Abrió los ojos. No necesitó mirar las manecillas fosforescentes para saber la hora. Soltó las imágenes del sueño y se tomó unos minutos, habituándose a la oscuridad, hasta que fue necesario levantarse. Despacio. Para no marearse.
El espejo del baño le devolvió las arrugas y los ojos oscuros, intensos. Todavía.
En la cocina, el primer hervor del agua terminó por despabilarla, se dejó embriagar por el aroma del café en saquitos.
No vayas a trabajar, recordó.
Su negativa. «Por qué No, si no hice nada malo».
Aquel día nunca terminó de encajar ni languideció con las ocupaciones cotidianas, las que dan algún sentido y tranquilidad. Y supo que algo andaba mal cuando él no regresó a casa. En la radio, voces ásperas, el país bajo el control operativo de las Fuerzas Armadas.
Los primeros llamados a los compañeros de trabajo. Nadie sabía nada en la fábrica, convenientemente custodiada por soldados y un carro de asalto. La denuncia policial, la artera esperanza de que regresaría, el inicio de la espera y la búsqueda, el velo del no te metás, la incertidumbre.
Fueron años que prefiere no recordar y en los que sobrevivió gracias al barrio, al recuerdo de Beto, que los empujó a organizarse para reclamar por cloacas y agua, la garita del ómnibus.
Un día el velo se rasgó y supo del secuestro de delegados y delegadas, reconstruyó su historia particular en el dolor colectivo. Y se reconoció en otras olvidadas. Fue natural reclamar en la calle. Desde entonces.
En la radio, voces de conmemoración y actos en todo el país. Alguien pide una canción. Ella se mira las arrugas. Desparramando fe, las Madres del amor.
Mensaje de hija que no había visto, emojis con muchos corazones, el «descansá» de todas las noches. «Te paso a buscar a las seis». Asintió, como si ella pudiera verla y se dejó arropar por el olor a pan tostado, Beto, su compañía. Anuncian buen tiempo para la tarde.
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