Uno no puede hacer nada con la fe de los otros

En un pueblo donde los trenes eran un recuerdo que ni las vías se permitían nombrar, todos esperan un milagro para sentirse vivos.
Hasta allí llega Carlos Andrada, restaurador de imágenes sagradas, con el fin de reparar una estatuilla del siglo XIII. Lo esperan los pobladores que todavía resisten gracias a la fe, personajes con sus miserias y secretos que ven en la llegada del forastero la esperanza de un renacimiento.

Un rengo ex combatiente, un peluquero por necesidad, una bella mujer y un intendente que sueña con ser gobernador si se concede un milagro de dudosa reputación, son algunos de los personajes de esta novela de Rubio que cuestiona los poderes constituidos y retrata la agonía de quienes todavía no se resignan, que tejen rutinas para no saberse olvidados.
El micro me había dejado sobre la ruta y tuve que andar entre pastos procurando localizar un sendero angosto, hasta desembocar en el andén donde me recibió el escándalo de unos pájaros acostumbrados a las ausencias, manifiesta el narrador que, poco a poco vislumbra para qué ha sido convocado por el cura del pueblo.
Negocios abiertos a los que no entra nadie, diálogos en un cementerio y el andén abandonado como testigo de sueños truncos, forman parte de un paisaje entrañable y melancólico. Resoplé, dejé los ojos fijos en los durmientes. Esas vías no volverían a ser útiles; sin embargo, seguían mostrando una bravura que solo podía emocionar a los sensibles. En medio de la pampa húmeda recordé a mi viejo y el último tren del sur, medita el narrador para dar paso —quizás— a la escena más conmovedora de la novela, la del cierre de ramales ferroviarios que asesta un golpe lapidario a pueblos y personas.
Yo tenía veinticinco años cuando hice rodar el hierro sobre los rieles. El servicio ya había sido clausurado hacía unos años, un fin de verano. Ninguno en el pueblo quería que llegara un nuevo invierno, traer uno viejo era imposible. El día de la clausura, mi tío Eufragio vino a casa, yo me preparaba para irme a la Capital y empezar la universidad. Se lo veía cansado, tenía la espalda encorvada. Solo dijo “Es hoy, ya viene”. Mi padre fumaba, lo miró con una tristeza pálida que le había nublado la esperanza hacía años. “Lo sé, no tengo ganas de ir”, respondió. Mi padre peinaba una vejez insulsa, mi tío había sido feliz hasta ese día en que llegaría a la estación el último tren del sur. Ellos debían guardar la máquina en el galpón, dejarla bajo llave hasta nueva orden. Los vagones quedarían a la intemperie para que el tiempo hiciera lo suyo, para que todo el pueblo los viera agonizar. “Nos condenaron”, habían sido las palabras de mi padre al recibir el telegrama del gobierno ordenando terminar el servicio. “¿Cómo vamos a pasar los inviernos?”, había preguntado mi tío y como respuesta obtuvo un silencio opaco. Pregunté si había algo que pudiéramos hacer, mandarle una carta al presidente, tratar de hablar con algún ministro. “Ya está todo jugado”, respondió mi padre. Aquel día del verano se calzó por última vez su traje de jefe de estación, besó el retrato de mi madre y salió con mi tío a recibir al último de los trenes. Pedí acompañarlos y me dejaron. No solo eso, cuando el motorman entregó la máquina en medio de abrazos y lágrimas, mi viejo me hizo subir y me enseñó a manejar con la única promesa de que jamás olvidaría cómo hacerlo… A veces, en tardes como esta, sentado solo en algún pueblo, me juraba que un día iba a escribir la historia, esa historia, la del último tren del sur.
Y en este pueblo, los sueños no son con trenes. O sí y en forma de milagros. La fe es lo más peligroso que tiene el mundo. Se mata por la fe, se tortura, se condena. Uno es capaz de manejar la fe propia, pero no puede hacer nada con la de los otros. Y la de los otros produce lo improbable, atesora y revela secretos.
En El Cristo Roto la escritura de Rubio es un relato que recupera historias entre durmientes, andenes y veredas vacías, un acto de fe contra el olvido, un bálsamo contra el escepticismo para que alguna vez se sepa que hubo días mejores, en que los hombres soñaban junto a los trenes.

(Foto: Adrián Pascual Estación de Ferrocarril de Utracán – Facebook Patrimonio La Pampa)
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La pregunta

El sereno le alcanza un mate entre los espacios de un alambrado que separa dos mundos.
El otro acepta con un gesto de cabeza y comenta algo sobre el frío. Aprieta la calabaza con las dos manos, deja que el calor lo abrigue por un instante, demora la devolución del convite.

El alambrado divide unos pocos pesos del abismo, sobrevivir o deambular en agonía, la ocupación del no pertenecer, el trabajo de su falta.
Devuelve el mate y pregunta de nuevo. Debe preguntar, a pesar de que conoce la respuesta.
No hay vacantes advierte el cartel en la puerta del edificio en construcción.

Inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños

En Laguna Profunda, los escasos pobladores que todavía permanecen tejen una rutina contra el olvido. Esperan un barco en una laguna seca, beben en un bar, almuerzan y cenan conejos como único menú.
El pueblo tuvo su momento de gloria con Ruiz, boxeador que hizo besar la lona a Muhamad Alí y cuando parecía que alcanzaba la gloria, decidió no continuar la pelea dos asaltos después y refugiarse en su tierra. Allí, cuarenta años más tarde, viaja el periodista Oscar Raimondi en busca de declaraciones exclusivas, bajo la amenaza de perder su trabajo.

Laguna Profunda tiene un comisario que hace changas de remisero, cazadores furtivos que mantienen a raya a los conejos, un hotel sin huéspedes y una curandera, entre otros personajes. El realismo mágico se filtra entre la neblina ya que «nunca se sabe que es lo que trae la niebla». Casi nada es lo que parece desde que la laguna se secó de un momento a otro, llevándose la vida pero dejando a los pobladores.
Lo que trae la niebla es una novela de búsqueda, con situaciones delirantes y personajes que construyen un sentido contra el abandono.Un pueblo de ausencias, como sostiene el conserje del hotel. También el nombre de Ruiz como gloria y misterio, mientras todos esperan la llegada de un barco sobre un lecho seco.
Haikus en cajas de fósforos y bonsái de sauces, forman parte de lo cotidiano, como si el arte fuera el anclaje para mantener la cordura: «—Yo creo que el arte debe ser así, breve, efímero. Las estatuas deberían ser de hielo, ser contempladas una sola vez. El artista podría volver a hacerlas, pero no serían iguales. Los libros, escritos en barras de jabón o en tabletas de barro, para leerse solo una vez. El arte siempre es mejor cuando uno lo recuerda, porque la mente selecciona lo que la conmovió. Releer es descubrir desencantos», plantea el comisario.
La misteriosa sequía de la laguna es uno de los temas de la obra y por la cual se tejen innumerables historias. Es que, como en El Decamerón , de Giovanni Boccaccio, se cuenta para no morir.
«Mire, yo no soy médico, pero fue como una autopsia, fue ver lo que uno no quiere, lo que uno se niega a sospechar. Sentir un nudo en la garganta y sembrar en los otros, en todos los otros, una esperanza. Uno advierte, a media que pasan los días, cómo la esperanza se marchita, que el agua no vuelve, y nunca más conjuga en futuro el verbo “volver”. Por más lluvias que caigan, nada será lo que fue. Y entonces nos inventamos historias. ¿Sabe para qué? —No —dije dando un bocado al conejo. —Porque es la única forma de forjar nuevos sueños. A un tipo se le puede prohibir todo, le aseguro, todo. Desde no ser feliz, no ser libre; le pueden desordenar la mente, pero no le pueden quitar los sueños».
Lo que trae la niebla es una novela de supervivientes cuando nada queda. Y para eso, es necesaria afirmar ciertas rutinas, como pescar en el lecho de una laguna seca. «Me quedé mirando unos minutos más a esos hombres agazapados. A veces basta con observar para comprender. Cuando perdemos el rumbo, lo único que nos ata a la tierra es lo cotidiano, esa abulia de la que tratamos de huir hasta que se nos vuelve indispensable. Los hombres no hacían más que tratar de no perder aquello que los mantenía vivos. Es necesario atarse a una esperanza, para sobrevivir, para apostar por otro mañana».
Y contar es pasar por la memoria, seguir en pie  porque no hay otra alternativa más allá de las palabras, porque inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños.
Lo que trae la niebla
La novela fue editada por Indómita Luz en el año 2018. Marcelo Rubio nació en Argentina en 1966, es licenciado en Comunicación Social y conductor del programa “Kriminal Mambo” en AM530. Es autor de los libros de cuentos Fútbol sin tiempo, Nueve relatos atravesados en la garganta, Bajo el signo de Eva, Cuentos de la Strada, Lo que trae la niebla y recientemente El Cristo roto.
(Foto libre de Pexels) 

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Tijeras y pespuntes

Sábado de lo posible, mate. Vivir a pesar de1, apunta Lispector. Todos atrás y Dios de nueve(*), replico.

David Gilmour y Live at Pompeii. El repaso a fragmentos de textos que esperan a ser revelados. O no. La gata que espía desde la ventana con un quejido gutural. Temo por lo que mira y no veo. Luego de quedarse unos minutos se acuesta en la cama y se enrolla sin mirarme, anuncia frío.

Todavía transitan los despojos del silencio. Otra vez Clarice: la mejor luz para vivir era la de la madrugada2. La muerte, sus visitas. Digo lo que tengo que decir, sin literatura, cita Luis.

Me duelen los dedos, como si las palabras se resistieran a salir. Primeras luces, de malón fantasmal, de horizonte pampa entre álamos patagónicos.

Anclajes, travesías, poética de lo dicho, lo que se vislumbra entre palabras, el tono. Ni siquiera lo que se dice. La tijera, pespuntes en el texto. Sábado de correcciones.

(*) Verso de Todos atrás y Dios de nueve, Los Caballeros de la Quema.

1Lispector, Clarice, «Un aprendizaje o el libro de los placeres», Buenos Aires, Corregidor, 2013.-
2Obr. Cit.

Imagen de Sophie Janotta en Pixabay

Diálogo en la lluvia

Diluvia. Desde hace horas. Los transeúntes cruzan las calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia. Algunos se resignan y se quitan los zapatos. Otras insinúan la belleza de los pies a través de las medias. Hay prisa en los andares y nadie me ve, pese a que estoy siempre en la misma esquina.

A veces temo que la indiferencia me haga enloquecer. ¿Estoy vivo? Es una pregunta que me hago a diario y cuando la duda corroe el estómago y se aloja en mi cabeza, cruzo al negocio de enfrente, para ver mi rostro en una vidriera de ropa cara y trabajo esclavo.

El reflejo devuelve una barba acorde con la indiferencia de la sociedad y el niste opaco de la exclusión. Si no fuera por mis ojos, juraría que estoy muerto. A lo mejor lo estoy y no me doy cuenta. Aventuro que comencé a apagarme cuando me dejaste. No era para menos. Luego de que la fábrica cerrara y nos dejara a todos en la calle, se hizo cuesta arriba conseguir un nuevo empleo. Por lo menos uno que tuviera una pizca de dignidad.

Pero se inició antes. Cuando desguazaron las oficinas en el centro y llegaron aquellos consultores jóvenes hablando de globalización, reconversión productiva, competitividad, altos costos laborales. Debí darme cuenta que no había espacio para mí en ese esquema.

De pronto, esa vida a la que estábamos acostumbrados se esfumó entre los dedos, casi como el agua que desemboca en esta alcantarilla y acorraló lo poco que quedaba de nosotros. Una tarde regresé a casa, agotado de colas con desocupados y el cualquier cosa, le avisamos.

Me sorprendió oír el fluir del agua. Hasta que mis pies chapotearon sobre los cerámicos. No era bueno. No podía serlo. Y allí estabas: recostada en una bañera teñida de rojo. Horas que prefiero no recordar pero que esta lluvia y la corriente se empecinan en traer a mi memoria.

Luego quedó tu ausencia. Palpable, pedregosa, implacable. Lo terrible de la falta es el silencio, que tratamos de exorcizar con música, mascotas, paseos, voces. ¿Habrá algún espacio habitado por recuerdos olvidados, que arrastren lo cotidiano, aquello que nos hace nosotros?

Me preguntarás cómo se sigue adelante. No lo sé. La insana tozudez de algunos para no rendirnos. Malvendí el departamento (al fin y al cabo, son pocos los que deciden vivir en un sitio habitado por la muerte) y me recluí en una pensión de dudosa reputación, a la que regreso por las noches, mientras en el día deambulo por una ciudad cada vez más ajena, como todas cuando pierden la razón de nuestra llegada.

Regreso a la pensión (pido disculpas si estoy más errático que de costumbre), si vieras las historias que hay allí; a vos, que te gustaba contarlas. ¿Sabés? Hay días en que la tentación de acompañarte es tan grande que salgo con desesperación a la calle, a ver si algún conductor imprudente me hace el favor. Pero no he tenido suerte. Y mirá que hay bestias al volante.

Extraño los trenes. Una vía sólida nos trajo hasta aquí pero enmudeció desde hace tiempo. A veces me siento en el andén y espero. Solo espero. Hay otros días, menos oscuros, con un destello de ilusión donde me siento extrañamente vivo. A ellos también me aferro para no ceder. Además, sé que te enojarías mucho si me ves llegar, dónde sea que estés. O no. Jugar con la tentación de la muerte es una forma de estar vivo.

Diluvia. Desde hace horas. Y aunque no lo hiciera, seguiríamos dialogando ¿No?, un esbozo de sentido que roza la locura pero que todavía me mantiene en pie, mientras hurgo entre las bolsas de basura, en estas calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia.

(Texto del 2014, con algunas correcciones).

Imagen de Benfe en Pixabay

Control de daños

Castañuelas rotas, memoria quebradiza, el banco de una plaza abandonada.
Hipocresía, apagón informativo, rabia como fluido espeso*
La lluvia y sus golpes bajos.
Picar cebollas, un atajo para soltar las lágrimas. Los hombres no lloran, No.
Los versos garabateados, las voces y las máscaras.
Frases como listas, como si sirvieran de algo.
Los textos que faltan, las lecturas que reparan, el arte y la belleza, libros, lugares donde anclar la esperanza.
Nosotros.

(*)En préstamo, de Alejandra Costamagna, El sistema del tacto.

Opacar el ruido de un tren que no es un tren

La muerte de un familiar es una excusa para volver a casa. ¿Alguna vez terminamos de irnos?, ¿y si nos vamos, pensamos en regresar?, ¿nos arraigamos en nuevos lugares? Son algunas de las preguntas que se desprenden de la novela El sistema del tactode Alejandra Costamagna.

Ania, la protagonista, cumple con la petición de su padre de despedir a su tío Agustín y emprende un viaje desde el otra lado de la cordillera a la llanura, al pueblo en que regresaba durante su infancia, a visitar a sus abuelos.
«Que se va a morir, le dice el padre. Que su primo, el último pariente de su corteza que queda vivo, su único primo, agoniza al otro lado de la cordillera. Que él no puede viajar a Campana, dice, que por favor vaya a acompañar a Agustín en la agonía».
Recientemente despedida de la escuela en que trabajaba, Ania acepta el viaje, huir hacia adelante, preguntarse qué hacer con su futuro. «La verdad de las cosas, piensa Ania, el padre no es capaz de ver a Agustín en esa condición porque advierte ahí, seguramente, su propio declive. Ya nos vamos extinguiendo, nena, saca un hilito de voz el hombre para hablar. Y a la hija esas cinco palabras le atraviesan el pellejo. En ese momento, sin decirlo, acepta la petición».
El viaje de Ania es también un viaje al desarraigo personaly el de sus familiares, inmigrantes que llegaron al continente latinoamericano huyendo del hambre, la miseria la pobreza, con la esperanza de regresar y no sentirse extranjeros en unapatria ajena.
Novela sobre la pertenencia y la memoria, una máquina de escribir, cuadernos de dactilografía de su tío Agustín, cartas entre inmigrantes y erratas tipeadas con ahínco en una casa anclada en el tiempo, colmada de recortes y retratos de viaje. Allí se instalará durante unos días Ania: «Piensa que no tiene sentido estar acá, que debe volver a Chile y enfrentar de una vez las cosas. ¿Qué cosas? Su existencia, qué otra cosa. Pero se da cuenta de que el pensamiento no es enteramente suyo. Hay algo que se mueve sin su voluntad ahí adentro, en su cráneo, y que no alcanza a captar. A la cuarta noche se levanta, desenfunda la máquina de escribir y se pone a teclear lo primero que aparece: oraciones sin rienda, imágenes batidas a cuero pelado. Necesita opacar el ruido del tren que no es un tren. Se le ocurre que debería escuchar otras voces. Salir a comprar pilas para la radio de Agustín y escuchar cualquier señal, la que el mundo quiera mandarle ahora mismo».
Y durante un lapso de tiempo el pasado, el presente y el futuro se concentran en una vivienda abandonada, rodeada de recuerdos y susurros de voces que no están. «Ymientras lo piensa, piensa también que le gusta mucho la expresión a flor de piel. Una imagen bella y extraña. Como si los recuerdos brotaran desde los poros, crac, con tallos, pétalos y espinas. Respirar, eso necesita. Descansar, poner la mente en blanco. Aunque a lo mejor la palabra no es respiro ni descanso, sino arraigo. Le vendrá bien pasar unas noches en este rincón, se dice a sí misma, lejos de todo».
Lejos de todo. Como si fuera posible. Novela de búsqueda y reencuentro, de repensar los lazos familiares en una ciudad que oscila entre la pertenencia y lo desconocido: «Contrapuntos: no competir con el perro ni con la mujer de tu padre, no buscarse en las fotografías de los muros ajenos, no vivirse en la vida de los otros, no esperar a los muertos donde nadie los ha llamado, tener un jardín y regarlo por las noches, no mirar las montañas como accidentes geográficos sino como ramales biográficos, llorar en los entierros ajenos y en los propios, sobre todo en los propios, subir altillos como quien escala una cumbre. Eso debe hacer: atreverse a subir la escalera del altillo y confrontar el recuerdo con la ruina», manifiesta la protagonista.
«De pronto se le ocurre que el origen de sus problemas es que no tiene jardín. Ania piensa que regar un jardín de noche debe ser como rescatar un pájaro sin canto o atravesar un océano o golpear frenéticamente las teclas de una máquina de escribir. Y que sin jardín ni pájaros ni teclados ni mares abiertos donde poner la mente en remojo, todo se vuelve improbable. Pero está segura, segurísima, de que en el futuro cercano, después de que todo esto pase, tendrá un jardín y lo regará con esmero. Como si fuera un pequeño campo del interior, un territorio liberado de los recuerdos y la sangre. Lo regará con el sistema del tacto, como si se tratara de un corazón desfalleciente, con celo de taquígrafo. Y algunas noches le parecerá escuchar el canto de un tilonorrinco o la voz de su padre. Un sonido que se mezclará en su cabeza y la dejará despierta. Y se levantará de madrugada y ajustará la manguera y prenderá la llave y dejará que el agua corra sobre los mechones de pasto y vaya labrando un charco que delinee, gota a gota, los contornos de una laguna propia».
Y en los contornos de esta laguna propia, El sistema del tacto sugieren discursoscomplementarios, que interrogan sobre la búsqueda de la identidad, siempre en construcción con pilares en lo que denominamos familia y a veces es tan extraña en un tiempo trizado, bajo unaestación de ferrocarril donde no pasa el tren y «… la sirena de bomberos afina su melodía de las doce. Igual de aguda que las cigarras, que las risas de los viejos, que el repiqueteo del tren en la madrugada. Un pueblo que chilla, que no se calla nunca, a pesar del silencio que finge transmitir». Como la pertenencia y la memoria.

Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970) ha publicado las novelas En voz baja (1996, Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2003) y Dile que no estoy (2007, finalista del Premio Planeta-Casa de América y Premio del Círculo de Críticos de Arte), el cuento largo Naturalezas muertas(2010), los libros de cuentos Malas noches(2000), Últimos fuegos(2005, Premio Altazor), Animales domésticos(2011), Había una vez un pájaro(2013) e Imposible salir de la Tierra(2016) y el libro de crónicas y ensayos Cruce de peatones(2012).
Ha escrito para las revistas Gatopardo, Letras Libres y El Malpensante, entre otros medios. En 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. En 2008 recibió en Alemania el Premio Anna Seghers de Literatura.
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Se esconde el jardín inundado de maleza

Solía creer que las fotos eran más precisas que los recuerdos, por captar los momentos tal y como son y volverlos indiscutibles. Son datos objetivos, mientras que la memoria con la edad se vuelve impresionista y selectiva en los detalles, como la literatura. Pero después de repasar los archivos me he dado cuenta de que las fotografías también distorsionan la realidad que pretenden captar. Para conseguir la toma perfecta, se esconde el desorden y el jardín inundado de maleza se deja fuera del cuadro. Además, las imágenes carecen de contexto: el motivo de las ausencias, lo que pasó antes y después, las simpatías y antipatías entre los presentes, o el disgusto de alguien por estar allí. Cuando oyeron «whisky», todos miraron a la vez al ojo mecánico de la cámara y se pusieron la máscara de la felicidad, de tal manera que cincuenta años después cualquier observador supondrá que lo estaban pasando en grande. Siempre tengo la precaución de cuestionar tanto lo que se ve como lo que queda oculto. Utilizo las fotos para activar un complemento de la memoria emocional. Lupa en mano, estudio de cerca los detalles de las imágenes en blanco y negro.

Amy Tan, «Recuerdo de un sueño»

Parque Central

Se abrochó la campera. Felicitó su decisión de la mañana y se sentó en el banco de cemento. En el cielo, uno de los tantos planetas brillaba como nunca. No recordaba cuál. Tampoco importaba. Miró la bolsa con alimentos. Demasiado liviana para su gusto.

Repasó mentalmente las existencias de la heladera. Algo podría hacer con esos huesos. Y había fideos. Confiaba en que hija haya puesto el agua como le pidió. Seguro que sí. Demasiada adulta para sus diez años, para sus viajes en colectivo, sola a las seis y media de la mañana hasta la escuela, como la mayoría de sus amigas de la barriada. Le aterra que algo le suceda.

El colectivo que no viene. Alguien destila aliento a vino y se sienta a su lado. No necesita verlo para saber quién es. Se lo cruza siempre. A cada paso. Teme ser como él.

En la pantalla publicitaria una chica sonríe desde su auto nuevo. Lleva un perro atrás, de esos chiquitos, disfruta de la vida y llama a la depiladora, para prepararse para una cita. Un regusto amargo le llena la boca. La vida que sus hijas no tendrán. Casi seguro. Y hablan de méritos, como si ella no se deslomara todo el día en la casa de la Señora.

—¿Podría pagarme un boleto? —pregunta. Los ojos rojos revelan que sigue vivo.

—Sí. ¿No hubo suerte? — y señala los hilos, las agujas, la nada.

El canoso niega. Quizás por eso el aliento a vino.

—¿Hace mucho que espera?

—Recién llego. —No debería tardar en venir.

—¿Cómo anda su marido?

Ella sonríe. La misma pregunta. —Bien. Hoy estaba contento, había conseguido una changa —miente y piensa donde estará. Meses sin verlo. La última vez fue con la política, acompañaba a ése que entró de concejal y lo dejó a la deriva. Ya aparecerá. Siempre lo hace. Y será con algo de dinero. No es un mal hombre. Y la quiere como nadie.

—Ahí viene —dice el hombre canoso.

Ella mira esa mole que parece destartalarse. Llena, como de costumbre. Mensaje de hija. “Tengo la salsa. Te esperamos”. Ella sonríe y paga los dos boletos. Todavía queda un largo trecho hasta la barriada allá en la última parada, donde la ciudad se extingue y acosa el desierto.

La bocina del tren

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¿Era la bocina del tren? Aguzó el oído. Nada. Pensó en la Flaca y su sonrisa vital. Tampoco entendía por qué había soñado con ella, si hace años que no se ven.

Una carcajada desconocida. Esa sí que no la recordaba. Luego choque de vasos. Alguien que gritaba ¡Felices Fiestas! Esperó a oír el petardo. Pero nunca llegó.

El parpadeo. El Rosendo y su cara que desmejoraba a medida que los boletos eran cada vez menos. ¿Cerrarán la estación? Él le decía que no, que se quedara tranquilo. ¿Cómo la iban a cerrar si en el pueblo había gente? Nadie en su sano juicio lo haría.

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