La pregunta
Inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños
Tijeras y pespuntes
Sábado de lo posible, mate. Vivir a pesar de1, apunta Lispector. Todos atrás y Dios de nueve(*), replico.
David Gilmour y Live at Pompeii. El repaso a fragmentos de textos que esperan a ser revelados. O no. La gata que espía desde la ventana con un quejido gutural. Temo por lo que mira y no veo. Luego de quedarse unos minutos se acuesta en la cama y se enrolla sin mirarme, anuncia frío.
Todavía transitan los despojos del silencio. Otra vez Clarice: la mejor luz para vivir era la de la madrugada2. La muerte, sus visitas. Digo lo que tengo que decir, sin literatura, cita Luis.
Me duelen los dedos, como si las palabras se resistieran a salir. Primeras luces, de malón fantasmal, de horizonte pampa entre álamos patagónicos.
Anclajes, travesías, poética de lo dicho, lo que se vislumbra entre palabras, el tono. Ni siquiera lo que se dice. La tijera, pespuntes en el texto. Sábado de correcciones.
(*) Verso de Todos atrás y Dios de nueve, Los Caballeros de la Quema.
1Lispector, Clarice, «Un aprendizaje o el libro de los placeres», Buenos Aires, Corregidor, 2013.-
2Obr. Cit.
Imagen de Sophie Janotta en Pixabay
Diálogo en la lluvia
Diluvia. Desde hace horas. Los transeúntes cruzan las calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia. Algunos se resignan y se quitan los zapatos. Otras insinúan la belleza de los pies a través de las medias. Hay prisa en los andares y nadie me ve, pese a que estoy siempre en la misma esquina.
A veces temo que la indiferencia me haga enloquecer. ¿Estoy vivo? Es una pregunta que me hago a diario y cuando la duda corroe el estómago y se aloja en mi cabeza, cruzo al negocio de enfrente, para ver mi rostro en una vidriera de ropa cara y trabajo esclavo.
El reflejo devuelve una barba acorde con la indiferencia de la sociedad y el niste opaco de la exclusión. Si no fuera por mis ojos, juraría que estoy muerto. A lo mejor lo estoy y no me doy cuenta. Aventuro que comencé a apagarme cuando me dejaste. No era para menos. Luego de que la fábrica cerrara y nos dejara a todos en la calle, se hizo cuesta arriba conseguir un nuevo empleo. Por lo menos uno que tuviera una pizca de dignidad.
Pero se inició antes. Cuando desguazaron las oficinas en el centro y llegaron aquellos consultores jóvenes hablando de globalización, reconversión productiva, competitividad, altos costos laborales. Debí darme cuenta que no había espacio para mí en ese esquema.
De pronto, esa vida a la que estábamos acostumbrados se esfumó entre los dedos, casi como el agua que desemboca en esta alcantarilla y acorraló lo poco que quedaba de nosotros. Una tarde regresé a casa, agotado de colas con desocupados y el cualquier cosa, le avisamos.
Me sorprendió oír el fluir del agua. Hasta que mis pies chapotearon sobre los cerámicos. No era bueno. No podía serlo. Y allí estabas: recostada en una bañera teñida de rojo. Horas que prefiero no recordar pero que esta lluvia y la corriente se empecinan en traer a mi memoria.
Luego quedó tu ausencia. Palpable, pedregosa, implacable. Lo terrible de la falta es el silencio, que tratamos de exorcizar con música, mascotas, paseos, voces. ¿Habrá algún espacio habitado por recuerdos olvidados, que arrastren lo cotidiano, aquello que nos hace nosotros?
Me preguntarás cómo se sigue adelante. No lo sé. La insana tozudez de algunos para no rendirnos. Malvendí el departamento (al fin y al cabo, son pocos los que deciden vivir en un sitio habitado por la muerte) y me recluí en una pensión de dudosa reputación, a la que regreso por las noches, mientras en el día deambulo por una ciudad cada vez más ajena, como todas cuando pierden la razón de nuestra llegada.
Regreso a la pensión (pido disculpas si estoy más errático que de costumbre), si vieras las historias que hay allí; a vos, que te gustaba contarlas. ¿Sabés? Hay días en que la tentación de acompañarte es tan grande que salgo con desesperación a la calle, a ver si algún conductor imprudente me hace el favor. Pero no he tenido suerte. Y mirá que hay bestias al volante.
Extraño los trenes. Una vía sólida nos trajo hasta aquí pero enmudeció desde hace tiempo. A veces me siento en el andén y espero. Solo espero. Hay otros días, menos oscuros, con un destello de ilusión donde me siento extrañamente vivo. A ellos también me aferro para no ceder. Además, sé que te enojarías mucho si me ves llegar, dónde sea que estés. O no. Jugar con la tentación de la muerte es una forma de estar vivo.
Diluvia. Desde hace horas. Y aunque no lo hiciera, seguiríamos dialogando ¿No?, un esbozo de sentido que roza la locura pero que todavía me mantiene en pie, mientras hurgo entre las bolsas de basura, en estas calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia.
(Texto del 2014, con algunas correcciones).
Control de daños
Castañuelas rotas, memoria quebradiza, el banco de una plaza abandonada.
Hipocresía, apagón informativo, rabia como fluido espeso*
La lluvia y sus golpes bajos.
Picar cebollas, un atajo para soltar las lágrimas. Los hombres no lloran, No.
Los versos garabateados, las voces y las máscaras.
Frases como listas, como si sirvieran de algo.
Los textos que faltan, las lecturas que reparan, el arte y la belleza, libros, lugares donde anclar la esperanza.
Nosotros.
(*)En préstamo, de Alejandra Costamagna, El sistema del tacto.
Opacar el ruido de un tren que no es un tren
La muerte de un familiar es una excusa para volver a casa. ¿Alguna vez terminamos de irnos?, ¿y si nos vamos, pensamos en regresar?, ¿nos arraigamos en nuevos lugares? Son algunas de las preguntas que se desprenden de la novela El sistema del tactode Alejandra Costamagna.
Se esconde el jardín inundado de maleza
Solía creer que las fotos eran más precisas que los recuerdos, por captar los momentos tal y como son y volverlos indiscutibles. Son datos objetivos, mientras que la memoria con la edad se vuelve impresionista y selectiva en los detalles, como la literatura. Pero después de repasar los archivos me he dado cuenta de que las fotografías también distorsionan la realidad que pretenden captar. Para conseguir la toma perfecta, se esconde el desorden y el jardín inundado de maleza se deja fuera del cuadro. Además, las imágenes carecen de contexto: el motivo de las ausencias, lo que pasó antes y después, las simpatías y antipatías entre los presentes, o el disgusto de alguien por estar allí. Cuando oyeron «whisky», todos miraron a la vez al ojo mecánico de la cámara y se pusieron la máscara de la felicidad, de tal manera que cincuenta años después cualquier observador supondrá que lo estaban pasando en grande. Siempre tengo la precaución de cuestionar tanto lo que se ve como lo que queda oculto. Utilizo las fotos para activar un complemento de la memoria emocional. Lupa en mano, estudio de cerca los detalles de las imágenes en blanco y negro.
Amy Tan, «Recuerdo de un sueño»
Parque Central
Se abrochó la campera. Felicitó su decisión de la mañana y se sentó en el banco de cemento. En el cielo, uno de los tantos planetas brillaba como nunca. No recordaba cuál. Tampoco importaba. Miró la bolsa con alimentos. Demasiado liviana para su gusto.
Repasó mentalmente las existencias de la heladera. Algo podría hacer con esos huesos. Y había fideos. Confiaba en que hija haya puesto el agua como le pidió. Seguro que sí. Demasiada adulta para sus diez años, para sus viajes en colectivo, sola a las seis y media de la mañana hasta la escuela, como la mayoría de sus amigas de la barriada. Le aterra que algo le suceda.
El colectivo que no viene. Alguien destila aliento a vino y se sienta a su lado. No necesita verlo para saber quién es. Se lo cruza siempre. A cada paso. Teme ser como él.
En la pantalla publicitaria una chica sonríe desde su auto nuevo. Lleva un perro atrás, de esos chiquitos, disfruta de la vida y llama a la depiladora, para prepararse para una cita. Un regusto amargo le llena la boca. La vida que sus hijas no tendrán. Casi seguro. Y hablan de méritos, como si ella no se deslomara todo el día en la casa de la Señora.
—¿Podría pagarme un boleto? —pregunta. Los ojos rojos revelan que sigue vivo.
—Sí. ¿No hubo suerte? — y señala los hilos, las agujas, la nada.
El canoso niega. Quizás por eso el aliento a vino.
—¿Hace mucho que espera?
—Recién llego. —No debería tardar en venir.
—¿Cómo anda su marido?
Ella sonríe. La misma pregunta. —Bien. Hoy estaba contento, había conseguido una changa —miente y piensa donde estará. Meses sin verlo. La última vez fue con la política, acompañaba a ése que entró de concejal y lo dejó a la deriva. Ya aparecerá. Siempre lo hace. Y será con algo de dinero. No es un mal hombre. Y la quiere como nadie.
—Ahí viene —dice el hombre canoso.
Ella mira esa mole que parece destartalarse. Llena, como de costumbre. Mensaje de hija. “Tengo la salsa. Te esperamos”. Ella sonríe y paga los dos boletos. Todavía queda un largo trecho hasta la barriada allá en la última parada, donde la ciudad se extingue y acosa el desierto.
La bocina del tren
¿Era la bocina del tren? Aguzó el oído. Nada. Pensó en la Flaca y su sonrisa vital. Tampoco entendía por qué había soñado con ella, si hace años que no se ven.
Una carcajada desconocida. Esa sí que no la recordaba. Luego choque de vasos. Alguien que gritaba ¡Felices Fiestas! Esperó a oír el petardo. Pero nunca llegó.
El parpadeo. El Rosendo y su cara que desmejoraba a medida que los boletos eran cada vez menos. ¿Cerrarán la estación? Él le decía que no, que se quedara tranquilo. ¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.