El tiempo antiguo que regresaba

“En este lugar vivimos, nacimos, crecimos y lentamente envejecimos.  Cada familia tenía sus viejos asuntos banales.  Cosas ya sabidas por todos, puro chusmerío.  Por ejemplo, que en casa de tal la nuera y la suegra reñían sin parar, o que tal otro había divorciado y tal otro había cambiado de mujer, fulano tenía un comportamiento criticable, y el hijo de tal había hecho algo ilegal.  Cuando estos asuntos se refieren a la familia de uno, se los cargaba sobre la espalda.  Cuando se referían a otras familias, se los transmitía, se los conversaba, se suspiraba cuando faltaba un suspiro, cuando había que reír se reía, y eso era todo.  Cada uno seguía ocupado en su propia vida.
Esta es una ciudad antigua, no recuerdo cuántos años de historia tiene.  Ya en la época en la que Xiang Yu combatió contra Liu Bang, la ciudad existe.  Ahora todavía existe.  La manera en que la gente vivía en la época de Liu Bang es, más o menos, la misma en que la gente vive hoy.  Aquí el tiempo siempre tuvo una forma lenta de pasar.  Los años pasaban y las calles y callejones seguían estando ahí, pero al mirar para atrás de repente la gente había envejecido. O tal vez fuera al revés, tal vez las calles y callejones envejecían pero las personas continuaban vivas: al pasar distraídamente por la puerta de una casa podías ver a una mujer  sentada pelando unas habas.  Con la cesta de bambú sobre las rodillas, pelaba a toda velocidad, mientras que el piso se iba llenando de cáscaras.  Un instante de silencio: tal vez se había cansado de pelar, o se había hecho daño en una uña.  Levantaba la cabeza, sacudía la mano y la colocaba entre los labios.  Luego mordisqueaba, suspirando.  Sí, en ese suspiro volvían a vivir las personas que había sido.  Todas ellas habitaban aún dentro del cuerpo de esa pequeña mujer, en sus movimientos al pelar las habas, levantando la cabeza y agitar la mano… Era el tiempo antiguo que regresaba.
 O, por ejemplo, al pasar por un callejón veías, al atardecer, a unos ancianos sentados bajo un viejo algarrobo, hablando de bueyes perdidos, de antiguos principios.  Entre ellos, un anciano de unos ochenta años hablaba sin parar.  De repente, levantaba la cabeza, se rascaba la nuca y decía: caray, una oruga.  Tantos años habían pasado, y nuestra pequeña ciudad aún conservaba ese aspecto inocente: ese callejón, los viejos, el habla local, el perfume de las flores del algarrobo al atardecer.  Había una sensación de tradiciones antiguas”.
(De “La mujer de Zheng el mayor”, de Wei Wei, en “Después de Mao”, Narrativa china actual, compilado por Miguel Ángel Petrecca, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 215).
Relatos de tiempos demorados, donde lo milenario convive con el desarrollo industrial, por lo menos en los primeros textos. Poblados pequeños, con fronteras imprecisas y escenas que transcurren alrededor de una mesa, en bares o espacios reducidos. 

Grata sorpresa.

Electricidad de lo real

¿Regresarán alguna vez?

¿O seguirán en retirada, en prudente silencio?

Aquí se las espera.

Mientras tanto, se lee: «CUIDADOS PALIATIVOS: NUNCA ES DEMASIADO PRONTO PARA LLAMAR, decía un cartel junto a una cafetería en lo que constituía el centro comercial de la localidad. Junto a ella una señal de tráfico decía: ATENCIÓN: FIN DE LA VÍA. El surrealismo no podía inventarse. Era la auténtica electricidad de lo real» (1).

A la espera de las palabras.

(1) Del cuento «Alas», de Lorrie Moore, en «Gracias por la compañía», edición digital.

Recuperar la poética de lo cotidiano

Voy a contarles un poco lo que me pasó, cuando pensaba qué compartir y comentarles. Me vinieron a la cabeza unos versos de Bertold Brecht, donde dice y se pregunta:

qué tiempo es este de hablar de los árboles

es casi un delito porque significa silencio sobre tantos males…

Salvando las diferencias, porque Brecht estaba hablando de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, yo sentí que no se podía hablar de los árboles. Por lo menos que no se podía hablar solamente, apolíticamente de los árboles. Entonces, quiero comentarles que estas reflexiones que quiero compartir con ustedes, no son apolíticas.

En primer lugar, porque no tengo la voluntad de que sean apolíticas. Además, sería un intento infructuoso, porque la palabra no es apolítica. Porque la especie humana no es apolítica, por lo tanto el lenguaje humano no es apolítico, ni el predicado verbal, ni los pronombres, ni los recursos retóricos, ni la educación.

Así que voy a comentarles un poco sobre la palabra poética y política. Creo que en las palabras suelen replicarse los mínimos debates, tensiones y enfrentamientos que en las sociedades que las pronuncian. Política es esa palabra donde esa pugna se hace evidente. Porque han proliferado quienes procuran reducir el concepto política a partidismo, a ser persona política, a ser militante, afiliado, candidato, pensar políticamente, a pensar maquiavélicamente. Esto persigue un objetivo —y convengamos que lo consigue muchas veces— empequeñecer la discusión que toda sociedad debe darse acerca de su presente, de su pasado y de su destino.

Arte, educación y política, son conceptos entramados y dependientes. Si la educación es vapuleada, es vapuleada la palabra de nuestros niños y nuestros jóvenes y con la palabra, sus capacidades, sus sueños y sus derechos. Entonces, la pregunta que todos nos hacemos, pero muy especialmente los escritores: ¿debe la literatura erguirse en defensa de la palabra atropellada? Quien sino.

A propósito del arte, dijo el filósofo y educador estadounidense John Dewey: “las cimas de las montañas no soplan sin soporte. Ni siquiera descansan sobre la tierra. Son la tierra, en una de sus operaciones manifiestas”. Con esta magnífica metáfora el pedagogo y filósofo, señala que el arte no se eleva con fuerza propia, sino que es un emergente de la realidad, la sociedad, el barrio donde se produce. Por eso, esta lección mía de hoy, estas ganas de hablarles de la necesidad de ejercer el lenguaje. Porque no hay arte sin dignidades sumadas, igual que no hay cima, sin siglos de rocas.

La antinomia arte-compromiso / estética-política / verdad-belleza, le sirve a los que procuran meter la música en una cajita con bailarina clásica y todo. Sin embargo, la historia grande de la literatura es un ejemplo permanente de compromiso político, de debate del novelista, del dramaturgo, del poeta con su tiempo. Como siempre, y más que siempre —quien sabe— la palabra poética será una balsa que nos mantenga en la superficie.

Mayoritariamente, antes de escribir, hablamos. Pensemos entonces en el riesgo que implica dañar el acceso a la mejor palabra. Si hablamos, decidimos. En todo caso, hablar es decidir. Es imposible que no haya decisión en el acto de hablar. Lo que puede ocurrir es que si nosotros no decidimos, va a decidir el pensamiento hegemónico. Digo: alguien decide. Si como escritores no decidimos creativamente la palabra, seguramente vamos a decir “su cabello era blanco cual la nieve”, “aquel barco parecía una cáscara de nuez en la tormenta”, “el cielo semeja un terciopelo azul cuajado de diamantes”. No decidimos nosotros, decide el pensamiento hegemónico.

Pero hay algo que yo creo que es mucho peor: cuando no ya como escritores, sino ya como personas, desestimamos la importancia de decidir nuestra palabra, va a hablar por nosotros el pensamiento hegemónico y entonces vamos a decir: “algo habrán hecho”, “quién la mandó a usar minifalda”, “los maestros tienen tres meses de vacaciones”, “no son treinta mil”. Entonces decidir el lenguaje es decidir lo que somos y lo que hacemos. Por eso, en estos tiempos, y recién lo decían de alguna manera, donde hay un ataque casi de ficción contra la educación plural y sensible, contra la gracia y la ternura, nos toca más que nunca decidir el lenguaje y ejercerlo con el mayor coraje. A eso le llamo yo poesía.

La educación, que tiene muchos deberes, —tarea tan vasta, tan ardua y tan maravillosa— tiene, en mi opinión, una principal: la educación tiene que darle herramientas a la soledad humana. Y en este sentido, la educación y el arte se parecen mucho. Pienso, por ejemplo, en la función simbólica y en la función mágica: ni el arte, ni la educación, se proponen adornar lo real, sino actuar sobre lo real. Cuando Picasso pintó El Guernica, ¿pretendería adornar una pared?; ¿o resignificar la realidad de la guerra? De igual modo, un maestro no pretende adornar al niño con preciosos saberes, sino actuar sobre el adulto que un día va a ser. En todo caso, incrementar en ese ser humano la densidad ética y estética.

Pienso, también, en el valor emancipador del arte, como así de la educación, porque en ambos espacios se reponen saberes y actitudes que ayudan a la reformulación de proyectos liberadores —eso es lo que queremos— tanto en lo individual como en lo social. Pero la cosa es que cualquier forma de despojo, requiere clausurar el lenguaje, recortar sus funciones más creativas y más contundentes. Dejar del lenguaje una versión anodina, denotativa, ajena o enajenante.

Por eso, en mi opinión y sin desconocer todas las disciplinas del conocimiento, que de paso se ha dicho, no existirían sin el lenguaje, se hace indispensable apuntar en todos los niveles de la educación al resarcimiento del lenguaje, al emponderamiento por parte de los hablantes de sus posibilidades poéticas, emocionales y sanadoras.

Recuperar la poética de lo cotidiano, me parece indispensable. Y no hablo solo de que los chicos produzcan sus propios textos, por ejemplo. Es una parte y no menor. Hablo de trabajar la palabra en el laboratorio, para hacerla reaccionar de lo ácido a lo básico, hablo de llevarla a la cancha y el deporte, hablo de una educación desde donde el saludo: buenos días chicos / buenas tardes chicos, se trabaje sobre la palabra consciente y decidida. Fácil no, garantizado menos, y sin embargo, indispensable.

Allí donde dice Lengua y Literatura, tendríamos que encender un fuego, bailar, jugar, estremecernos, honrar la equivocación, porque de ese modo se hizo y se hace el lenguaje. Bajar la importancia a los resultados y, en cambio, celebrar el proceso, porque es un proceso la palabra humana. Por suerte, las palabras son semillas que ni Monsanto puede hibridar o patentar. Semillas agradecidas, carne de perro, decía mi abuela, de esas que se aguantan la sequía y la helada. Déjenme creer que si las esparcimos en la buena tierra de nuestros niños, vamos a tener una gran cosecha. Déjenme soñar en estos días que si arrojamos palabras en el páramo, el próximo verano habrá verdor. Y hasta sembrar al viento, como de vez en cuando parece que hacemos, porque el viento hace pie en alguna parte, aunque sea lejos de nosotros. Y fecunda.

Por último, voy a tomarme el respetuoso atrevimiento de hablar en nombres de muchos de mis amigos. Algunos están acá: el Mario, el Esteban, de hablar en nombre de mis amigos y —creo yo— de la mayoría de los artistas argentinos. Le gusta creer a la burguesía engolada y coqueta que el arte es caótico, disparatado y disperso. Cosa de unos locos que se tiran de los cabellos en sus buhardillas y toman vino con las musas. Una versión mediocre del Montmartre.

Pero el arte es organización y es trabajo. Lamentaremos decepcionar tan victoriana acción, pero los artistas no andamos a los tumbos por un egocentrismo fashion, porque solo existimos si hay un pueblo que va al cine y al teatro, si los niños pueden perderse en la maravilla de los libros, si la gente canta mientras camina.

En estas jornadas, que son un puro honrar la palabra, honrar el lenguaje, repensarlo, pensarlo, reflexionarlo, quiero, para terminar, dejar mi granito de arena que es, hablando de poesía, decir lo mismo que acabo de decir pero de otra manera.

Le llamo poesía, le llamamos

a la aplomada hilera de ladrillos

a la sopa fragante

al cuaderno de puntas estropeadas

le llamo, le llamamos poesía

a la espalda doblada de los viejos

transformados en signos de pregunta

no importa si nos sobran endecasílabos

o si nos falta rima

le llamamos estrofa a todo lo que canta

le llamamos metáfora al sudor,

a la nuca dolida, al día que demora

a los huesos de Carlos Fuentealba

nosotros, que tendemos la ropa al sol

como la ropa blanca

llamamos poesía al día que nos toca

nos hacemos poetas

entre ayer y mañana.

Liliana Bodoc – «La literatura en los tiempos del oprobio»

Conferencia de apertura de las XVII Jornadas «La literatura y la escuela» de Jitanjáfora ONG. – Mar del Plata, 7 de abril de 2017. (Transcripción)

Se esconde el jardín inundado de maleza

Solía creer que las fotos eran más precisas que los recuerdos, por captar los momentos tal y como son y volverlos indiscutibles. Son datos objetivos, mientras que la memoria con la edad se vuelve impresionista y selectiva en los detalles, como la literatura. Pero después de repasar los archivos me he dado cuenta de que las fotografías también distorsionan la realidad que pretenden captar. Para conseguir la toma perfecta, se esconde el desorden y el jardín inundado de maleza se deja fuera del cuadro. Además, las imágenes carecen de contexto: el motivo de las ausencias, lo que pasó antes y después, las simpatías y antipatías entre los presentes, o el disgusto de alguien por estar allí. Cuando oyeron «whisky», todos miraron a la vez al ojo mecánico de la cámara y se pusieron la máscara de la felicidad, de tal manera que cincuenta años después cualquier observador supondrá que lo estaban pasando en grande. Siempre tengo la precaución de cuestionar tanto lo que se ve como lo que queda oculto. Utilizo las fotos para activar un complemento de la memoria emocional. Lupa en mano, estudio de cerca los detalles de las imágenes en blanco y negro.

Amy Tan, «Recuerdo de un sueño»

El sonido viaja en todas direcciones

Pampa 

… y entonces lo que decíamos se parecía a un canto que quién sabe hasta dónde llegaría: la pampa es también un mundo hecho para que viaje el sonido en todas direcciones; no hay mucho más que silencio. El viento, el chillido de algún chimango y los insectos cuando andan muy cerca de la cara o, casi todas las noches menos las más crudas del invierno, los grillos. 

Polvareda

Una nube de tierra se alzaba entre el suelo y el cielo limpio, celeste, bajo los rayos que caían con fuerza de plomo: llegamos uno de los últimos mediodías del verano. La polvareda puede parecer estática, puede parecer algo tan propio del cielo como el sol y los chimangos, pero no, si se levanta del suelo hay movimiento y si hay movimiento hay peligro: es preciso llegar a distinguir qué o quién la provoca, interrumpe la caída del polvo al suelo, lo mantiene en el aire, le pelea y le gana a la gravedad.

Hermosa novela que estoy leyendo.

La diuca, el pájaro que salva al mundo

La Pampa y el largo Sur en que se inscribe, la Patagonia toda, constituyen una región austera y heroica, curtida de olvidos y despojos, pero a la vez, hermosa y hechizada. Vivimos en una tierra mágica, cuyo pacto de existencia con el Universo se renueva día a día. O mejor dicho, noche a noche.

Porque al filo del alba, cuando todavía la oscuridad es absoluta y relumbra Wüñyelfe, el lucero de la madrugada, el mundo afronta la pregunta decisiva, la duda mayor: ¿amanecerá? El porvenir se juega a suerte o verdad.

El día o la nada. La continuidad de la vida -sólo posible con el sol-, o su interrupción y el cese de la maravilla cotidiana.

Encrucijada tremenda, disyuntiva final que en ese momento único de la noche, de cada noche, coloca a todo lo que alienta sobre la tierra ante el “cara o ceca” de la muerte o la vida; ante el anverso o reverso del naipe del destino.

El mundo vacila y se estremece. El mundo queda en vilo frente a esa horqueta de senderos, que se reitera inexorable.

… Y un pájaro lo salva. Noche a noche, un pájaro salva al mundo. Un pajarito pequeño, “gris plomizo, vientre y garganta blancos”, que en el instante crucial, en el inmenso silencio de la noche patagónica, canta. Rompe a cantar. Y amanece. Es ella, la diuca, (la racadiuca, la “yuquita» del cariño infantil). Y la vieja sabiduría del hombre de la tierra, la siempreverde palabra del pueblo, así lo enseña: “La diuca no canta porque esté por amanecer. Canta para que amanezca.”

Aprendamos su lección.

Me pareció muy bello. El texto es de Edgar Morisoli, del libro: “La lección de la diuca”, 2003,  Pitanguá Santa Rosa, La Pampa, incluido en el CD: «Edith Rossetti canta a Edgar Morisoli!.

Acerca de Edgar Morisoli

Edgar Morisoli nació en Acebal (Santa Fe) el 5 de noviembre de 1930. Es poeta, escritor y ensayista. Aunque nacido en Santa Fe, reside Santa Rosa, La Pampa, siendo pampeano por adopción.

Fue miembro fundador de la Asociación de Escritores Pampeanos.

Muchas de sus poesías han sido musicalizadas. Su libro de ensayos: «Fábula del tiburón y las sardinas. El ALCA y la cultura», plantea ya desde su título la temática que desarrolla en profundidad con lúcido análisis. La repercusión de su obra se expande más allá de los límites provinciales. «La poesía de Morisoli -cargada de matices, de lectura lenta- edifica una sólida épica de aquellos personajes cuasi anónimos que poblaron el oeste pampeano, o esas zonas de obreraje y paisanos de la patagonia; su gesta es cantar para que no se los lleve el olvido» ha dicho de él Sergio De Matteo. «Cancionero del río Colorado», «Solar del viento», «Tierra que sé», «Salmo bagual» y «Última rosa, última trinchera» son algunos de sus poemarios.

Obras publicadas:

“Salmo Bagüal», 1957/1959;

“Solar del Viento”, 1966;

“Tierra que sé”, 1972;

“Al Sur Crece tu Nombre”, 1974;

“Obra Callada» (1974-1986)”, 1994;

“Cancionero del Alto Colorado», 1997;

“Bordona del Otoño/ Palabra de Intemperie”, 1998;

“Hasta Aquí la Canción”, 1999;

“Cuadernos del Rumbeador”, 2001;

“La Lección de la Diuca”, 2003;

“Última Rosa, Última Trinchera”, 2005;

“Un Largo Sortilegio”, 2006;

“Tabla del náufrago”, 2008;

“Pliegos del amanecer”, 2010;

“Porfiada luz”, 2011.

Obra inédita:

“Tiempo Litoral”, (Selección poética 1948-1955);

“¿De quién es el Aire?”, (Notas y ensayos breves 1985-2005);

“El mito en armas o anunciación de Castelli Inca”.

Es autor de numerosas canciones musicalizadas por Reinaldo Labrín, Guillermo Mareque, Delfor Sombra, Lalo Molina, Cacho Arenas, Oscar García, Beto Leguizamón, Guri Jáquez, Raúl Santajuliana, Ernesto del Viso, Juani De Pian, Juan Manuel Santamarina, José Gabriel Santamarina, Luis Wanzo y Mario Díaz, editadas por diversos sellos de Argentina y México. Entre ellas se encuentra la cantata: “Epopeya del Riego” (1990), por solista, conjunto de cámara, recitante y coro.

Han interpretado plásticamente su poesía, entre otros, los artistas María del Carmen Pérez Sola, Luis Trimano, Jorge Sánchez, Marta Arangoa, Raquel Pumilla, Dini Calderón, Alfredo Olivo, René Villanueva, Eugenia Lomazzi, Cristina Prado, Teresita López Lavoine, Paula Rivero, Osmar Sombra y Martín Viñes.

Sus “poemas a voces” “Grito de la Piedra” (1966), “Jornada de los Confines” (1976) y “Bienvenida y Adiós”, han sido interpretados por grupos actorales, con acompañamiento musical, en Santa Rosa y General Pico. La cantata “Epopeya del Riego” se presentó en Santa Rosa, Neuquén y Colonia 25 de Mayo.

A partir de textos suyos referentes a la Crezca Grande del río Colorado (catástrofe sucedida en 1914), musicalizados por Miguel Touceda y demás integrantes de los “Músicos del Galpón” de General Pico, se montó el espectáculo “El Bautista de la Rinconada”, con coreografía del Ballet Municipal de dicha ciudad conducido por Sergio Roldán. Además de General Pico, se presentó en Buenos Aires, Córdoba y Tucumán.

Su obra está incluida en las siguientes antologías, comentarios escritos y grabaciones sonoras: “Suma de Poesía Argentina 1538-1968”, Guillermo Ara, Bs. As., 1970; “40 Años de Poesía Argentina: 1920-1960”, José Isaacson y Carlos E. Urquía, Bs. As., 1964; “Antología de la Poesía Argentina”, Raúl Gustavo Aguirre, Bs. As., 1979; “Generación Poética del 50”, Luis R. Furlán, Bs. As., 1974; “El 60”, Alfredo Andrés, Bs. As., 1969; “Poesía Gauchesca del Siglo XX”, Eduardo Romano, Bs. As., 1977; “Textos Literarios de Autores Pampeanos”, Norma Durango de Martínez Almudévar y Doris Gonzalo de Giles, Santa Rosa, 1986; 2ª edición, 1995; “Este Canto es América”, Héctor David Gatica, Bs. As., 1993; “Cancionero Pampeano”, Dirección Provincial de Cultura, Santa Rosa, 1975; “Cancionero de los Ríos”, Honorable Cámara de Diputados, Santa Rosa, La Pampa, 1985/86. / 2ª edición, 2001; “Raicillas: Músicos y Poetas de La Pampa” (casete), Santa Rosa, 1991; «País de vientre abierto. Poesía Social Argentina de principios del siglo XXI», Vicente Zito Lema y Roberto Goijman, Chubut/Buenos Aires, 2005.

Colabora en publicaciones de La Pampa, Río Negro, Córdoba, Chubut, Santa Fe y Buenos Aires. Es socio fundador de la Asociación Pampeana de Escritores y pertenece a la Asociación de Poetas Argentinos.

Su página en Facebook para más info:

Al tiempo que ofrecíamos algo recibíamos algo

Recuerdos

Me acordé de pronto de la mano de mi hermana pequeña cuando entramos juntos en una de las cuevas del monte Fuji, y de cómo la agarraba fuertemente en la fría oscuridad. Me acordé de sus dedos pequeños, cálidos pero tremendamente fuertes. Entre nosotros había un evidente intercambio de vida. Al tiempo que ofrecíamos algo recibíamos algo. Era un tipo de intercambio que solo podía producirse en un tiempo y en un lugar limitados. Antes o después disminuiría y desaparecería, pero perduraría en la memoria. Los recuerdos podían reavivar el pasado, y el arte, de ser verdadero, podía sublimar esos recuerdos y ayudar a conservarlos para siempre, como había hecho Van Gogh al insuflar vida a un cartero anónimo de un lugar remoto.

El mundo de las metáforas

Ha bebido agua del río, ¿verdad? —Sí, no podía soportar la sed. —Eso está bien. Es un río que fluye entre la nada y el todo. Una buena metáfora consigue que aparezcan las posibilidades latentes que hay en todas las cosas. Es lo mismo que sucede con un buen poeta cuando crea escenas nuevas, distintas, en un paisaje conocido. Una buena metáfora puede convertirse en un buen poema, ni que decir tiene. Debe intentar no apartar sus ojos de ese nuevo paisaje.

Pintar – Arte

—…A propósito, ¿qué es eso que buscas?
—No sé cómo explicarlo, es algo que perdí en un momento determinado de mi vida y que desde entonces he estado buscando. Es lo que hacemos todos cuando queremos a alguien, ¿no?
—No sé si todos —dijo Masahiko con gesto grave—. Más bien me parece que le ocurre a poca gente, pero si no eres capaz de expresarlo con palabras, ¿por qué no lo plasmas en un cuadro? Al fin y al cabo eres pintor.
—Si no eres capaz de expresarlo con palabras, puedes pintarlo. Decirlo es fácil, pero llevarlo a la práctica no resulta tan sencillo.
—Pero al menos tienes el valor de intentarlo, ¿no?
—Tal vez el capitán Ahab debería haberse dedicado a perseguir sardinas.
Masahiko se rio.
—Desde el punto de vista de la seguridad, tal vez tengas razón, pero no es ahí donde nace el arte.
—¡Déjalo ya! En cuanto sale la palabra «arte» la conversación se termina.
—Creo que deberíamos beber más —dijo Masahiko.
Enseguida volvió a llenar los dos vasos.
—No puedo beber tanto —dije—. Mañana por la mañana trabajo.
—Mañana es mañana y hoy es hoy.
Sus palabras ejercieron sobre mí un extraño poder persuasivo.

(Murakami, Haruki, “La muerte del comendador”, Traducción del japonés de Fernando Cordobés y de Yoko Ogihara, Edición digital. Libro 2)

Anoche terminé el libro. Muy bueno. Para los lectores de Murakami, se roza con «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo» y» Kafka en la orilla»: pérdidas, mundos paralelos, metáforas, desapariciones, a las que se le suman reflexiones sobre el arte y la pintura. No faltan las citas musicales y sí los gatos, extrañamente.
Habrá reseña.

Polisemia

«Todo comienza con el desasosiego, cuando uno siente que llegó el momento de empezar a chapotear y después internarse medio a ciegas en el oscuro mar de las palabras. En ese mar, en donde el que va a escribir se interna con esperanza pero también con desconsuelo, de a ratos buceando y de a ratos sobrenadando, nada es clasificable: hay palabras como peces, algunas oscuras, otras luminosas, pero también otras que son a la vez oscuras y luminosas, y algunas, pesadas, que se vuelven aéreas cuando otra las toca. Con esos peces se irá haciendo el texto. El que escribe bucea y atrapa, o no atrapa, y vuelve a la superficie, donde amasa, ordena, construye, discurre, y se vuelve a sumergir. Y el texto se va armando con ciertos peces y no con otros, con las palabras en cierto orden. Y cada orden con su constelación de significados, su profunda e irremediable polisemia».

Graciela Montes, “El corral de la Infancia”
Imagen libre de Pexels

Ocurrencia budista

Cuando conocí a Yoshie, vi que el fútbol no le importaba nada. Esa fue otra de las razones para entendernos. Estar en minoría frente a todo el mundo es otra patria, pienso. Él opinaba que patear una hora y media una pelota que rebota poco, y tratar de pasarla por un hueco que no guarda proporción con su tamaño, era necesariamente una actividad estúpida. De chico había jugado al ping-pong y en Nueva York creo que se aficionó al fútbol americano o al básquet, no me acuerdo. Igual que el papá, Ari es fanático de Boca. Así que Yoshie terminó sentándose a ver los partidos con mi hijo. Eso y dibujos animados japoneses. Mazinger, Meteoro. No es que entendiera demasiado lo que pasaba en los partidos, pero le tomó el gusto a festejar juntos los goles. Cada vez que metían uno, Walsh salía huyendo. Lo que le interesaba no era tanto que los equipos hicieran gol, como la posibilidad absurda de que nadie hiciese ninguno. Que un partido tan largo pudiera terminar cero a cero, con un resultado vacío, lo dejó fascinado. La consideraba una ocurrencia budista. Reconozco que jamás pensé, ni por un solo segundo, que el fútbol fuera capaz de resistir alguna comparación filosófica. Me parece que Yoshie entendía el cero a cero como objetivo. En vez de hinchar por alguien, que es lo que hacemos todos (yo siempre hincho por el equipo de mi hijo, el país más pobre o los jugadores más lindos) él admiraba los empates. Nos explicó que en la tradición japonesa no se perdona la derrota. Y que un empate era la única solución honorable para los dos equipos. ¿Pero entonces no querés que gane Boca?, se enojaba Ari.

Andrés Neuman, en «Fractura»

Imagen libre de Pixabay

Ligero desgarro

 Terminé de leer “La muerte del comendador”, de Haruki Murakami. Me recordó mucho a “El pájaro que da cuerda al mundo”, libro que me parece uno de los mejores del autor, junto a “Kafka en la orilla”.

Como “En el pájaro…”, hay rupturas sentimentales, un pozo, ruidos extraños y lo real que se entrecruza con lo fantástico, reflexiones sobre el arte, la creación artística y los artistas. En definitiva, roza mucho de sus tópicos ya elaborados en varios libros. La obra queda sin definición, a la espera de un libro 2. 
Si nunca leíste nada, es una buena oportunidad para entrar en el universo de este escritor japonés, aunque yo te recomendaría abordar los que mencioné en el primer párrafo. Agrego que este último año leí otros autores nipones que me han gustado más, como Banana Yoshimoto y su “Kitchen”, (reseña que podés leer acá), o “El cielo es azul, la tierra blanca”, de Hiromi Kawakami (también acá para leer), “Lo bello y lo triste”o “Mil grullas”, de Yasunari Kawabata, “La fórmula preferida del profesor”, de Yōko Ogawa o “Si los gatos desaparecieran del mundo”, de Genki Kawamura, por mencionar algunas obras.
Volviendo a Murakami, la novela hace hincapié en más de una oportunidad del proceso de creación artística, reflexiones que Murakami ya ha esbozado en más de un libro, pero por sobre todo en “De que hablo cuando hablo de correr”, donde detalla su pasión por el atletismo y lo entrelaza con el proceso creativo y la construcción de sus novelas. ¿Si lo recomiendo? Como lector de Murakami, sí, aunque reconozco que en esta oportunidad me quedé con sabor a poco.
Transcribo algunos pasajes que me gustaron de “La muerte del comendador”.
Ligero desgarro

Fui a buscar la linterna. Él salió de la casa para ir a por otra que. tenía en el coche. Subimos los siete peldaños de la escalera y nos adentramos en el bosque. No había tanta claridad como la primera noche, pero el reflejo de la luna otoñal aún alcanzaba para ver por dónde pisábamos. Dejamos el templete atrás y nos abrimos paso entre las hierbas para llegar hasta el túmulo de piedras. No había ninguna duda. El enigmático sonido salía de entre los huecos de la piedra. Menshiki caminó despacio alrededor del montículo. Observó atentamente los huecos bajo la luz de la linterna. No se veía nada especial, tan solo piedras cubiertas de musgo y amontonadas en desorden. Miré su cara. Bajo la luz de la luna, parecía una máscara antigua. Me pregunté si él también me veía del mismo modo. —¿Los otros días también salía de aquí? —me preguntó en un susurro. —Sí, exactamente en este lugar. —Es como si alguien lo hiciera sonar debajo de las piedras. Asentí. Me tranquilizaba comprobar que no estaba loco. Lo que hasta ese momento podían ser solo imaginaciones mías se transformó gracias a las palabras de Menshiki en algo real, concreto. Por tanto, no me quedaba más remedio que admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro.

Ideas: 

—Digamos —continuó Menshiki— que sucede algo parecido a esos terremotos con el epicentro en las profundidades del océano. Se produce un enorme cambio en un mundo invisible, en un lugar adonde no llega la luz del sol, es decir, en el terreno de la inconsciencia. Sin embargo, todo ello termina por transmitirse a la superficie de la tierra y produce una reacción en cadena cuyo resultado sí tiene una forma visible. No soy artista, pero puedo entender más o menos el origen de esos procesos porque, en el caso de los negocios, las buenas ideas nacen de un modo parecido. La mayor parte de las veces se trata de ideas que brotan sin más de la oscuridad.

Lo real y lo irreal:

Siempre me había gustado contemplar, por la mañana temprano, un lienzo en blanco, donde aún no había nada pintado. A ese acto lo llamaba el momento zen del lienzo: no había nada, pero eso no quería decir que estuviera vacío. En la superficie completamente blanca se escondía algo por venir. Al aguzar la vista veía muchas posibilidades que en algún momento se concretarían en algo. Era un momento que siempre me había gustado: el momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden.

Cosas:

—Hay cosas que es mejor dejar como están, entre las sombras. El conocimiento no siempre enriquece y la objetividad no siempre es mejor que la subjetividad. De igual modo, la realidad no siempre apaga la ilusión.