Entró al bar con una solera que desnudaba unos hombros perfectos. Aros pequeños en forma de corazón, un brillo manso en la mirada. Era de ensueño. Se acodó en la barra y pidió una copa de vino.
—¿Mientras lo esperamos?
—Mientras lo recuerdo —dijo y mi sonrisa quedó trunca. Levantó las cejas para alejar mi incomodidad y un pedido desde el otro extremo me sacó del apuro. Serví el trago y la miré de reojo. Ella bebía sorbos pequeños, humedeciéndose los labios.
Sumaban minutos, cambiaban los parroquianos y ella seguía acodada en la barra. Me hizo una seña por otra copa. “Va por cuenta de la casa”, invité. Bajó las pestañas y agradeció. Bebió otro trago y posó el vaso sobre la madera. Desde el chocolate de sus ojos dijo:
—Lo conocí en este bar… cuando todavía no tenía este nombre ni categoría. Trabajaba como dama de compañía para terminar la facultad y él intentaba convencerse de que llevaba una vida feliz, con una esposa a la que no amaba y unos perfectos desconocidos que decían ser sus hijos.
Hizo una pausa y bebió otro sorbo. Fui por la botella y se la dejé enfrente, no sin antes servirme una copa. Su piel emanaba un aroma agridulce, de melancolía recurrente o lapidaria resignación. Desde la caja, el dueño me miró y negó con la cabeza. “Deberías cobrar por escuchar”, recordé.
—Acá nos enamoramos, antes de cruzar al motel de enfrente. Me convenció para que dejara el exclusivo servicio de acompañantes y me consiguió un trabajo en su empresa. Fueron meses de mucha dicha, pero como todo, no podía durar.
—No se animó a dejar a su familia —interrumpí.
Ella sonrió. Una sonrisa que desnudaba una certeza clara.
—Al contrario. Estaba a punto de confesárselo a su esposa, cuando surgió aquel viaje. “A la vuelta hablo con ella”, me aseguró en esta misma barra, casi en este mismo lugar. Y pensé que la felicidad era posible. Pero el avión de LAPA nunca logró despegar de Aeroparque, fue otro de los sesenta y cinco muertos —sentenció con amargura.
Un incómodo silencio se alojó entre nosotros. Serví el resto del malbec y recordé la tragedia y la impunidad que a veces parece habitarnos como país. Entrechocamos copas. Un tintinear fúnebre habitado por recuerdos.
—¿Cuánto te debo?
—Nada, invita la casa.
—Gracias. Vine a despedirme. Dejo la ciudad —aclaró.
—¿Adónde vas?
—Todavía no lo sé, pero lejos, necesito huir de aquí.
—Espero que puedas desterrar esa tristeza.
—Yo también —coincidió— y se inclinó hacia delante, besándome en la mejilla. —Por escucharme—. Se retiró en silencio.
Nunca más la vi. A veces me dejaba tentar por la ingenuidad y soñaba con que llegaría de improviso y me pediría su malbec. Pero aprendí que la esperanza se vende al mejor postor y ya casi no pago por ella.
Hoy entendí por qué no regresaría. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando el televisor me devolvió su rostro, la solera y los aros en forma de corazones entre las víctimas fatales del vuelo.
Sé que es una locura, pero ella estuvo aquí.
¿Cuál sería su pareja? Pensé en esa felicidad trunca y en las muertes evitables, como si nunca hubiésemos aprendido nada. Alguien pide un whisky, de los caros. Me sirvo una medida para mí y le alcanzo la suya. En la tevé pasan del siniestro a la nueva fecha del fútbol argentino y el posible campeonato para un equipo del interior.
(Texto que tiene su tiempo, con leves correcciones).