Pasteur al 600

La vi apoyada contra el vehículo. Aire casual, manos en el tapado negro. Tenía la mirada ausente, como aguardando al tiempo. El frío me cortó el rostro y ajusté el cierre de la campera. No podía dejar de mirarla, su presencia contrastaba con los arboles sin hojas y la tristeza que parecía posarse sobre Buenos Aires.

La calle Pasteur estaba transitada, como todos los lunes. Habían pasado las 9,50 cuando llegué a la puerta de la Mutual. Ella me miró y amagó una mueca triste que no mudó en sonrisa.

—¿Esperás a alguien?

—Sí. A vos —dijo. Y me extendió su mano.

La rocé con la yema de los dedos. Estaba fría. Fue lo último que sentí antes de la explosión. Luego llegaron los gritos, llantos, escombros. Y el negro de sus ojos fundiéndose en los míos.

Desde entonces nos encontramos aquí. Ella desaparece pero yo me reconozco en otros, en la ausencia incomprensible, atravesados por lo que no pudimos ser. Y nos mezclamos con los vivos en forma de lágrimas, velas, silencio, un manojo de historias y entereza que conforman la memoria herida ante la falta de justicia.

(Con leves correcciones, texto escrito en el 2010).

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