Un viaje a París dispara los recuerdos y remite a Berie a su adolescencia en un poblado norteamericano, su trabajo a los quince años en el parque de diversiones Storyland y su relación de amistad con su amiga Silsby Chaussée.
En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts -un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur- las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.
Pero se puede contar una historia de todas maneras.
Con una prosa intimista, melancólica y con pinceladas de humor, Lorrie Moore en ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, editado por Eterna Cadencia, nos sumerge en los recuerdos de una joven norteamericana, en tiempos de Vietnam, LSD y el desprecio a la autoridad y los poderes vigentes, donde todo era un boleto de salida; todo estaba mezclándose, en proceso, yéndose de casa, en todas las formas que esto sucedía.
Moore repasa la relación entre dos amigas como aquello que hemos perdido y que quizás nos hacía mejores. Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.
Y en esas cosas de memoria la protagonista recupera su relación con Sils, incluso el reencuentro diez años después. Otras mujeres, otros cuerpos, el mismo pueblo, la certeza de haber crecido y no ser las mismas. Los jardines parecían más grandes y vacíos de lo que los recordaba, las casas más separadas y tristes, aunque bonitas. Un par de veces nos bajamos y caminamos. No había nadie en la calle. Las viejas tenían teman destellos de cuarzo hasta que caminábamos por alguna que había sido reparada o reemplazada con baldosas más opacas. Cuando pasamos por mi vieja casa, pareció desagraciada y obscena en su extrañeza; en mi mente las proporciones de la casa eran más cálidas, diferentes; en mi mente no era esto. Parecía ajena. Parecía confiscada. “Salgamos de aquí”, dije. Las carreteras eran carreteras rurales, todavía boscosas y llenas de anhelo y desesperación y de esa búsqueda de algo, cualquier cosa que estuviera pasando; o eran carreteras de rumores, llenas de curvas, carreteras inquietas, que por momentos parecían extenderse hacia adelante pero después simplemente daban vuelta sobre sí mismas, como serpientes comiéndose la cola.
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? No solo es una historia conmovedora sobre la amistad. También da cuenta de los sueños, de un tiempo de lazos pensados para siempre. Manejando sola por la autopista, más turbada de lo que podía tolerar, lloré en el auto como lloramos cuando dejamos a alguien de una manera amarga e intolerable. No sé por qué elegí esa oportunidad para llorar las pérdidas, para convocar todo ante mí: mi propia monstruosidad, mis afectos de dos pesos, de tres, de cuatro… Pero fue allí: lloré por Sils y por LaRoue, toda esa devoción y ese remordimiento, las estrellas derramando luz un millón de años después de muerta; lloré por los novios con los que ya no estaban, por los lugares y las personas que ya no conocía bien…
Consciente de los pactos para vivir que hacemos a diario, Moore nos propone la búsqueda de aquello que perdimos y alguna vez nos hizo plenos, en un relato intimista que es un coro de despedida a nuestra niñez. Hubo una tarde de abril, cuando yo estaba en tercer año, cuando el Coro de Niñas tenía que reunirse para el ensayo final antes del concierto de primavera. El sol se volcaba por las ventanas del gimnasio, y cuando ocupamos nuestros lugares en la tribuna estábamos paradas dentro de él, como si algo celestial hubiera descendido. Nuestra directora, Miss Field, empezó a guiamos moviendo los brazos, y un hechizo extraño nos embargó. Los nervios se tensaron y los huesos de los oídos se alinearon. Era el arreglo de la propia Miss Field de una rapsodia de Schubert, y las notas, por una vez, remontaron vuelo. Yo no capté la mirada de Sils, no pude hacerlo —ella estaba con las sopranos—, pero no importó, no era necesario, porque esto no era personal, cantar así, esta luz, esto eran niñas, después de semanas de ensayo, celebrando el trabajo etéreo de sus voces, el sonido de campanas, de pájaros, el sonido infantil que todavía podían lograr todas juntas. Juntas por la misma frase de la canción, nos entregamos; con bocas de rosa y de lavanda formamos una sola cosa viva, como un jacinto. Pareció aún entonces un coro de despedida a nuestra niñez y nos golpeó con fuerza en la mente y más abajo, en la espina dorsal, como un llamado, y en su ola y su marea nos alzó hacia el techo llenas de asombro y regocijo, así de hermosas sonábamos. Todas podíamos oírlo, elevadas en el aire, rodeadas por el sonido, sin varones ni padres ni nadie para decírnoslo, aunque no volvimos a conseguir la belleza de ese sonido nunca más. En toda mi vida como mujer -que empezó muy poco después y no sin riqueza-, no volví a vivir un momento como ese. Aunque a veces en mi mente puedo volver a esa tarde, puedo revivirla, navegar hasta ahí arriba otra vez hacia los paneles acústicos, los aros de baloncesto y el viejo reloj de roble, las armonías esmeradas que se soltaron de nuestras voces tan puras y exactas y livianas hicieron que nos preguntáramos después, mientras juntábamos nuestras cosas para irnos, cuán alto y rápido y lejos se habrían ido.
Sobre la autora
Lorrie Moore nació Glens Falls (Nueva York), Estados Unidos, en 1957. Ha publicado las colecciones de relatos Autoayuda (1985), Como la vida (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía(2015); y las novelas Anagramas (1986, que será reeditada por Eterna Cadencia en 2020 con traducción de Cecilia Pavón) y Al pie de la escalera (2009). Sus artículos han aparecido en The New Yorker, The Best American Short Stories y Prize Stories: The O. Henry Awards. En 2018 publicó el libro See What Can Be Done, editado por Eterna Cadencia en 2019 con traducción de Cecilia Pavón. Entre otros premios, Lorrie Moore ha sido galardonada con el Irish Times International Prize for Literature, el Pen/Malamud Award y el Rea Award for the Short Story. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters.