Santiago, el grito en un río helado
Septiembre demorado I
Se demora septiembre. No hay muchachas en flor ni hombros dorados por el sol. Faltan las sonrisas cálidas y miradas brillantes, las promesas de pieles a punto de incendiarse gracias a los favores de Cupido o el perfume que hace la vida un poco menos hostil. Falta la vida y sobra la muerte, como sobran las mentiras por televisión.
Se demora septiembre y el frío se queda con las certezas. Me corrijo, arrincona la esperanza, arroja un velo sombrío sobre la Patagonia y dispara las preguntas. Pienso en ellas mientras te espero y el viento le da una mano al bastidor, para secar la serigrafía en el taller improvisado en plena calle.
Continuar leyendo “Santiago, el grito en un río helado”Esconder, desvelar, iluminar las penumbras
Arenas movedizas es un gran libro de Henning Mankell, que comienza cuando le diagnostican una enfermedad terminal. Una suerte de memoria que incluye distintas reflexiones y recuerdos inconexos -o no- desencadenados por una noticia y que el autor relaciona con la muerte y cómo nos enfrentamos a ella.
También es un libro sobre las creencias, los espacios en que depositamos la fe o qué estamos haciendo con un mundo cada día más contaminado, con residuos radioactivos que nos sobrevivirán miles de años. En suma, un libro recomendable.
Continuar leyendo “Esconder, desvelar, iluminar las penumbras”El frasco de almendras
—En realidad… fue idea del pibe, de Nicolás.
Ligero desgarro
Fui a buscar la linterna. Él salió de la casa para ir a por otra que. tenía en el coche. Subimos los siete peldaños de la escalera y nos adentramos en el bosque. No había tanta claridad como la primera noche, pero el reflejo de la luna otoñal aún alcanzaba para ver por dónde pisábamos. Dejamos el templete atrás y nos abrimos paso entre las hierbas para llegar hasta el túmulo de piedras. No había ninguna duda. El enigmático sonido salía de entre los huecos de la piedra. Menshiki caminó despacio alrededor del montículo. Observó atentamente los huecos bajo la luz de la linterna. No se veía nada especial, tan solo piedras cubiertas de musgo y amontonadas en desorden. Miré su cara. Bajo la luz de la luna, parecía una máscara antigua. Me pregunté si él también me veía del mismo modo. —¿Los otros días también salía de aquí? —me preguntó en un susurro. —Sí, exactamente en este lugar. —Es como si alguien lo hiciera sonar debajo de las piedras. Asentí. Me tranquilizaba comprobar que no estaba loco. Lo que hasta ese momento podían ser solo imaginaciones mías se transformó gracias a las palabras de Menshiki en algo real, concreto. Por tanto, no me quedaba más remedio que admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro.
—Digamos —continuó Menshiki— que sucede algo parecido a esos terremotos con el epicentro en las profundidades del océano. Se produce un enorme cambio en un mundo invisible, en un lugar adonde no llega la luz del sol, es decir, en el terreno de la inconsciencia. Sin embargo, todo ello termina por transmitirse a la superficie de la tierra y produce una reacción en cadena cuyo resultado sí tiene una forma visible. No soy artista, pero puedo entender más o menos el origen de esos procesos porque, en el caso de los negocios, las buenas ideas nacen de un modo parecido. La mayor parte de las veces se trata de ideas que brotan sin más de la oscuridad.
Siempre me había gustado contemplar, por la mañana temprano, un lienzo en blanco, donde aún no había nada pintado. A ese acto lo llamaba el momento zen del lienzo: no había nada, pero eso no quería decir que estuviera vacío. En la superficie completamente blanca se escondía algo por venir. Al aguzar la vista veía muchas posibilidades que en algún momento se concretarían en algo. Era un momento que siempre me había gustado: el momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden.
—Hay cosas que es mejor dejar como están, entre las sombras. El conocimiento no siempre enriquece y la objetividad no siempre es mejor que la subjetividad. De igual modo, la realidad no siempre apaga la ilusión.
Un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa
“Estábamos tomando el té, serían las dos de la mañana, acaso más, cuando Cordes me leyó unos versos suyos. Era un poema extraño, publicado después en una revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en alguna de las valijas, pero no vale la pena de ponerme a buscarlo ahora. Se llamaba «El pescadito rojo». El título es desconcertante y también a mí me hizo sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es innegable. Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de él que no había acabado de encontrarse. No sé qué hace ahora ni cómo es; he dejado de tener noticias suyas y desde aquella noche no volví a verlo, a pesar de que sabía dónde buscarme.
Aquella noche dejé enfriar el té en mi vaso para escucharlo. Era un verso largo, como cuatro carillas escritas a máquina. Yo fumaba en silencio, con los ojos bajos, sin ver nada. Sus versos lograron borrar la habitación, la noche y al mismo Cordes. Cosas sin nombre, cosas que andaban por el mundo buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o iban brotando porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Era —pensé después— un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa. Todo lo que pueda decir es pobre y miserable comparado con lo que dijo él aquella noche. Todo había desaparecido desde los primeros versos y yo estaba en el mundo perfecto donde el pescadito rojo disparaba en rápidas curvas por el agua verdosa del estanque, meciendo suavemente las algas y haciéndose como un músculo largo y sonrosado cuando llegaba a tocarlo el rayo de luna. A veces venía un viento fresco y alegre que me tocaba el pelo. Entonces las aguas temblaban y el pescadito rojo dibujaba figuras frenéticas, buscando librarse de la estocada del rayo de luna que entraba y salía del estanque, persiguiendo el corazón verde de las aguas. Un rumor de coro distante surgía de las conchas huecas, semihundidas en la arena del fondo.
Pasamos después mucho rato sin hablar. Me estuve quieto, mirando al suelo; cuando la sombra de la última imagen salió por la ventana, me pasé una mano por la cara y murmuré gracias. Él hablaba ya de otra cosa, pero su voz había quedado empapada con aquello y me bastaba oírlo para continuar vibrando con la historia del pescadito rojo.”
“… Estoy cansado; pasé la noche escribiendo y ya debe ser muy tarde. Cordes, Ester y todo el mundo, mene frego. Pueden pensar lo que les dé la gana, lo que deben limitarse a pensar. La pared de enfrente empieza a quedar blanca y algunos ruidos, recién despiertos, llegan desde lejos. Lázaro no ha venido y es posible que no lo vea hasta mañana. A veces pienso que esta bestia es mejor que yo. Que, a fin de cuentas, es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo, ama a la vida y solo así es posible ser un poeta”.
Aproximaciones al mar IV
Imagen: Pixabay
Aproximaciones al mar III está acá y los otros dos en este libro para descargar.
Vías y puertos
Fue Nuto quien me dijo que con el tren se va a todas partes, y que cuando terminan las vías, comienzan los puertos, que los barcos tienen itinerarios, todo el mundo es una red de rutas y de puertos, un itinerario de gente que viaja, que hace y que deshace , y en todas partes hay gente capaz y gente necia.
Aproximaciones al mar III
En lo alto está el Cielo, abajo está la tierra
—¿Cómo se hizo eso?
—Jugando a la rayuela
—¿No está un poco grande?, ¿Cuántos años tiene?
—Perdí la cuenta luego de los 65, ¿Por qué pregunta?
—Porque a su edad… debería hacer otras cosas. ¿La rayuela, me dijo?
—Sí. Con mi nieta. ¿Conoce el juego?
—Tengo alguna idea, sí. También sé que hay un libro, pero no lo leí. Quédese quieto que lo vendo, abuelo.
—Abuelo, las papas fritas. ¿Cómo que no leyó Rayuela?
—No tengo tiempo, abuelo. No me mire así: entre las recortes presupuestarios, las guardias y los turnos en el hospital, termino molido. No me diga nada, seguro que es un libro para pibes.
—Es un libro entre tantos libros, creo. Y sí, puede ser para pibes (y pibas)… de quince, veinte, treinta, sesenta.
—Quédese quieto le digo, que tengo que vendarlo. ¿Y cómo se juega?
—… A ver si me acuerdo: “la rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo… “, ¿entendió?
—No tanto, pero ¿hasta dónde llegó?
—Casi hasta el cielo, mire, pero sabrá que eso es imposible, ¿no?
—Si usté lo dice… Yo tomé la comunión, la confirmación y todos los santos que andaban dando vuelta por ahí. Ya está… trate de no caminar mucho. Ya que le gusta leer, léase algo, durante unos días y no le dé bolilla a su nieta. ¿Cómo se llama la mocosa?
—A mí me gusta decirle La Maga.
—Pero eso no es un nombre…
—¿Quién le dijo que no?
—Espere, abuelo… no se vaya, necesito que me firme esta planilla, ¿como me dijo que se llamaba?
—Y dele con abuelo… Julio, m´hijo.
(Texto ya escrito, con leves modificaciones)