Deambular por la calle, escuchar voces ajenas, deseos de otros, charlas, enojos.
Caminar entre vendedores que buscan la diaria en cada esquina.
Deambular como si hubiese alternativas. Atajos contra el tiempo, aliviar la espera.
Allá el río, aquí la soledad en la marea humana.
Una librería y sus saldos, similares al cielo encapotado.
Un trueno.
Una tonada venezolana o colombiana que habla por teléfono, muy bella pero que contrasta con sus rasgos de tristeza y exilio.
Flâneur que recoge imágenes, olores, voces, un nadie de lujo en una ciudad viva. Y ajena a veces, por qué no.
El banco como reparo, pausa y tregua.
Categoría: Mis textos
Sed
Hubo una pausa. Una más entre la risa y el choque de vasos jubilosos. Y se dio cuenta. Una señal de alarma, leve, imperceptible como la brisa que se colaba bajo la puerta, persistente y letal.
El trago sabía a celada premeditada, como la suya a su mujer, que lo esperaba en vela mientras él andaba de juerga con los amigos. Con el sueldo recién cobrado bastó una llamada para encontrarse con el Gitano y el Chino; en cuestión de minutos la segunda ronda de cervezas saturaba la mesa y elevaba las discusiones, que no llegaban a mayores gracias a una complicidad tácita entre los parroquianos.
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Tijeras y pespuntes
Sábado de lo posible, mate. Vivir a pesar de1, apunta Lispector. Todos atrás y Dios de nueve(*), replico.
David Gilmour y Live at Pompeii. El repaso a fragmentos de textos que esperan a ser revelados. O no. La gata que espía desde la ventana con un quejido gutural. Temo por lo que mira y no veo. Luego de quedarse unos minutos se acuesta en la cama y se enrolla sin mirarme, anuncia frío.
Todavía transitan los despojos del silencio. Otra vez Clarice: la mejor luz para vivir era la de la madrugada2. La muerte, sus visitas. Digo lo que tengo que decir, sin literatura, cita Luis.
Me duelen los dedos, como si las palabras se resistieran a salir. Primeras luces, de malón fantasmal, de horizonte pampa entre álamos patagónicos.
Anclajes, travesías, poética de lo dicho, lo que se vislumbra entre palabras, el tono. Ni siquiera lo que se dice. La tijera, pespuntes en el texto. Sábado de correcciones.
(*) Verso de Todos atrás y Dios de nueve, Los Caballeros de la Quema.
1Lispector, Clarice, «Un aprendizaje o el libro de los placeres», Buenos Aires, Corregidor, 2013.-
2Obr. Cit.
Imagen de Sophie Janotta en Pixabay
Diálogo en la lluvia
Diluvia. Desde hace horas. Los transeúntes cruzan las calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia. Algunos se resignan y se quitan los zapatos. Otras insinúan la belleza de los pies a través de las medias. Hay prisa en los andares y nadie me ve, pese a que estoy siempre en la misma esquina.
A veces temo que la indiferencia me haga enloquecer. ¿Estoy vivo? Es una pregunta que me hago a diario y cuando la duda corroe el estómago y se aloja en mi cabeza, cruzo al negocio de enfrente, para ver mi rostro en una vidriera de ropa cara y trabajo esclavo.
El reflejo devuelve una barba acorde con la indiferencia de la sociedad y el niste opaco de la exclusión. Si no fuera por mis ojos, juraría que estoy muerto. A lo mejor lo estoy y no me doy cuenta. Aventuro que comencé a apagarme cuando me dejaste. No era para menos. Luego de que la fábrica cerrara y nos dejara a todos en la calle, se hizo cuesta arriba conseguir un nuevo empleo. Por lo menos uno que tuviera una pizca de dignidad.
Pero se inició antes. Cuando desguazaron las oficinas en el centro y llegaron aquellos consultores jóvenes hablando de globalización, reconversión productiva, competitividad, altos costos laborales. Debí darme cuenta que no había espacio para mí en ese esquema.
De pronto, esa vida a la que estábamos acostumbrados se esfumó entre los dedos, casi como el agua que desemboca en esta alcantarilla y acorraló lo poco que quedaba de nosotros. Una tarde regresé a casa, agotado de colas con desocupados y el cualquier cosa, le avisamos.
Me sorprendió oír el fluir del agua. Hasta que mis pies chapotearon sobre los cerámicos. No era bueno. No podía serlo. Y allí estabas: recostada en una bañera teñida de rojo. Horas que prefiero no recordar pero que esta lluvia y la corriente se empecinan en traer a mi memoria.
Luego quedó tu ausencia. Palpable, pedregosa, implacable. Lo terrible de la falta es el silencio, que tratamos de exorcizar con música, mascotas, paseos, voces. ¿Habrá algún espacio habitado por recuerdos olvidados, que arrastren lo cotidiano, aquello que nos hace nosotros?
Me preguntarás cómo se sigue adelante. No lo sé. La insana tozudez de algunos para no rendirnos. Malvendí el departamento (al fin y al cabo, son pocos los que deciden vivir en un sitio habitado por la muerte) y me recluí en una pensión de dudosa reputación, a la que regreso por las noches, mientras en el día deambulo por una ciudad cada vez más ajena, como todas cuando pierden la razón de nuestra llegada.
Regreso a la pensión (pido disculpas si estoy más errático que de costumbre), si vieras las historias que hay allí; a vos, que te gustaba contarlas. ¿Sabés? Hay días en que la tentación de acompañarte es tan grande que salgo con desesperación a la calle, a ver si algún conductor imprudente me hace el favor. Pero no he tenido suerte. Y mirá que hay bestias al volante.
Extraño los trenes. Una vía sólida nos trajo hasta aquí pero enmudeció desde hace tiempo. A veces me siento en el andén y espero. Solo espero. Hay otros días, menos oscuros, con un destello de ilusión donde me siento extrañamente vivo. A ellos también me aferro para no ceder. Además, sé que te enojarías mucho si me ves llegar, dónde sea que estés. O no. Jugar con la tentación de la muerte es una forma de estar vivo.
Diluvia. Desde hace horas. Y aunque no lo hiciera, seguiríamos dialogando ¿No?, un esbozo de sentido que roza la locura pero que todavía me mantiene en pie, mientras hurgo entre las bolsas de basura, en estas calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia.
(Texto del 2014, con algunas correcciones).
Parque Central
Se abrochó la campera. Felicitó su decisión de la mañana y se sentó en el banco de cemento. En el cielo, uno de los tantos planetas brillaba como nunca. No recordaba cuál. Tampoco importaba. Miró la bolsa con alimentos. Demasiado liviana para su gusto.
Repasó mentalmente las existencias de la heladera. Algo podría hacer con esos huesos. Y había fideos. Confiaba en que hija haya puesto el agua como le pidió. Seguro que sí. Demasiada adulta para sus diez años, para sus viajes en colectivo, sola a las seis y media de la mañana hasta la escuela, como la mayoría de sus amigas de la barriada. Le aterra que algo le suceda.
El colectivo que no viene. Alguien destila aliento a vino y se sienta a su lado. No necesita verlo para saber quién es. Se lo cruza siempre. A cada paso. Teme ser como él.
En la pantalla publicitaria una chica sonríe desde su auto nuevo. Lleva un perro atrás, de esos chiquitos, disfruta de la vida y llama a la depiladora, para prepararse para una cita. Un regusto amargo le llena la boca. La vida que sus hijas no tendrán. Casi seguro. Y hablan de méritos, como si ella no se deslomara todo el día en la casa de la Señora.
—¿Podría pagarme un boleto? —pregunta. Los ojos rojos revelan que sigue vivo.
—Sí. ¿No hubo suerte? — y señala los hilos, las agujas, la nada.
El canoso niega. Quizás por eso el aliento a vino.
—¿Hace mucho que espera?
—Recién llego. —No debería tardar en venir.
—¿Cómo anda su marido?
Ella sonríe. La misma pregunta. —Bien. Hoy estaba contento, había conseguido una changa —miente y piensa donde estará. Meses sin verlo. La última vez fue con la política, acompañaba a ése que entró de concejal y lo dejó a la deriva. Ya aparecerá. Siempre lo hace. Y será con algo de dinero. No es un mal hombre. Y la quiere como nadie.
—Ahí viene —dice el hombre canoso.
Ella mira esa mole que parece destartalarse. Llena, como de costumbre. Mensaje de hija. “Tengo la salsa. Te esperamos”. Ella sonríe y paga los dos boletos. Todavía queda un largo trecho hasta la barriada allá en la última parada, donde la ciudad se extingue y acosa el desierto.
La bocina del tren
¿Era la bocina del tren? Aguzó el oído. Nada. Pensó en la Flaca y su sonrisa vital. Tampoco entendía por qué había soñado con ella, si hace años que no se ven.
Una carcajada desconocida. Esa sí que no la recordaba. Luego choque de vasos. Alguien que gritaba ¡Felices Fiestas! Esperó a oír el petardo. Pero nunca llegó.
El parpadeo. El Rosendo y su cara que desmejoraba a medida que los boletos eran cada vez menos. ¿Cerrarán la estación? Él le decía que no, que se quedara tranquilo. ¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.
Intemperie
El olor a tortas fritas
Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vino adulterado. Una vieja gorra de su padre, un familiar, o regalo de un transeúnte incómodo al toparse con él y su cucha de cartón, en el hueco de un medidor de gas.
Me lo cruzaba siempre que te iba a buscar. Vos tenías seminarios y cursos en la escuela y yo dejaba mi empleo de chapista, de mazazos frenéticos y sordera anunciada. Él tenía la voz ronca y si estaba cuerdo se paraba en medio de la calle y dirigía el tránsito con gestos exagerados, poniendo énfasis en que los autos no pisaran la senda peatonal o que algún desprevenido no cruzara la calle si no debía.
La última vez que lo vi había conseguido un silbato y penalizaba con furia a los desobedientes. Algunos seguían sus indicaciones, otros dejaban caer unas monedas en el asfalto y cerraban las ventanillas, en un derroche de caridad y conciencia que ¿asegura? una plaza en el paraíso.
No me di cuenta de su falta hasta que atropellaron al pequeño. Un siniestro menor por suerte, luego de la ineptitud de un conductor que vociferaba por su celular. Vos terminabas tu curso y yo miré en el hueco de la casilla vacía: restos de cartón, el silbato y una extraña sensación dentro de mí.
Pensé lo peor, no voy a negártelo.
No he vuelto a verlo y no puedo evitar que cierta tristeza me carcoma el alma, pero encuentro a varios vagando por la ciudad. ¿Maestro, me da fuego? “¿Maestro Por qué? ¿Por qué sobrevivo en la jungla?”, pienso y le regalo mi atado de cigarrillos. Desgarbado. Cierta suciedad en uñas y manos. Aliento agrio, de vida robada.
Le sonrío, una suerte de mueca culpable que lava las culpas y no soluciona nada. Hasta que te lo cuento y el remordimiento pierde terreno, transformándose en un plato de comida caliente que repartimos en esta ciudad egoísta. Sí, puede ser un gesto burgués e inútil y es probable que no sirva de nada, pero del plato de comida pasamos a la ración cotidiana y abrimos el comedor en la cochera del auto que nunca tuvimos.
Un día me invitaron a una reunión partidaria. Iba a decir que no, “que la política no sirve de nada” harto de personeros atornillados a los cargos, engaños y chanzas. Pero asistí. Con desconfianza. Y el milagro sucedió: lo individual se hizo comunitario. Las manos volvieron a juntarse, sin tanta politiquería pero con política de por medio. Aunque algunos todavía descrean, aventuro que siempre es más cómodo ser un criticón constante.
Hoy hay reunión en casa, resta organizar las actividades de mañana y el Oso que no llega a ensayar la rutina. Cebo un mate y miro la nariz de payaso. Quién me viera. Todavía falta inflar los globos, colgar las guirnaldas, terminar de hacer las tortas fritas y tantas cosas para que pibes y pibas tengan una sonrisa en su día.
¿Si es suficiente? Por supuesto que no. Nada lo es en un modo de vida que por definición es excluyente. Pero hay que caminar, aunque el horizonte se siga alejando.
—Che, este mate está frío, dejate de joder —apunta Clara, envuelta en olor a tortas fritas que la hace más linda todavía.
Sonrío. Miro esa panza que crece mes a mes y me pregunto si no estaremos locos. —Dame un minuto que lo caliento —respondo y le robo un beso, mientras el atardecer se posa sobre el salón comunitario.
Anoche, en televisión, un periodista (Julián Guarino, C5N) contó que antes de ingresar al canal se encontró con una pareja que repartía comida caliente a personas de situaciones de calle en Buenos Aires y me acordé de este relato, que integra el libro “Series y Grietas”, publicado por Colisión Libros, allá por el 2015.
Camisa Rosa (o mis libros en la Feria)
Caminaba por la vereda y lo vi. No se diferenciaba del resto de los mortales hasta que empezó a oscilar hacia los costados y con movimientos muy lentos, fue deteniéndose, cual títere sin movimiento. Pensé que caería sobre la vereda desmayado. Pero no. Recuperó el equilibrio y se sentó en un cantero, a recuperar fuerzas.