Raúl abrió los ojos. El reloj marcaba las tres y cuarenta y cinco y Estela descansaba con placidez. Se levantó sin hacer ruido y fue a la cocina. En el futón, el gato lo miró sorprendido. «Sí, tenés razón», se excusó. Puso la pava en el fuego y espió por la ventana.
Garuaba. El asfalto brillante insinuó la imagen de su padre; miraba el piso vencido por un derrotero implacable. No siempre aparecía así. A veces —y era la visión que se afanaba por legarle a sus hijos— lo recordaba con la sonrisa desafiante, a prueba de adversidades y sinsentidos.
Orgulloso de su trabajo, Don Osvaldo lo evidenciaba en cada charla o discusión. Si le daban pie, resaltaba la nacionalización de los ferrocarriles y el valor del tren para cada poblado, por más alejado que se encontrara. «Soy ferroviario. Sé de eso. No tenés idea lo que es el sonido de una Nathan: anuncia llegadas, partidas, desafíos y fracasos», clamaba.
A diferencia de sus compañeros, prefirió rondar de pueblo en pueblo, acompañado por su familia. Así se acostumbraron a vivir en caseríos donde las vías eran devoradas por el horizonte y la llanura abrumaba con su inmensidad. La última parada fue un puñado de casas, El Secadero, cabecera del ramal. Fue un lindo lugar para crecer.
La pava silbó y Raúl recordó la infancia de juegos entre los durmientes, con sus hermanos y los contados pibes que todavía quedaban ahí. El pueblo se moría, era evidente. Pero tenía vida mientras el tren sacudiera el letargo cotidiano con su bocina.
Una mañana entró a la oficina de la estación y lo vio con el papel en la mano. «Qué hijos de puta», oyó. Aquella noche su madre tuvo que ir a buscarlo al bar y traerlo a la rastra ante la sorpresa de los parroquianos.
Desde entonces nada fue igual. Y la noticia circuló por lo bajo para desvanecerse en el horizonte y ceder ante la melancolía de los días nublados. El ramal se cerraba. Los trenes eran un lastre para el país, el símbolo de un Estado perezoso y gigante que había que borrar de un plumazo.
El ronroneo de Betún desvaneció las imágenes. «¿Qué querés?, es temprano todavía». Le abrió la puerta y el gato blanco salió disparado hacia el patio. Pareció no importarle la garúa.
Sintió la presencia del invierno. No difería del viaje final en El Secadero. ¿O no estaba tan frío y solo era el puñetazo del recuerdo? Lo más estremecedor era el silencio, quebrado por el bocinazo rabioso del maquinista. Recordó a los Benítez y las valijas. «Nosotros nos quedamos», dijo su padre. Pero sus ojos decían lo contrario.
Cuchicheos, voces que subían de tono, algún que otro puñetazo en la mesa. —¿Adónde vamos a ir?, nuestro lugar está acá. —Pero acá no hay nada. —No, acá está todo; está la estación. —La gente se va, ¿no lo ves? reaccioná Osvaldo.
¿Ocurrió así o es lo que se repone en la madrugada?, un repaso ovillado, enmarañado en una nada que regresa en forma de sueño. Su padre acusó el mazazo. Y una parte del cuero se quedó en aquel caserío agonizante. Con el cierre del ramal llegó la jubilación anticipada y la necesidad de reinventarse en la metrópoli.
¿Se puede recomenzar promediando los cincuenta? Él pensaba que sí. Y se puso un kiosco. Y se terminó de apagar. La vieja empezó a planchar para afuera, como cuando se conocieron pero con treinta años más. Héroes cotidianos de un país de intentonas y tropiezos. «Yo puedo trabajar. Y ayudarlos», recordó Raúl. «Ni se te ocurra», ladró su padre. «Vos seguís en el secundario».
El choque del mate contra el piso lo trajo al presente. Recién cebado, amargo, con la hojita de menta. Se preguntó cómo se le había resbalado, aunque intuyó que tenía que ver con los traspiés.
Betún rasguñaba la puerta con insistencia y sus ojos amarillos lo fustigaron al entrar. Eludió la yerba y se le cruzó entre los pies. «Ya lo limpio», replicó. Oyó el golpe contra la puerta y la moto del canillita que se alejaba. Miró la tapa: era el titular principal.
Le dolió la ausencia de sus padres y dejó que la vista resbalara entre las páginas del suplemento especial, como el mate, el insomnio, los recuerdos enmarañados. Faltaban varias horas pero sabía qué hacer. Le dejó una nota a Estela y se fue a la estación.
La garúa en la cara, el aliento helado y el eco de su caminata acortaron la distancia hasta los terrenos del ferrocarril. Vuelve el tren a la ciudad. El andén estaba en silencio. Habían pintado el cartel y las letras blancas sobre el fondo negro resaltaban en la noche. Adivinó en el horizonte cortado por las casas el resplandor del amanecer.
Siguió de largo y buscó el cambio de vías, un centenar de metros adelante. «Vos no entendés. No pueden hacer eso», recordó. La mirada perdida entre los durmientes y la mano de su viejo, apretando la palanca como respuesta a un derrumbe personal y colectivo.
Hacía equilibrio sobre el riel con esa imagen a cuestas cuando lo vio. Una intuición difusa al comienzo, la claridad de su porte después. «No es posible». Se detuvo frente a la figura.
—Qué hacés… —saludó su padre.
—¿Qué haces vos acá? —respondió con un hilo de voz.
—¿Cómo qué hago? Soy ferroviario.
—Pero…
—Pero nada. ¿Te pensás que me lo iba a perder?
—No… supongo que no…
—¿Me vas a ayudar? —desafió Osvaldo.
Raúl lo miró. Hizo una tregua con su cordura y corrieron la palanca que permitía el desvío del tren a la estación.
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