El corral de los recuerdos

He visto a hombres fieros gritar de coraje o miedo y arremeter contra otros hombres.

He sentido el sabor pegajoso de la sangre en mi boca, adherida a la piel, con el olor de la muerte y sus ojos huecos.

He recordado a los que no se rindieron, hombres rabiosos que preferían morir en el desierto y regar la tierra con su sangre.

He hecho correrías increíbles, exageradas por mis aucas, mentirosas para los huincas.

He olido entre los montes el eco de las calandrias, el murmullo de mis mujeres, lo que quedaba de los míos, la llegada de Gualichu.

He oído al viento desparramar mis palabras, las vi perderse en la llanura, esconderse entre las sierras y pintarse en las cavernas, recordar nuestro pasado, nuestra memoria, nuestro pueblo.

Soy un hombre de espaldas corvas que alguna vez fue el dueño del decir, el hijo del desierto, un indio que da vueltas en la celda y tiembla de frío. Un viejo que habla con otras voces y no mueve su lengua.

¿Por qué los rostros aparecen de las penumbras? ¿Vienen con Gualichu? Me ahogan estas paredes. ¿Cómo era el aire en la llanura? Terrible en las madrugadas, colándose entre los cueros de vaca. No es bueno sentirse rodeado de memorias, pajonales altos y espesos como los de mi último día en Malal.

Mis manos tiemblan. Mi cuerpo, harto del encierro, se rebela contra mí. La quietud trae gritos odiosos, choque de chuzas y sables, bolazos, sangre, entreveros con huincas asustados y furiosos.

He dejado de temblar. Mis arrugas se tranquilizan con los recuerdos. Parecen surcos en la tierra, cada una con una historia, una huella del viento, cicatrices de la guerra, es bueno tener cicatrices, puedo mirar atrás y sentir que he vivido.

Soy el dueño del decir. No debo olvidarlo. Mi talento es mi lengua –muda por antojo en esta celda sucia– con ella arengué a mis aucas y nos defendimos de los huincas. Escucho las voces en mi cabeza buscando una lengua quieta, la misma que levanté contra mis carceleros. Infelices. Creen que me atraparon por tenerme aquí dentro.

La humedad me hincha la rodilla. No puedo quejarme, ella me salvó del “Toro” Villegas y me dio doce lunas más. Era triste ver el hambre de los pichis, la mirada apagada de las mujeres. Algún sol pedí que nos atraparan, yo no podía rendirme. Son raros los pedidos de la derrota.

Grande fue mi sorpresa al enterarme que los huincas conocían mis correrías. Más de un soldado quiso escucharlas pero me hice el zonzo. “¿Ehh?”; “¿Ahh?”, les gritaba en el oído. Y callé. El último gesto rebelde. Soy un auca, aunque arrastre una pierna y las manos tiemblen a su antojo.

* * *

¿Serán ciertos mis recuerdos? ¿Soy un viejo postrado en catre viejo? ¿Eran mías las cabalgatas al amanecer, los preparativos del malón, la arenga a mis conas y el sabor de mis palabras? Llegaba el momento y desfilaba delante de mis hombres resaltando sus cualidades: el más valiente, el mejor jinete o el cazador más diestro, los elegidos para malonear en tierra huinca y recoger lo nuestro: vacas, caballos, cautivos.

No era fácil organizar una correría Se elegían los animales más veloces y se los llevaba sin peso, a tranco de hombre y trotes cortos. La luna señalaba el camino y cuando aclaraba nos escondíamos en los médanos o montes señalados por los bomberos.

Atacábamos con las primeras luces. Un grupo incendiaba campos, distraía a los pobladores y el resto arriaba los animales. Intentábamos no pelear, tomar el botín y escapar. Si había entrevero, los mejores se separaban y cargaban furiosos contra los soldados. Las tacuaras en punta y la gritería alcanzaban cuando nos combatían con fusiles viejos como estos barrotes.

Los soles cambiaron sin darnos cuenta, no hicimos caso a los aullidos de los perros ni al adivino. Los gritos asustados de un indio contaban sobre nuevas lanzas de fuego, de muchos ruidos. Murmullos agoreros se oían en la tribu, murmullos que callé agitando mi mano. Necesitaba ver esas nuevas lanzas. Organicé a un grupo de conas y fuimos a tierra huinca. Me dejé ver a la cabeza de los míos y comenzaron los estampidos continuos y las balas silbando alrededor. Huimos enseguida, con los oídos sordos.

* * *

Hombre raro el huinca, un traicionero que busca los mejores pastos y nos empuja a las tierras de aire caliente. “La única manera de sobrevivir es combatirlos”, decían los viejos con sus arrugas de indio libre. “Los huincas nos odian. El odio entre los hombres es el alimento de Gualichu.”

¿Dónde quedó el viento y la arena entre los ojos?, el pecho latía fuerte y los gritos tapaban el miedo a las balas, el mismo miedo de las cautivas cuando elegíamos una para pasar la noche.

¿Por qué los recuerdos vuelven? Pedazos de olores escondidos en la memoria. Juré que defendería a los míos y lo hice, pero los blancos avanzaron como el sol de las mañanas.

Hay muchas voces dentro mío, fusiles rompiendo la paz de la pampa, espantando pájaros y olores, los olores de la llanura y las aguadas. La tierra de mi tierra no es como el aire muerto de la celda.

Hoy me rodea mi podredumbre de hombre viejo, de voz propia y muda, de silencios y memorias oscuras, de vientos erráticos como los pumas en el desierto, erráticos como nuestros antiguos hasta que encontraron una tierra que los cobijara.

Es bueno respetar la tierra, tiene años, como los viejos. Viejos y palabras, una mezcla difícil, oigo las voces en mi cabeza, las voces que mueven mi lengua me aturden y es difícil callar. Es un murmullo cerrado que sube y sube y provoca dolor, un tajo mal curado, una herida abierta y molesta.

* * *

No fue buena idea callar, un castigo para mi edad. No puedo darles el gusto de hablar. Quieren burlarse de mí. No debo hablar, aunque duela.

Pasan las lunas y mi lengua sin uso se seca. Las voces no se callan y cuentan cosas. Duele el lanzazo de las voces. Me asusta el encierro.

* * *

No puedo dormir. El dolor sube desde el suelo y se junta en la rodilla, parece un huevo de avestruz. Huele mal en días de humedad. ¿Cuánto falta para el gran viaje? Mi último gesto es una vizcachera oculta bajo los pastos. ¿Por qué no hablar? Para que no se rían de mí. Podría hacerlo en mi lengua y no me entenderían. No quiero. Los recuerdos duelen, las voces en mi cabeza duelen, Gualichu se burla de mis últimos días.

Es amargo el gusto de los recuerdos, frío y silencioso. Ayer llegó un prisionero nuevo. Vi el respeto en sus ojos al saber mi nombre. Pronto se sumará al coro de los burlones. Todos ríen de mi andar entre las sombras.

(Capítulo Trece, El corral de los recuerdos, de la novela La tierra plana).

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