Aplastar la desesperanza (fragmento)

Imagen (modificada) de Nicole Köhler en Pixabay

He pensado en la desesperanza, en la forma en que se aloja dentro de uno. Al principio no te das cuenta, crece desde el pie, como la canción de Zitarrosa. Pero en sentido contrario, para limar su contracara, despojarte de las fuerzas necesarias para continuar.

¿Continuar adónde? El afuera daña. Y cada vez con más fuerza. Al principio solo fueron piedras, luego se transformó en una andanada. Intifada de la desesperanza.

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Sopla el viento

Aridez. Silencio. Dolores. El cuerpo y sus quejas.

Los pájaros y sus trinos. La ciudad y la furia.

Lista de palabras para eludir el cerco de lo real.

«¿Te puedo molestar?».

Quebrar el mutismo, una apuesta que parece imposible.

«Necesito llegar a Choele y el pasaje sale trescientos pesos».

Mira a la nada como adivinando mi respuesta. Cuidate, le digo.

Sopla el viento, no se lleva la angustia ni su desamparo.

El rumor del agua

Caminábamos entre hileras de álamos, altos como el cielo y cómplices de nuestra charla.

Me contabas de las pérdidas, también del estar “bien de la cabeza”, a pesar de todo.

Yo te escuchaba. La felicidad del encuentro fortuito y la pregunta obligada, por qué habíamos tardado tanto.

Miraba los movimientos de tus manos, pero sobre todo oía tu voz. Llegamos a una exclusa abierta, la dicha del riego.

El rumor del agua corría mansa, arrastraba silencios y desencuentros.

Ya no llueve

Y uno piensa en los traspiés. O es la llovizna sobre el techo de chapa, la jauría de autos, la soledad de las ciudades.

La inmediatez de lo cotidiano. Una estación de trenes abandonada y cubierta de yuyos, la espera de la muerte, la angustia de sentirse vivo.

En la calle vendedores de bolsitas de residuos, alfajores y pañuelos se confunden con malabaristas. Un barbijo pisoteado, la mirada del oficial de policía. La ciudad y sus prisas, instantáneas de un flâneur en pandemia.

Rodeos y más rodeos para entrarle al hueso, la vida eso que sucede mientras no nos damos cuenta, los «debiera» que no cumplimos, los pequeños triunfos que celebramos en silencio.

Ya no llueve. Por lo menos desde el cielo.

Esta es la nueva forma de vivir

Foto: Facebook Ministerio de Salud, Neuquén.

Colegio Don Bosco, 17 horas, tarea incansable de voluntarios y voluntarias. Celeridad. Filas y filas de personas sentadas que esperamos una segunda dosis. De vez en cuando aplausos.

Pasó apenas media hora, me toca el vacunatorio dos. “¿Cómo les fue con la primera?”, pregunta una de las vacunadoras. “Tengo una mala noticia, los síntomas se repiten”, bromea. Alguien pregunta por tomar alcohol, “sé que hoy juegan Boca y River, pero un vaso, no se pasen”.

Un pinchazo apenas y en el mismo brazo, el menos útil por si hay molestias posteriores. “Yo no, prefiero el otro -dice una señora- para tener un huevo en cada brazo”. Risas. La certeza de que es el lugar donde hay que estar, para terminar con esta pesadilla. “Para volver a ser felices”, pienso bordeando un discurso de púlpito. Me lo creo, a pesar de, desoyendo a, optimismo pos vacunado.

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Cuál es tu guerra

—¿Cuál es tu guerra?

—La guerra es contra el olvido. O el paso del tiempo.

—¿Te parece?

Asentí. —Me parecen los enemigos a vencer.

Estábamos sentados en un parque con bancos de madera y leyendas adolescentes.

—¿Y la tuya? —pregunté.

Me miraste desde un fondo oscuro. —Detesto la hipocresía, las convenciones, hubo una época que temí a los tatuajes.

Recostamos cabezas y oí las respiraciones entrelazadas. La brisa traía una armónica que rompía la siesta del domingo.

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Pasteur al 600

La vi apoyada contra el vehículo. Aire casual, manos en el tapado negro. Tenía la mirada ausente, como aguardando al tiempo. El frío me cortó el rostro y ajusté el cierre de la campera. No podía dejar de mirarla, su presencia contrastaba con los arboles sin hojas y la tristeza que parecía posarse sobre Buenos Aires.

La calle Pasteur estaba transitada, como todos los lunes. Habían pasado las 9,50 cuando llegué a la puerta de la Mutual. Ella me miró y amagó una mueca triste que no mudó en sonrisa.

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De lo que contás no conocemos nada

No recibí tu carta. ¿Cómo transito el sábado?. ¿Pudiste resolver aquel asunto? Espero que sí. Y que Fabi esté mejor de salud.

Del pueblo te diré que no ha cambiado demasiado en un mes. Se fue Elvira, bueno, se iba yendo desde hace rato. Quizás es mejor. No recuerdo si fue el miércoles o el viernes. Evitó mirarme, mientras se cargaba la mochila al hombro y no se quitaba los auriculares.

Solo quedamos viejos.

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Horas sin huellas

Oscurece, sin resistencia. El silencio se asoma tras las nubes y se asienta en la ciudad.

«Mucha dificultad para encontrar la forma de contar lo que estoy viviendo. Lo único que me hace seguir anotando los días en estos cuadernos es el intento de encontrar un sentido que quiebre la opacidad de las horas sin huellas».

Piglia en Los diarios de Emilio Renzi.

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Libros en los escalones (audio) por AM750 Neuquén

Invitado por el poeta, escritor y periodista Gerardo Burton, participé de “Viento Terco”, un espacio de música y palabras de la Patagonia, con el relato Libros en los escalones.

El micro radial fue emitido por la AM750 de Neuquén capital

Comparto el audio. Y gracias por la invitación.

Libros en los escalones

La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.

Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.

Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.

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