Pink Floyd por los auriculares. The Final Cut en repetición continua.
Caminar dejándose llevar, con pensamientos que oscilan entre el lado de acá y el lado de allá. Tablón de por medio, como los personajes de Rayuela.
En algunas de esas caminatas escribirte. O imaginarme hacerlo. Caminar sin necesidad de hogar, la sensación de no ser de ningún lado, de extrañeza ante un mundo que continúa siendo un misterio.
Enterrar sentimientos, por supuesto. No vaya a ser que.
Algo que se atora en la garganta y que no sale. Ni siquiera con palabras.
Una camisa escocesa, los primeros (malos) versos, control de daños para la respiración de los días.
Así resistía. Muda victoria contra las sombras y las faltas.
Jugábamos a explorar el espacio. Estacas de madera en la tierra eran el puente de mando de la Enterprise y la llanura el espacio infinito, al ras de la tierra.
O decapitábamos cardos, cual Conan el Bárbaro.
No faltaban (la búsqueda de) ovnis, los juegos clásicos: escondida, ladrones y policías, el fútbol con piedras como arcos y dudosos tiros en los postes, cuando convenía.
El barrio estaba en el fin del mundo, en el borde del campo y la ciudad. Atardecía, cuando se asomaban los relatos de aparecidos y las sombras eran portales a lo desconocido.
Una oveja de mascota
De aquel septiembre lejano, una casa en ele, tres habitaciones, una gran galería y la cocina. Dormir bajo techos altísimos. Una mañana de juegos. Soldaditos en una mesa con un hule con flores.
Una oveja de mascota, por lo menos hasta que fue al matadero. Aunque siempre lo hayan negado. O uno repone y solo fue al campo, con el resto de las ovejas. Ingenuo.
Era un perrito con lana y balidos que correteaba en el patio. Debo el nombre.
Tostadas
Repongo el olor del pan tostado en un frío amanecer de invierno. Todavía está oscuro. Las voces tranquilas, una charla bajo el lujo de la casa propia y al amparo de la intemperie.
Sorprenderme con las primeras luces, las hornallas de la cocina prendida y los primeros leños en la salamandra.
Ella hablaba con mamá. Su alivio porque ‘X’ consiguió trabajo.
Preguntarme si aquello era todo: formarse, trabajar, crecer. Tábano molesto que ya podía percibir antes de ingresar al secundario. Los años y el afianzar un sentido a lo cotidiano, con la esperanza de pactar para vivir contra las prisas a la nada.
La escritura para asir lo que se escurre entre los dedos, como el aire que respiras.
He pensado en la desesperanza, en la forma en que se aloja dentro de uno. Al principio no te das cuenta, crece desde el pie, como la canción de Zitarrosa. Pero en sentido contrario, para limar su contracara, despojarte de las fuerzas necesarias para continuar.
¿Continuar adónde? El afuera daña. Y cada vez con más fuerza. Al principio solo fueron piedras, luego se transformó en una andanada. Intifada de la desesperanza.
Y uno piensa en los traspiés. O es la llovizna sobre el techo de chapa, la jauría de autos, la soledad de las ciudades.
La inmediatez de lo cotidiano. Una estación de trenes abandonada y cubierta de yuyos, la espera de la muerte, la angustia de sentirse vivo.
En la calle vendedores de bolsitas de residuos, alfajores y pañuelos se confunden con malabaristas. Un barbijo pisoteado, la mirada del oficial de policía. La ciudad y sus prisas, instantáneas de un flâneur en pandemia.
Rodeos y más rodeos para entrarle al hueso, la vida eso que sucede mientras no nos damos cuenta, los «debiera» que no cumplimos, los pequeños triunfos que celebramos en silencio.
Colegio Don Bosco, 17 horas, tarea incansable de voluntarios y voluntarias. Celeridad. Filas y filas de personas sentadas que esperamos una segunda dosis. De vez en cuando aplausos.
Pasó apenas media hora, me toca el vacunatorio dos. “¿Cómo les fue con la primera?”, pregunta una de las vacunadoras. “Tengo una mala noticia, los síntomas se repiten”, bromea. Alguien pregunta por tomar alcohol, “sé que hoy juegan Boca y River, pero un vaso, no se pasen”.
Un pinchazo apenas y en el mismo brazo, el menos útil por si hay molestias posteriores. “Yo no, prefiero el otro -dice una señora- para tener un huevo en cada brazo”. Risas. La certeza de que es el lugar donde hay que estar, para terminar con esta pesadilla. “Para volver a ser felices”, pienso bordeando un discurso de púlpito. Me lo creo, a pesar de, desoyendo a, optimismo pos vacunado.
La vi apoyada contra el vehículo. Aire casual, manos en el tapado negro. Tenía la mirada ausente, como aguardando al tiempo. El frío me cortó el rostro y ajusté el cierre de la campera. No podía dejar de mirarla, su presencia contrastaba con los arboles sin hojas y la tristeza que parecía posarse sobre Buenos Aires.
La calle Pasteur estaba transitada, como todos los lunes. Habían pasado las 9,50 cuando llegué a la puerta de la Mutual. Ella me miró y amagó una mueca triste que no mudó en sonrisa.
No recibí tu carta. ¿Cómo transito el sábado?. ¿Pudiste resolver aquel asunto? Espero que sí. Y que Fabi esté mejor de salud.
Del pueblo te diré que no ha cambiado demasiado en un mes. Se fue Elvira, bueno, se iba yendo desde hace rato. Quizás es mejor. No recuerdo si fue el miércoles o el viernes. Evitó mirarme, mientras se cargaba la mochila al hombro y no se quitaba los auriculares.