Me espera con el pucho apagado entre los labios y saluda con un movimiento de cabeza. Se sienta bajo el olmo, en una silla que todavía resiste su peso. Se quita la gorra y la cuelga en el respaldo. Sonrío. O intento. Dicen que el viejo solo habla conmigo.
—Que hacés…
—Bien. ¿Y usted?
—¿Lloverá? Nora olía a lluvia. Y más cuando me miraba de esa manera donde el único lugar era la cama, el despiole que armábamos.
Pedía por ella cuando lo rescaté del caserío abandonado. Juraba que se la habían llevado los indios, que no pudo hacer nada para evitarlo.
—Molesta diciembre, no sé si te lo dije —lanza. —No solo por esos ladinos. A veces aparece la vecina de Pablo. La que se tiró a las vías del tren. O el pequeño atropellado por los ladrones que escapaban de la policía. Lo seguí al chiquito hasta el caldén aquél, ¿lo ves?
Lo escucho. No me atrevo a decirle que no está en El Remanso, que el pueblo fue abandonado hace muchos años.
—¿Qué hora es? Tengo que ir a abrir la estafeta postal. ¿Te conté que ahí nos conocimos? Tenía una letra chiquita y con ribetes. Igual que ella. Verla fue quererla.
Enfrente la brisa mueve el pino y sus guirnaldas. El esplendor de las luces y los adornos contrasta con la soledad de los viejos que esperan por visitas.
—¿Te quedás un rato? Componé ese mate. Al fin y al cabo todas son composiciones. ¿De qué otra manera podía acercarme a Nora? Toda una tarde escribiendo. Leyó la carta, la dobló al medio. Casi una sonrisa.
El agua está caliente. Pienso en sus fantasmas que salen de madrugada a recorrer la ciudad, cuando las penumbras se resisten a irse y el sol es una amenaza en el horizonte.
—Ahora sí. —dice y chupa dos veces más.
—Vengo a invitarte. En casa todos quieren conocerte.
Niega con un movimiento de cabeza.
—No puedo, mirá si aparece la Nora y no estoy ¿Te conté que yo tocaba el acordeón? Las farras que armábamos para estas fechas. ¿Por qué me sacaste del caserío y seguís viniendo? Yo estaba bien allá.
Una pausa, tensa. Demasiado larga. —Te agradezco pero no insistas —agrega. Se calza la gorra y su mirada traspasa las paredes del asilo.
—Otro diciembre —oigo.
Me ignora el mate. Algo ha cambiado, más allá de que anochece. Sé que no va a hablar más.
El enfermero se sorprende al verme en la cocina.
—¿Qué hace falta?
—¿Para qué te vas a quedar? Don Roque ya está en su mundo.
—No sé. Creo que se lo debo.
—¿No te espera nadie en casa?
Pienso en la vieja y su enojo por el faltazo.
—No es eso. A veces hay lugares en los que hay que estar.
El tipo asiente. Afuera se escucha un petardo.