Grandes Esperanzas para el viaje

—El señor Sempere era buen amigo del párroco de aquí al lado, en la iglesia de Santa Ana. Se rumorea que los del arzobispado hace años que quieren echarlo por rebelde y díscolo, pero como es tan viejo han preferido esperar a que se muera solo porque no pueden con él.

—Es el hombre que necesitamos —dije.

—Ya hablaré yo con él —dijo Isabella.

Señalé a Sempere hijo.

—¿Cómo está?

Isabella me miró a los ojos.

—¿Y usted?

—Yo estoy bien —mentí—. ¿Quién se va a quedar con él esta noche?

—Yo —dijo sin dudarlo un instante.

Asentí y la besé en la mejilla antes de regresar a la trastienda. Allí Barceló se había sentado frente a su viejo amigo y, mientras los dos empleados de la funeraria tomaban medidas y preguntaban por trajes y zapatos, sirvió dos copas de brandy y me tendió una. Me senté a su lado.

—A la salud del amigo Sempere, que nos enseñó a todos a leer, cuando no a vivir —dijo.

Brindamos y bebimos en silencio. Nos quedamos allí hasta que los empleados de la funeraria regresaron con el ataúd y las ropas con las que Sempere iba a ser enterrado.

—Si les parece bien, de éstos nos encargamos nosotros —sugirió el que parecía más espabilado. Asentí. Antes de pasar a la parte delantera de la librería tomé aquel viejo ejemplar de Grandes Esperanzas que nunca había vuelto a recoger y se lo puse en las manos al señor Sempere.

—Para el viaje -dije.

“El señor Sempere creía que Dios vivía un poco, o mucho, en los libros y por eso dedicó su vida a compartirlos, a protegerlos y a asegurarse de que sus páginas, como nuestros recuerdos y nuestros anhelos, no se perdieran jamás, porque creía, y me hizo creer a mí también, que mientras quedase una sola persona en el mundo capaz de leerlos y vivirlos, habría un pedazo de Dios o de vida”, se lee en un fragmento anterior de la misma obra.

(Ruiz Zafón, Carlos, “El juego del ángel, Buenos Aires, Planeta , 2008).

Cautivó a miles de lectores y lectoras con sus libros. Se lo va a extrañar.

(Imagen: Página oficial de Carlos Ruiz Zafón).