Una de mis gatas y su maullido lastimero al mundo. Todos los días a la misma hora, un reclamo que no termino de comprender, aunque basta mirar alrededor para entender su inconformismo.
El cuerpo, sus facturas. Hoy fue indulgente con el dolor.
Sostiene Juan Mattio: «Hace unas semanas leí una frase de Joyce a Nora que me deslumbró: «dime que a mi lado no has visto tu corazón envejecer ni endurecerse». Creo que es la forma de amor más exigente que se pueda concebir: que el amor no envejezca nuestros corazones». Acaso allí apunta la queja de mi gata. «Hay que endurecerse sin perder la ternura», el Che, en la misma sintonía.
Maullidos contra la indolencia, que la empatía no sea una batalla perdida.
Inundar el mundo de revoluciones, pianistas utópicos y minués inconclusos, planteó Soriano.
Demasiado tiempo sin escribir, sin escucharme. Ahí también una queja del cuerpo.
«El viento es libre en la tierra plana, gobierna a su antojo los pastos, las nubes, los hombres. Si nace con el sol, lleva agua, tormentas y fortunas adversas para sus habitantes.
Cuentan los pampas que Gualichu pierde el sueño y su aliento caliente invade las tolderías, arrastrando la arena que irrita los ojos. A veces libera lágrimas de amores no correspondidos, nostalgia de soles viejos con correrías memoriosas, sudores y aguardiente áspero quemando la garganta.
Es el pampero. El dueño de la tierra, el amigo del desierto que mueve las arenas y obliga a correr los toldos. Cada mudanza es una aventura, la búsqueda de nuevas tierras tiene el sabor del desconcierto, de los caprichos de la llanura y los espíritus silbadores».
(Fragmento de «La tierra plana». La foto es de una tormenta de arena en Metileo, provincia de La Pampa)
Hacía frío. El viento cortaba la cara y las nubes plomizas parecían devorarse los edificios. Miré el reloj. Quererla era esperarla. Lo había sido desde el primer día.
Delante de mí el edificio oblongo estaba magníficamente iluminado. Destellos azules, que se volvían rojos para mudar al amarillo, desafiando a los bocinazos y las frenadas de los colectivos. Asentí como si pudiera verme cuando su voz en el teléfono dijo que estaba en camino. Colgué y decidí entrar al museo.
Raúl abrió los ojos. El reloj marcaba las tres y cuarenta y cinco y Estela descansaba con placidez. Se levantó sin hacer ruido y fue a la cocina. En el futón, el gato lo miró sorprendido. «Sí, tenés razón», se excusó. Puso la pava en el fuego y espió por la ventana.
Garuaba. El asfalto brillante insinuó la imagen de su padre; miraba el piso vencido por un derrotero implacable. No siempre aparecía así. A veces —y era la visión que se afanaba por legarle a sus hijos— lo recordaba con la sonrisa desafiante, a prueba de adversidades y sinsentidos.
Pink Floyd por los auriculares. The Final Cut en repetición continua.
Caminar dejándose llevar, con pensamientos que oscilan entre el lado de acá y el lado de allá. Tablón de por medio, como los personajes de Rayuela.
En algunas de esas caminatas escribirte. O imaginarme hacerlo. Caminar sin necesidad de hogar, la sensación de no ser de ningún lado, de extrañeza ante un mundo que continúa siendo un misterio.
Enterrar sentimientos, por supuesto. No vaya a ser que.
Algo que se atora en la garganta y que no sale. Ni siquiera con palabras.
Una camisa escocesa, los primeros (malos) versos, control de daños para la respiración de los días.
Así resistía. Muda victoria contra las sombras y las faltas.
Jugábamos a explorar el espacio. Estacas de madera en la tierra eran el puente de mando de la Enterprise y la llanura el espacio infinito, al ras de la tierra.
O decapitábamos cardos, cual Conan el Bárbaro.
No faltaban (la búsqueda de) ovnis, los juegos clásicos: escondida, ladrones y policías, el fútbol con piedras como arcos y dudosos tiros en los postes, cuando convenía.
El barrio estaba en el fin del mundo, en el borde del campo y la ciudad. Atardecía, cuando se asomaban los relatos de aparecidos y las sombras eran portales a lo desconocido.
Una oveja de mascota
De aquel septiembre lejano, una casa en ele, tres habitaciones, una gran galería y la cocina. Dormir bajo techos altísimos. Una mañana de juegos. Soldaditos en una mesa con un hule con flores.
Una oveja de mascota, por lo menos hasta que fue al matadero. Aunque siempre lo hayan negado. O uno repone y solo fue al campo, con el resto de las ovejas. Ingenuo.
Era un perrito con lana y balidos que correteaba en el patio. Debo el nombre.
Tostadas
Repongo el olor del pan tostado en un frío amanecer de invierno. Todavía está oscuro. Las voces tranquilas, una charla bajo el lujo de la casa propia y al amparo de la intemperie.
Sorprenderme con las primeras luces, las hornallas de la cocina prendida y los primeros leños en la salamandra.
Ella hablaba con mamá. Su alivio porque ‘X’ consiguió trabajo.
Preguntarme si aquello era todo: formarse, trabajar, crecer. Tábano molesto que ya podía percibir antes de ingresar al secundario. Los años y el afianzar un sentido a lo cotidiano, con la esperanza de pactar para vivir contra las prisas a la nada.
La escritura para asir lo que se escurre entre los dedos, como el aire que respiras.
He pensado en la desesperanza, en la forma en que se aloja dentro de uno. Al principio no te das cuenta, crece desde el pie, como la canción de Zitarrosa. Pero en sentido contrario, para limar su contracara, despojarte de las fuerzas necesarias para continuar.
¿Continuar adónde? El afuera daña. Y cada vez con más fuerza. Al principio solo fueron piedras, luego se transformó en una andanada. Intifada de la desesperanza.