Deambular

El viento helado le corta las mejillas y se abrocha la campera. Desbloquea el teléfono sin pensar y recorre la modesta agenda telefónica. Su cara, su sonrisa más bien como primer contacto.

¿Que estás escribiendo, recordó. “La lista del súper, faltan un par de cosas”. Pucha, yo pensé que era un poema para mí. Su beso furtivo, preludio de.

Es tarde. Una pareja se mima a su lado, como para acompañar ese recuerdo. Él se sienta en el banco de la Avenida y hunde la mirada en el piso. Una paloma se acerca, con la esperanza de picotear algo.

Acostados miraban la mancha de humedad y la posibilidad de una futura gotera. “Vamos a tener que correr la cama” Sí, pero otro día. Afuera era un día radiante pero no podían salir de esa pieza.

Bocinazos y frenadas. La primera vez que se vieron fue en la Feria. Ella tenía el pelo suelto y de tanto en tanto se soplaba el flequillo que le caía sobre la frente, mientras hacía caricaturas y paisajes con crayones.

Mirarse fue coincidir. “Hace pocos días que estoy acá. La idea es seguir hacia el sur”, deslizó una de las tantas veces que él volvió por otra caricatura. “¿Cuántas tenés ya?” No las suficientes para que aceptes parar en casa.

Un día dijo que sí y los besos fueron la consecuencia natural de quienes están solos. “¿Qué mirás?” Sabés qué miro, como respuesta mientras le levantaba la remera y apoyaba el oído en el ombligo. “Pervertido”. Tenés hambre, te hace ruido la panza. “Sí, hambre de vos”. Los días felices.

La paloma hace unos rodeos y se va defraudada. Pero el recuerdo o las huellas del recuerdo se quedan, contrastan con una ciudad cada vez más ajena. Tantea la petaca en el bolsillo y toma un trago. La ginebra araña la congoja. Un auto pasa por la avenida para que todos sepan que tiene un obsceno estéreo. La veo cruzar, cruzando un bosque. La veo alejándose de mí.1 Casi escrita para él.

¿Tenés miedo al compromiso? Más bien a las ataduras”. Los diálogos que regresan como advertencia. ¿Sabés que eso también puede ser una pose, no? “Sí, es posible. Pero fijate, dejé de pintar”. Porque estás bien. “No lo sé”. La infancia fue una ciénaga, no todo tiene que ser así. “Abrazame”, pidió ella.

La ginebra, mordaz compañía. Deja el banco de la avenida y camina sin rumbo. Debería ir al departamento, pero elige caminar, como si fuera posible encontrarla. Deambular cual flâneur obstinado, pero sin los harapos.

¿No habíamos quedado en que no íbamos a terminar así? ; ¿Cómo? “Haciendo listas de supermercado”. Exagerada.

Ella venía de diferentes hogares de acogida y una familia que hizo lo que pudo, con una prole de hermanos y hermanas. Huyó a tiempo, cuando la comida escaseaba y sobraba aliento a tetrabrik, preludio de mayores horrores. “¿Qué viste en mí? No me digas que son mis rollos”. Sinceridad, me dan muchas ganas de cobijarte. “No sé si puedo permitírtelo”.

Y no lo permitió. Le dejó los crayones y una nota: “No me busques, por favor”.

Atardece. El Balcón del Valle es hermoso. Se ven los puentes y se adivinan los ríos. El sol se refleja de una manera que solo es posible disfrutarlo.

1Polaroid de una locura ordinaria. Fito Páez.

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