Las palabras y los días

Drive my car, de Ryūsuke Hamaguchi, captura de pantalla.

Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso y la combinación de palabras como arma letal. No las palabras, pero sí su sintaxis(*), la atracción de arrimarse o repelerse, según los días.

Llueve, abrir las ventanas y renovar el ambiente. Música de jazz.

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La vendedora de jazmines

Imagen: Pixabay.

—¿No te parece que los jazmines son flores amables para un mundo complicado?

La pregunta me sorprendió y me distrajo de los bocinazos. Levanté la vista y me topé con una melena plateada y unos ojos negros.

Tomó un ramo de la canasta y lo plantó frente a mi cara.

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La tecla del punto

Imagen modificada de Pixabay.

La tecla del punto se mueve inquieta en el teclado. No sé si es que pide a gritos una pausa. O que faltan pausas. Pero me mira. Nos estudiamos como dos jugadores de naipes que juegan sus últimas cartas. De redención o bancarrota.

La tecla del punto se mueve inquieta en el teclado. Algo quiere contarme. Y espero. Solo espero, como el viejo sentado en la vereda. Él habla por sus arrugas, la mirada mansa, las manos sobre el bastón, el perro a sus pies. Les sonrío al pasar y él devuelve el saludo, entornando los párpados.

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Alivio contra la ferocidad

Los veo siempre. Ella más joven, no sé si llega a los veinte años.

Él, unos diez más. Ambos limpian vidrios en la colectora de la ruta.

A pesar de la negativa generalizada no pierden la sonrisa. De tanto en tanto la piba lo llama y le estampa un beso, acaso la energía necesaria para volver a enfrentarse a la jauría de autos polarizados.

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Todavía

La miríada de excluidos se adosan a la vida cotidiana. Para contrarrestar el desamparo un hombre sin cabeza hace piruetas con un paraguas y una malabarista juega con un sinnúmero de pelotas. Ninguna se cae. Tareas brillantes que requieren de precisión y la noción del tiempo que imponen los semáforos.

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Maullidos contra la indolencia

Cinco de la mañana.

Una de mis gatas y su maullido lastimero al mundo. Todos los días a la misma hora, un reclamo que no termino de comprender, aunque basta mirar alrededor para entender su inconformismo.

El cuerpo, sus facturas. Hoy fue indulgente con el dolor.

Sostiene Juan Mattio: «Hace unas semanas leí una frase de Joyce a Nora que me deslumbró: «dime que a mi lado no has visto tu corazón envejecer ni endurecerse». Creo que es la forma de amor más exigente que se pueda concebir: que el amor no envejezca nuestros corazones». Acaso allí apunta la queja de mi gata. «Hay que endurecerse sin perder la ternura», el Che, en la misma sintonía.

Maullidos contra la indolencia, que la empatía no sea una batalla perdida.

Inundar el mundo de revoluciones, pianistas utópicos y minués inconclusos, planteó Soriano.

Demasiado tiempo sin escribir, sin escucharme. Ahí también una queja del cuerpo.

Sopla el viento

Aridez. Silencio. Dolores. El cuerpo y sus quejas.

Los pájaros y sus trinos. La ciudad y la furia.

Lista de palabras para eludir el cerco de lo real.

«¿Te puedo molestar?».

Quebrar el mutismo, una apuesta que parece imposible.

«Necesito llegar a Choele y el pasaje sale trescientos pesos».

Mira a la nada como adivinando mi respuesta. Cuidate, le digo.

Sopla el viento, no se lleva la angustia ni su desamparo.

Ya no llueve

Y uno piensa en los traspiés. O es la llovizna sobre el techo de chapa, la jauría de autos, la soledad de las ciudades.

La inmediatez de lo cotidiano. Una estación de trenes abandonada y cubierta de yuyos, la espera de la muerte, la angustia de sentirse vivo.

En la calle vendedores de bolsitas de residuos, alfajores y pañuelos se confunden con malabaristas. Un barbijo pisoteado, la mirada del oficial de policía. La ciudad y sus prisas, instantáneas de un flâneur en pandemia.

Rodeos y más rodeos para entrarle al hueso, la vida eso que sucede mientras no nos damos cuenta, los «debiera» que no cumplimos, los pequeños triunfos que celebramos en silencio.

Ya no llueve. Por lo menos desde el cielo.