Etiqueta: Mis textos
La joven en los escombros
Lo que te cuento ocurrió hace tiempo, en una vieja ciudad sin nombre pero siempre en guerra. Nos encontrábamos junto a un grupo de colegas, intercambiando rollos fotográficos y comida cuando pasó frente a nosotros una mujer vestida de negro. Llevaba un niño muerto en sus brazos.
Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay
Aproximaciones al mar V
Fue un despertar cálido, una cercanía que se fue esfumando con el correr de los minutos.
Últimamente regresás en sueños, pliegues y arrugas de un lecho desordenado y vacío.
¿Había olas, arena, estrellas mironas, tus hombros sin breteles?. No estoy seguro. Sí que fue un verano inolvidable, a pesar de mi resistencia al mar.
De los días felices quedó tu olor salino, las caminatas por la playa, las carcajadas. También los silencios de penas que no contabas, miradas a las que debí prestar atención.
Por ahora no pienso regresar. Para qué, si ahí no hay nada.
Aquí adivino las montañas, el lago, el espacio al que huí para que las olas no trajeran tu nombre.
Puedo decir que todavía respiro, trabajo. Hasta voy al cine. Me pregunto si vivo.
Clarea y la luz despeja la insensatez de acompañarte.
La cofradía de los nadies
Silba cada vez que las pelotas suben al cielo y caen en forma de malabares. A veces cambia de esquina, repasa rutinas, inventa otras. Las tres o cuatro esferas de plástico se niegan a tocar el suelo y acompañan su habilidad.
La indiferencia lacera. La contrarresta con trabajo, piruetas y una nariz de payaso.
Lo acompaña una mujer vieja abrazada a un termo roto y un mate. De vez en cuando lo aplaude y él agradece con una reverencia.
La cofradía de los nadies, el desafío al tráfico y los bocinazos.
Imagen de Charles Jennings en Pixabay
Espectros
Deambular
Deambular por la calle, escuchar voces ajenas, deseos de otros, charlas, enojos.
Caminar entre vendedores que buscan la diaria en cada esquina.
Deambular como si hubiese alternativas. Atajos contra el tiempo, aliviar la espera.
Allá el río, aquí la soledad en la marea humana.
Una librería y sus saldos, similares al cielo encapotado.
Un trueno.
Una tonada venezolana o colombiana que habla por teléfono, muy bella pero que contrasta con sus rasgos de tristeza y exilio.
Flâneur que recoge imágenes, olores, voces, un nadie de lujo en una ciudad viva. Y ajena a veces, por qué no.
El banco como reparo, pausa y tregua.
Sed
Hubo una pausa. Una más entre la risa y el choque de vasos jubilosos. Y se dio cuenta. Una señal de alarma, leve, imperceptible como la brisa que se colaba bajo la puerta, persistente y letal.
El trago sabía a celada premeditada, como la suya a su mujer, que lo esperaba en vela mientras él andaba de juerga con los amigos. Con el sueldo recién cobrado bastó una llamada para encontrarse con el Gitano y el Chino; en cuestión de minutos la segunda ronda de cervezas saturaba la mesa y elevaba las discusiones, que no llegaban a mayores gracias a una complicidad tácita entre los parroquianos.
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Tijeras y pespuntes
Sábado de lo posible, mate. Vivir a pesar de1, apunta Lispector. Todos atrás y Dios de nueve(*), replico.
David Gilmour y Live at Pompeii. El repaso a fragmentos de textos que esperan a ser revelados. O no. La gata que espía desde la ventana con un quejido gutural. Temo por lo que mira y no veo. Luego de quedarse unos minutos se acuesta en la cama y se enrolla sin mirarme, anuncia frío.
Todavía transitan los despojos del silencio. Otra vez Clarice: la mejor luz para vivir era la de la madrugada2. La muerte, sus visitas. Digo lo que tengo que decir, sin literatura, cita Luis.
Me duelen los dedos, como si las palabras se resistieran a salir. Primeras luces, de malón fantasmal, de horizonte pampa entre álamos patagónicos.
Anclajes, travesías, poética de lo dicho, lo que se vislumbra entre palabras, el tono. Ni siquiera lo que se dice. La tijera, pespuntes en el texto. Sábado de correcciones.
(*) Verso de Todos atrás y Dios de nueve, Los Caballeros de la Quema.
1Lispector, Clarice, «Un aprendizaje o el libro de los placeres», Buenos Aires, Corregidor, 2013.-
2Obr. Cit.
Imagen de Sophie Janotta en Pixabay
Parque Central
Se abrochó la campera. Felicitó su decisión de la mañana y se sentó en el banco de cemento. En el cielo, uno de los tantos planetas brillaba como nunca. No recordaba cuál. Tampoco importaba. Miró la bolsa con alimentos. Demasiado liviana para su gusto.
Repasó mentalmente las existencias de la heladera. Algo podría hacer con esos huesos. Y había fideos. Confiaba en que hija haya puesto el agua como le pidió. Seguro que sí. Demasiada adulta para sus diez años, para sus viajes en colectivo, sola a las seis y media de la mañana hasta la escuela, como la mayoría de sus amigas de la barriada. Le aterra que algo le suceda.
El colectivo que no viene. Alguien destila aliento a vino y se sienta a su lado. No necesita verlo para saber quién es. Se lo cruza siempre. A cada paso. Teme ser como él.
En la pantalla publicitaria una chica sonríe desde su auto nuevo. Lleva un perro atrás, de esos chiquitos, disfruta de la vida y llama a la depiladora, para prepararse para una cita. Un regusto amargo le llena la boca. La vida que sus hijas no tendrán. Casi seguro. Y hablan de méritos, como si ella no se deslomara todo el día en la casa de la Señora.
—¿Podría pagarme un boleto? —pregunta. Los ojos rojos revelan que sigue vivo.
—Sí. ¿No hubo suerte? — y señala los hilos, las agujas, la nada.
El canoso niega. Quizás por eso el aliento a vino.
—¿Hace mucho que espera?
—Recién llego. —No debería tardar en venir.
—¿Cómo anda su marido?
Ella sonríe. La misma pregunta. —Bien. Hoy estaba contento, había conseguido una changa —miente y piensa donde estará. Meses sin verlo. La última vez fue con la política, acompañaba a ése que entró de concejal y lo dejó a la deriva. Ya aparecerá. Siempre lo hace. Y será con algo de dinero. No es un mal hombre. Y la quiere como nadie.
—Ahí viene —dice el hombre canoso.
Ella mira esa mole que parece destartalarse. Llena, como de costumbre. Mensaje de hija. “Tengo la salsa. Te esperamos”. Ella sonríe y paga los dos boletos. Todavía queda un largo trecho hasta la barriada allá en la última parada, donde la ciudad se extingue y acosa el desierto.