Variaciones

Foto de Brett Sayles en Pexels

«Apareció una noche, clara. Sin luna y con las estrellas que salpicaban el cielo. Hacía mucho frío. Mi padre había salido a dar el último vistazo a la llanura, pispear que el corral estuviera cerrado, cuando vio la silueta en el horizonte. Extraño para la hora. Y más a caballo. Se quedó esperándolo hasta que su figura se hizo inconfundible.

»¿Te conté de la llanura? Sé que sí. De una belleza que mete miedo cuando el sol se esconde en el horizonte y no sabés si el cielo es rojo o celeste cuando se toca con la tierra. Y la vista no llega más y duele la vida, desnudando nuestra pequeñez. No sé si hay cielos parecidos. Algunos dicen que en el sur, pero no los he visto.

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Ana, el respaldo (Adelanto)

Imagen de Larisa Koshkina en Pixabay

Un día decidí entrar al santuario de papá. Había pasado demasiado tiempo, el mismo que me costó darme cuenta que me despertaba y él no estaba trabajando en su estudio. Ni que había sonidos de teclas o música clásica en un volumen muy bajo.

Sé que fue un sábado, muy temprano. Grisáceo, encapotado. No podía ser de otra manera. Mamá y la Colo dormían. Atravesé la puerta y me estremecí. Seguía ahí. O por lo menos me pareció sentir su presencia, ese almizcle entre yerba y su perfume que se confundía con el olor a papel de los libros de variados tamaños y colores. Nuevos y viejos, con el lapicero, la libreta, el diccionario de la RAE a un costado y las foto de las tres en el otro.

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Pasajeros de las edades

«Los meses y los días son pasajeros de las edades, siendo también viajeros los años, que van y vienen.

Para los que dejan flotar su vida sobre un barco o envejecen llevando los frenos de los caballos, todos sus días son viaje y hacen del viaje su morada.

Antiguamente hubo muchos que murieron durante el viaje».*

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El colectivo abandonado

Por fin llovió. Las nubes plomizas están a punto de aplastarme. Alicia se echa a mi lado agitada. A pesar de los años, insiste en acompañarme y disfruta del paseo.

Llego hasta el colectivo abandonado, en ese punto de la ciudad donde comienza el campo y la frontera desdibuja límites, da pie a los interrogantes, profundiza los secretos.

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Aproximaciones al mar VI

De aquel viaje quedaron lecturas, canciones a las que no regresé, una pintura que me obsequiaste, el murmullo del agua.

También la arena bajo los pies, mi desconfianza en las mareas, noches o mañanas incendiarias que la edad nos permitía.

No faltaba el té blanco en el desayuno y la única condición era desconectar los teléfonos. «El Yin Zhen se recolecta cuando nacen los primeros brotes, por eso es tan preciado, dejate llevar por el aroma».

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Felicidad clandestina

Abrir la ventana. Invitar al olor a lluvia a desparramarse por el interior, que recorra espacios, renueve el aire mientas el agua golpea el techo en la galería.

Inusitada humedad y aguacero, como un desmesurado año que recordaremos.

El lujo de mi zozobra emocional, bajo techo y sin necesidades.

«Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante». (*)

Lectura como felicidad clandestina.

Mascotas que ya hicieron su recorrida y se aprestan a dormir bajo el sonido de mis teclas.

Escribir con las gotas golpeando el techo de chapa, banda de sonido que presume temporal.

Los primeros mates. Rituales para apuntalar la vida. La lluvia que cesa y mi acierto de buen pronosticador.

Pandemia, un día más.

(*) Fragmento de Felicidad clandestina, en Felicidade clandestina y Onde estivestes de noite, Clarice Lispector, 1971, Traducción: Marcelo Cohen y Cristina Peri Rossi – Edición digital.

El sonido de las teclas

Caro teclea rápido. Hosca en las mañanas, está enojada con su padre por no haber resistido a la muerte y dejarse vencer por una sensibilidad vana en un mundo de fieras y cazadores.

Un café recargado y varios minutos en silencio parecen ser la medida justa para entablar algún diálogo que no sea respondido con gruñidos o monosílabos. A pesar de sus tatuajes y el negro en la vestimenta, abraza y protege. O atenaza y destruye, como si tuviera dos personalidades.

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