un comportamiento criticable, y el hijo de tal había hecho algo ilegal.  Cuando estos asuntos se refieren a la familia de uno, se los cargaba sobre la espalda.  Cuando se referían a otras familias, se los transmitía, se los conversaba, se suspiraba cuando faltaba un suspiro, cuando había que reír se reía, y eso era todo.  Cada uno seguía ocupado en su propia vida.
Esta es una ciudad antigua, no recuerdo cuántos años de historia tiene.  Ya en la época en la que Xiang Yu combatió contra Liu Bang, la ciudad existe.  Ahora todavía existe.  La manera en que la gente vivía en la época de Liu Bang es, más o menos, la misma en que la gente vive hoy.  Aquí el tiempo siempre tuvo una forma lenta de pasar.  Los años pasaban y las calles y callejones seguían estando ahí, pero al mirar para atrás de repente la gente había envejecido. O tal vez fuera al revés, tal vez las calles y callejones envejecían pero las personas continuaban vivas: al pasar distraídamente por la puerta de una casa podías ver a una mujer  sentada pelando unas habas.  Con la cesta de bambú sobre las rodillas, pelaba a toda velocidad, mientras que el piso se iba llenando de cáscaras.  Un instante de silencio: tal vez se había cansado de pelar, o se había hecho daño en una uña.  Levantaba la cabeza, sacudía la mano y la colocaba entre los labios.  Luego mordisqueaba, suspirando.  Sí, en ese suspiro volvían a vivir las personas que había sido.  Todas ellas habitaban aún dentro del cuerpo de esa pequeña mujer, en sus movimientos al pelar las habas, levantando la cabeza y agitar la mano… Era el tiempo antiguo que regresaba.
 O, por ejemplo, al pasar por un callejón veías, al atardecer, a unos ancianos sentados bajo un viejo algarrobo, hablando de bueyes perdidos, de antiguos principios.  Entre ellos, un anciano de unos ochenta años hablaba sin parar.  De repente, levantaba la cabeza, se rascaba la nuca y decía: caray, una oruga.  Tantos años habían pasado, y nuestra pequeña ciudad aún conservaba ese aspecto inocente: ese callejón, los viejos, el habla local, el perfume de las flores del algarrobo al atardecer.  Había una sensación de tradiciones antiguas”.
(De “La mujer de Zheng el mayor”, de Wei Wei, en “Después de Mao”, Narrativa china actual, compilado por Miguel Ángel Petrecca, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 215).
Relatos de tiempos demorados, donde lo milenario convive con el desarrollo industrial, por lo menos en los primeros textos. Poblados pequeños, con fronteras imprecisas y escenas que transcurren alrededor de una mesa, en bares o espacios reducidos. 

Grata sorpresa.

Electricidad de lo real

¿Regresarán alguna vez?

¿O seguirán en retirada, en prudente silencio?

Aquí se las espera.

Mientras tanto, se lee: «CUIDADOS PALIATIVOS: NUNCA ES DEMASIADO PRONTO PARA LLAMAR, decía un cartel junto a una cafetería en lo que constituía el centro comercial de la localidad. Junto a ella una señal de tráfico decía: ATENCIÓN: FIN DE LA VÍA. El surrealismo no podía inventarse. Era la auténtica electricidad de lo real» (1).

A la espera de las palabras.

(1) Del cuento «Alas», de Lorrie Moore, en «Gracias por la compañía», edición digital.

La cofradía de los nadies

Silba cada vez que las pelotas suben al cielo y caen en forma de malabares. A veces cambia de esquina, repasa rutinas, inventa otras. Las tres o cuatro esferas de plástico se niegan a tocar el suelo y acompañan su habilidad.

La indiferencia lacera. La contrarresta con trabajo, piruetas y una nariz de payaso.
Lo acompaña una mujer vieja abrazada a un termo roto y un mate. De vez en cuando lo aplaude y él agradece con una reverencia.
La cofradía de los nadies, el desafío al tráfico y los bocinazos.

Imagen de Charles Jennings en Pixabay

Espectros

Ellos estaban ahí. Los veía a veces, cuando prestaba atención. Iban en silencio, con sus ropas gastadas y rostros diferentes. Muchos eran pálidos como la luna. Fríos. Detenidos en una época que no era la suya y que no les tenía compasión. Otros todavía conservaban algún brillo en la mirada, como si mantuvieran la esperanza.
 A veces pienso que era el único que los veía. De reojo. No es agradable mirar a un fantasma de frente. Uno se queda mudo, sin palabras. Y sin palabras no hay respuestas. Sólo gestos atónitos. Cuando me los cruzaba en la calle y me cortaban el paso, se corrían como buenos espectros. Muchos caminaban encorvados, acaso sin comprender el azar caprichoso que los había depositado entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, olvidados por los vivos e indiferentes a los muertos.
Solo sé que me daban miedo. Miedo a ser como ellos. Aparecían en la madrugada o con las primeras luces del día. Arrastraban los pies con el sonido triste de los condenados y se mezclaban entre nosotros, taciturnos, con sus rostros de piedra, congelados en el recuerdo de tiempos mejores.
¿Será aquí?
Sí. No hay dudas, la fila es inmensa, como todos los días. Releo el aviso y doblo el diario bajo mi brazo. Una vidriera luminosa devuelve mi figura fantasmal, la de un desocupado más.
(Texto viejo, con leves correcciones).

Deambular

Deambular por la calle, escuchar voces ajenas, deseos de otros, charlas, enojos.
Caminar entre vendedores que buscan la diaria en cada esquina.
Deambular como si hubiese alternativas. Atajos contra el tiempo, aliviar la espera.
Allá el río, aquí la soledad en la marea humana.
Una librería y sus saldos, similares al cielo encapotado.
Un trueno.
Una tonada venezolana o colombiana que habla por teléfono, muy bella pero que contrasta con sus rasgos de tristeza y exilio.
Flâneur que recoge imágenes, olores, voces, un nadie de lujo en una ciudad viva. Y ajena a veces, por qué no.
El banco como reparo, pausa y tregua.

Sed

Imagen: Pixabay

Hubo una pausa. Una más entre la risa y el choque de vasos jubilosos.  Y se dio cuenta. Una señal de alarma, leve, imperceptible como la brisa que se colaba bajo la puerta, persistente y letal.

El trago sabía a celada premeditada, como la suya a su mujer, que lo esperaba en vela mientras él andaba de juerga con los amigos. Con el sueldo recién cobrado bastó una llamada para encontrarse con el Gitano y el Chino; en cuestión de minutos la segunda ronda de cervezas saturaba la mesa y elevaba las discusiones, que no llegaban a mayores gracias a una complicidad tácita entre los parroquianos.

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Las cosas de la memoria se convierten en algo que no fueron antes

Un viaje a París dispara los recuerdos y remite a Berie a su adolescencia en un poblado norteamericano, su trabajo a los quince años en el parque de diversiones Storyland y su relación de amistad con su amiga Silsby Chaussée.

En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts -un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur- las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.
Pero se puede contar una historia de todas maneras.
Con una prosa intimista, melancólica y con pinceladas de humor, Lorrie Moore en ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, editado por Eterna Cadencia, nos sumerge en los recuerdos de una joven norteamericana, en tiempos de Vietnam, LSD y el desprecio a la autoridad y los poderes vigentes, donde todo era un boleto de salida; todo estaba mezclándose, en proceso, yéndose de casa, en todas las formas que esto sucedía.

Moore repasa la relación entre dos amigas como aquello que hemos perdido y que quizás nos hacía mejores. Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.

Y en esas cosas de memoria la protagonista recupera su relación con Sils, incluso el reencuentro diez años después. Otras mujeres, otros cuerpos, el mismo pueblo, la certeza de haber crecido y no ser las mismas. Los jardines parecían más grandes y vacíos de lo que los recordaba, las casas más separadas y tristes, aunque bonitas. Un par de veces nos bajamos y caminamos. No había nadie en la calle. Las viejas tenían teman destellos de cuarzo hasta que caminábamos por alguna que había sido reparada o reemplazada con baldosas más opacas. Cuando pasamos por mi vieja casa, pareció desagraciada y obscena en su extrañeza; en mi mente las proporciones de la casa eran más cálidas, diferentes; en mi mente no era esto. Parecía ajena. Parecía confiscada. “Salgamos de aquí”, dije. Las carreteras eran carreteras rurales, todavía boscosas y llenas de anhelo y desesperación y de esa búsqueda de algo, cualquier cosa que estuviera pasando; o eran carreteras de rumores, llenas de curvas, carreteras inquietas, que por momentos parecían extenderse hacia adelante pero después simplemente daban vuelta sobre sí mismas, como serpientes comiéndose la cola.
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? No solo es una historia conmovedora sobre la amistad. También da cuenta de los sueños, de un tiempo de lazos pensados para siempre. Manejando sola por la autopista, más turbada de lo que podía tolerar, lloré en el auto como lloramos cuando dejamos a alguien de una manera amarga e intolerable. No sé por qué elegí esa oportunidad para llorar las pérdidas, para convocar todo ante mí: mi propia monstruosidad, mis afectos de dos pesos, de tres, de cuatro… Pero fue allí: lloré por Sils y por LaRoue, toda esa devoción y ese remordimiento, las estrellas derramando luz un millón de años después de muerta; lloré por los novios con los que ya no estaban, por los lugares y las personas que ya no conocía bien…
Consciente de los pactos para vivir que hacemos a diario, Moore nos propone la búsqueda de aquello que perdimos y alguna vez nos hizo plenos, en un relato intimista que es un coro de despedida a nuestra niñez. Hubo una tarde de abril, cuando yo estaba en tercer año, cuando el Coro de Niñas tenía que reunirse para el ensayo final antes del concierto de primavera. El sol se volcaba por las ventanas del gimnasio, y cuando ocupamos nuestros lugares en la tribuna estábamos paradas dentro de él, como si algo celestial hubiera descendido. Nuestra directora, Miss Field, empezó a guiamos moviendo los brazos, y un hechizo extraño nos embargó. Los nervios se tensaron y los huesos de los oídos se alinearon. Era el arreglo de la propia Miss Field de una rapsodia de Schubert, y las notas, por una vez, remontaron vuelo. Yo no capté la mirada de Sils, no pude hacerlo —ella estaba con las sopranos—, pero no importó, no era necesario, porque esto no era personal, cantar así, esta luz, esto eran niñas, después de semanas de ensayo, celebrando el trabajo etéreo de sus voces, el sonido de campanas, de pájaros, el sonido infantil que todavía podían lograr todas juntas. Juntas por la misma frase de la canción, nos entregamos; con bocas de rosa y de lavanda formamos una sola cosa viva, como un jacinto. Pareció aún entonces un coro de despedida a nuestra niñez y nos golpeó con fuerza en la mente y más abajo, en la espina dorsal, como un llamado, y en su ola y su marea nos alzó hacia el techo llenas de asombro y regocijo, así de hermosas sonábamos. Todas podíamos oírlo, elevadas en el aire, rodeadas por el sonido, sin varones ni padres ni nadie para decírnoslo, aunque no volvimos a conseguir la belleza de ese sonido nunca más. En toda mi vida como mujer -que empezó muy poco después y no sin riqueza-, no volví a vivir un momento como ese. Aunque a veces en mi mente puedo volver a esa tarde, puedo revivirla, navegar hasta ahí arriba otra vez hacia los paneles acústicos, los aros de baloncesto y el viejo reloj de roble, las armonías esmeradas que se soltaron de nuestras voces tan puras y exactas y livianas hicieron que nos preguntáramos después, mientras juntábamos nuestras cosas para irnos, cuán alto y rápido y lejos se habrían ido.

Sobre la autora
Lorrie Moore nació Glens Falls (Nueva York), Estados Unidos, en 1957. Ha publicado las colecciones de relatos Autoayuda (1985), Como la vida (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía(2015); y las novelas Anagramas (1986, que será reeditada por Eterna Cadencia en 2020 con traducción de Cecilia Pavón) y Al pie de la escalera (2009). Sus artículos han aparecido en The New Yorker, The Best American Short Stories y Prize Stories: The O. Henry Awards. En 2018 publicó el libro See What Can Be Done, editado por Eterna Cadencia en 2019 con traducción de Cecilia Pavón. Entre otros premios, Lorrie Moore ha sido galardonada con el Irish Times International Prize for Literature, el Pen/Malamud Award y el Rea Award for the Short Story. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters.
Foto: Imagen de Couleur en Pixabay

Publicado en Plan B Noticias

Recuperar la poética de lo cotidiano

Voy a contarles un poco lo que me pasó, cuando pensaba qué compartir y comentarles. Me vinieron a la cabeza unos versos de Bertold Brecht, donde dice y se pregunta:

qué tiempo es este de hablar de los árboles

es casi un delito porque significa silencio sobre tantos males…

Salvando las diferencias, porque Brecht estaba hablando de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, yo sentí que no se podía hablar de los árboles. Por lo menos que no se podía hablar solamente, apolíticamente de los árboles. Entonces, quiero comentarles que estas reflexiones que quiero compartir con ustedes, no son apolíticas.

En primer lugar, porque no tengo la voluntad de que sean apolíticas. Además, sería un intento infructuoso, porque la palabra no es apolítica. Porque la especie humana no es apolítica, por lo tanto el lenguaje humano no es apolítico, ni el predicado verbal, ni los pronombres, ni los recursos retóricos, ni la educación.

Así que voy a comentarles un poco sobre la palabra poética y política. Creo que en las palabras suelen replicarse los mínimos debates, tensiones y enfrentamientos que en las sociedades que las pronuncian. Política es esa palabra donde esa pugna se hace evidente. Porque han proliferado quienes procuran reducir el concepto política a partidismo, a ser persona política, a ser militante, afiliado, candidato, pensar políticamente, a pensar maquiavélicamente. Esto persigue un objetivo —y convengamos que lo consigue muchas veces— empequeñecer la discusión que toda sociedad debe darse acerca de su presente, de su pasado y de su destino.

Arte, educación y política, son conceptos entramados y dependientes. Si la educación es vapuleada, es vapuleada la palabra de nuestros niños y nuestros jóvenes y con la palabra, sus capacidades, sus sueños y sus derechos. Entonces, la pregunta que todos nos hacemos, pero muy especialmente los escritores: ¿debe la literatura erguirse en defensa de la palabra atropellada? Quien sino.

A propósito del arte, dijo el filósofo y educador estadounidense John Dewey: “las cimas de las montañas no soplan sin soporte. Ni siquiera descansan sobre la tierra. Son la tierra, en una de sus operaciones manifiestas”. Con esta magnífica metáfora el pedagogo y filósofo, señala que el arte no se eleva con fuerza propia, sino que es un emergente de la realidad, la sociedad, el barrio donde se produce. Por eso, esta lección mía de hoy, estas ganas de hablarles de la necesidad de ejercer el lenguaje. Porque no hay arte sin dignidades sumadas, igual que no hay cima, sin siglos de rocas.

La antinomia arte-compromiso / estética-política / verdad-belleza, le sirve a los que procuran meter la música en una cajita con bailarina clásica y todo. Sin embargo, la historia grande de la literatura es un ejemplo permanente de compromiso político, de debate del novelista, del dramaturgo, del poeta con su tiempo. Como siempre, y más que siempre —quien sabe— la palabra poética será una balsa que nos mantenga en la superficie.

Mayoritariamente, antes de escribir, hablamos. Pensemos entonces en el riesgo que implica dañar el acceso a la mejor palabra. Si hablamos, decidimos. En todo caso, hablar es decidir. Es imposible que no haya decisión en el acto de hablar. Lo que puede ocurrir es que si nosotros no decidimos, va a decidir el pensamiento hegemónico. Digo: alguien decide. Si como escritores no decidimos creativamente la palabra, seguramente vamos a decir “su cabello era blanco cual la nieve”, “aquel barco parecía una cáscara de nuez en la tormenta”, “el cielo semeja un terciopelo azul cuajado de diamantes”. No decidimos nosotros, decide el pensamiento hegemónico.

Pero hay algo que yo creo que es mucho peor: cuando no ya como escritores, sino ya como personas, desestimamos la importancia de decidir nuestra palabra, va a hablar por nosotros el pensamiento hegemónico y entonces vamos a decir: “algo habrán hecho”, “quién la mandó a usar minifalda”, “los maestros tienen tres meses de vacaciones”, “no son treinta mil”. Entonces decidir el lenguaje es decidir lo que somos y lo que hacemos. Por eso, en estos tiempos, y recién lo decían de alguna manera, donde hay un ataque casi de ficción contra la educación plural y sensible, contra la gracia y la ternura, nos toca más que nunca decidir el lenguaje y ejercerlo con el mayor coraje. A eso le llamo yo poesía.

La educación, que tiene muchos deberes, —tarea tan vasta, tan ardua y tan maravillosa— tiene, en mi opinión, una principal: la educación tiene que darle herramientas a la soledad humana. Y en este sentido, la educación y el arte se parecen mucho. Pienso, por ejemplo, en la función simbólica y en la función mágica: ni el arte, ni la educación, se proponen adornar lo real, sino actuar sobre lo real. Cuando Picasso pintó El Guernica, ¿pretendería adornar una pared?; ¿o resignificar la realidad de la guerra? De igual modo, un maestro no pretende adornar al niño con preciosos saberes, sino actuar sobre el adulto que un día va a ser. En todo caso, incrementar en ese ser humano la densidad ética y estética.

Pienso, también, en el valor emancipador del arte, como así de la educación, porque en ambos espacios se reponen saberes y actitudes que ayudan a la reformulación de proyectos liberadores —eso es lo que queremos— tanto en lo individual como en lo social. Pero la cosa es que cualquier forma de despojo, requiere clausurar el lenguaje, recortar sus funciones más creativas y más contundentes. Dejar del lenguaje una versión anodina, denotativa, ajena o enajenante.

Por eso, en mi opinión y sin desconocer todas las disciplinas del conocimiento, que de paso se ha dicho, no existirían sin el lenguaje, se hace indispensable apuntar en todos los niveles de la educación al resarcimiento del lenguaje, al emponderamiento por parte de los hablantes de sus posibilidades poéticas, emocionales y sanadoras.

Recuperar la poética de lo cotidiano, me parece indispensable. Y no hablo solo de que los chicos produzcan sus propios textos, por ejemplo. Es una parte y no menor. Hablo de trabajar la palabra en el laboratorio, para hacerla reaccionar de lo ácido a lo básico, hablo de llevarla a la cancha y el deporte, hablo de una educación desde donde el saludo: buenos días chicos / buenas tardes chicos, se trabaje sobre la palabra consciente y decidida. Fácil no, garantizado menos, y sin embargo, indispensable.

Allí donde dice Lengua y Literatura, tendríamos que encender un fuego, bailar, jugar, estremecernos, honrar la equivocación, porque de ese modo se hizo y se hace el lenguaje. Bajar la importancia a los resultados y, en cambio, celebrar el proceso, porque es un proceso la palabra humana. Por suerte, las palabras son semillas que ni Monsanto puede hibridar o patentar. Semillas agradecidas, carne de perro, decía mi abuela, de esas que se aguantan la sequía y la helada. Déjenme creer que si las esparcimos en la buena tierra de nuestros niños, vamos a tener una gran cosecha. Déjenme soñar en estos días que si arrojamos palabras en el páramo, el próximo verano habrá verdor. Y hasta sembrar al viento, como de vez en cuando parece que hacemos, porque el viento hace pie en alguna parte, aunque sea lejos de nosotros. Y fecunda.

Por último, voy a tomarme el respetuoso atrevimiento de hablar en nombres de muchos de mis amigos. Algunos están acá: el Mario, el Esteban, de hablar en nombre de mis amigos y —creo yo— de la mayoría de los artistas argentinos. Le gusta creer a la burguesía engolada y coqueta que el arte es caótico, disparatado y disperso. Cosa de unos locos que se tiran de los cabellos en sus buhardillas y toman vino con las musas. Una versión mediocre del Montmartre.

Pero el arte es organización y es trabajo. Lamentaremos decepcionar tan victoriana acción, pero los artistas no andamos a los tumbos por un egocentrismo fashion, porque solo existimos si hay un pueblo que va al cine y al teatro, si los niños pueden perderse en la maravilla de los libros, si la gente canta mientras camina.

En estas jornadas, que son un puro honrar la palabra, honrar el lenguaje, repensarlo, pensarlo, reflexionarlo, quiero, para terminar, dejar mi granito de arena que es, hablando de poesía, decir lo mismo que acabo de decir pero de otra manera.

Le llamo poesía, le llamamos

a la aplomada hilera de ladrillos

a la sopa fragante

al cuaderno de puntas estropeadas

le llamo, le llamamos poesía

a la espalda doblada de los viejos

transformados en signos de pregunta

no importa si nos sobran endecasílabos

o si nos falta rima

le llamamos estrofa a todo lo que canta

le llamamos metáfora al sudor,

a la nuca dolida, al día que demora

a los huesos de Carlos Fuentealba

nosotros, que tendemos la ropa al sol

como la ropa blanca

llamamos poesía al día que nos toca

nos hacemos poetas

entre ayer y mañana.

Liliana Bodoc – “La literatura en los tiempos del oprobio”

Conferencia de apertura de las XVII Jornadas “La literatura y la escuela” de Jitanjáfora ONG. – Mar del Plata, 7 de abril de 2017. (Transcripción)

Uno no puede hacer nada con la fe de los otros

En un pueblo donde los trenes eran un recuerdo que ni las vías se permitían nombrar, todos esperan un milagro para sentirse vivos.
Hasta allí llega Carlos Andrada, restaurador de imágenes sagradas, con el fin de reparar una estatuilla del siglo XIII. Lo esperan los pobladores que todavía resisten gracias a la fe, personajes con sus miserias y secretos que ven en la llegada del forastero la esperanza de un renacimiento.

Un rengo ex combatiente, un peluquero por necesidad, una bella mujer y un intendente que sueña con ser gobernador si se concede un milagro de dudosa reputación, son algunos de los personajes de esta novela de Rubio que cuestiona los poderes constituidos y retrata la agonía de quienes todavía no se resignan, que tejen rutinas para no saberse olvidados.
El micro me había dejado sobre la ruta y tuve que andar entre pastos procurando localizar un sendero angosto, hasta desembocar en el andén donde me recibió el escándalo de unos pájaros acostumbrados a las ausencias, manifiesta el narrador que, poco a poco vislumbra para qué ha sido convocado por el cura del pueblo.
Negocios abiertos a los que no entra nadie, diálogos en un cementerio y el andén abandonado como testigo de sueños truncos, forman parte de un paisaje entrañable y melancólico. Resoplé, dejé los ojos fijos en los durmientes. Esas vías no volverían a ser útiles; sin embargo, seguían mostrando una bravura que solo podía emocionar a los sensibles. En medio de la pampa húmeda recordé a mi viejo y el último tren del sur, medita el narrador para dar paso —quizás— a la escena más conmovedora de la novela, la del cierre de ramales ferroviarios que asesta un golpe lapidario a pueblos y personas.
Yo tenía veinticinco años cuando hice rodar el hierro sobre los rieles. El servicio ya había sido clausurado hacía unos años, un fin de verano. Ninguno en el pueblo quería que llegara un nuevo invierno, traer uno viejo era imposible. El día de la clausura, mi tío Eufragio vino a casa, yo me preparaba para irme a la Capital y empezar la universidad. Se lo veía cansado, tenía la espalda encorvada. Solo dijo “Es hoy, ya viene”. Mi padre fumaba, lo miró con una tristeza pálida que le había nublado la esperanza hacía años. “Lo sé, no tengo ganas de ir”, respondió. Mi padre peinaba una vejez insulsa, mi tío había sido feliz hasta ese día en que llegaría a la estación el último tren del sur. Ellos debían guardar la máquina en el galpón, dejarla bajo llave hasta nueva orden. Los vagones quedarían a la intemperie para que el tiempo hiciera lo suyo, para que todo el pueblo los viera agonizar. “Nos condenaron”, habían sido las palabras de mi padre al recibir el telegrama del gobierno ordenando terminar el servicio. “¿Cómo vamos a pasar los inviernos?”, había preguntado mi tío y como respuesta obtuvo un silencio opaco. Pregunté si había algo que pudiéramos hacer, mandarle una carta al presidente, tratar de hablar con algún ministro. “Ya está todo jugado”, respondió mi padre. Aquel día del verano se calzó por última vez su traje de jefe de estación, besó el retrato de mi madre y salió con mi tío a recibir al último de los trenes. Pedí acompañarlos y me dejaron. No solo eso, cuando el motorman entregó la máquina en medio de abrazos y lágrimas, mi viejo me hizo subir y me enseñó a manejar con la única promesa de que jamás olvidaría cómo hacerlo… A veces, en tardes como esta, sentado solo en algún pueblo, me juraba que un día iba a escribir la historia, esa historia, la del último tren del sur.
Y en este pueblo, los sueños no son con trenes. O sí y en forma de milagros. La fe es lo más peligroso que tiene el mundo. Se mata por la fe, se tortura, se condena. Uno es capaz de manejar la fe propia, pero no puede hacer nada con la de los otros. Y la de los otros produce lo improbable, atesora y revela secretos.
En El Cristo Roto la escritura de Rubio es un relato que recupera historias entre durmientes, andenes y veredas vacías, un acto de fe contra el olvido, un bálsamo contra el escepticismo para que alguna vez se sepa que hubo días mejores, en que los hombres soñaban junto a los trenes.

(Foto: Adrián Pascual Estación de Ferrocarril de Utracán – Facebook Patrimonio La Pampa)
Publicado en Plan B Noticias